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Games of Thrones 6.

Mujeres alrededor del trono

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Llegó el invierno y terminó la sexta temporada de “Game of Thrones”

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Un protocolo actual de los medios, no escrito pero sumamente extendido, y forzado por los apurados que, a vuelo rasante, leen más de lo que les gustaría, prohíbe ser el aguafiestas que narra los finales, e impone advertir una y otra vez, con la palabra spoiler (proveniente del verbo to spoil, es decir, arruinar), que se van a mencionar elementos más o menos importantes en la trama de la obra reseñada. Nadie más sensible a la aparición de spoilers que los seguidores algo retrasados (en su seguimiento temporal de la serie) de Game of Thrones, que reaccionan ante ellos, aunque se refieran a la secuencia de títulos, con la decepción indignada de un niño al que un compañero de escuela guarango le buchonea la auténtica identidad de los Reyes Magos. Así que, teniendo en cuenta la susceptibilidad de esos fans -y que algunos de ellos pueden estar armados con espadas y manguales-, aclaremos antes que nada que la siguiente nota está repleta, llena, contaminada, infectada de tremendos SPOILERS. Si aún no se tuvo tiempo para ver la sexta temporada, y se considera que conocer algo de su argumento por adelantado va a quitarle todo el encanto e interés, se debe abandonar aquí la lectura, y no andar llorando luego por los rincones a causa del crítico malo que dijo que tal personaje se convirtió en comida de dragones, o que Cersei se cortó el pelo. Repetimos, para el lector liviano, voluble o boludo: más allá hay spoilers, crueles spoilers. Si a pesar de todo esto sigue leyendo y se entera de algo que no quería saber, jódase y aprenda a ser coherente con sus deseos.

A estas alturas Game of Thrones es ante todo un fenómeno, y se debe entender como tal antes de valorarlo críticamente. Seguramente la serie más popular de la televisión occidental, se ha convertido en el producto central de la generalmente arriesgada cadena HBO, que, luego de haber sido vanguardia televisiva durante mucho tiempo, se vio algo relegada por la competencia de medios ambiciosos como AMC o Netflix, que se han mostrado un poco más inquietos y creativos, aunque no hayan podido producir algo que compitiera realmente con las aventuras ideadas originalmente por George RR Martin.

A seis años de su comienzo, tal vez ya no sean tan evidentes los logros de esta serie capaz de combinar fantasía a lo El señor de los anillos con las intrigas palaciegas de Los Tudor o incluso de House of Cards, pero siempre ha habido consenso respecto de que se trata de un programa excelentemente escrito y con personajes de gran riqueza, que suple con inteligencia y grandes diálogos (además de un sentido de la moralidad lleno de claroscuros) un presupuesto escueto en relación con productos similares para la pantalla grande. Pero en estos años han ocurrido grandes cambios sutiles en el desarrollo de esta serie que -como la de Harry Potter en el cine- comenzó en sincronía y sinergia con su versión literaria.

Al igual que Harry Potter, la saga de Martin ya era un gran éxito literario cuando se decidió su adaptación, se hallaba inconclusa y venía entregando volúmenes cada vez más extensos y difíciles de llevar a la televisión. Pero mientras que JK Rowling pudo adaptarse al timing sincrónico entre palabra e imagen, y concluir sus libros a tiempo para que fueran lanzados antes que las películas, cierto apuro de HBO y un notable retraso de Martin hizo que la serie se quedara sin libros que adaptar, mientras el escritor sigue escribiendo los dos tomos finales de su historia. Esto produjo un fenómeno peculiar: durante las cuatro primeras temporadas, los espectadores se dividían entre quienes habían leído los libros (y ya “sabían” lo que iba a suceder, limitándose a discutir acerca de lo adecuado de la adaptación) y los simples seguidores de la serie, que se asombraban con las inesperadas vueltas de tuerca de la historia, como la ya legendaria “Boda Roja” en la que se eliminó de un saque a varios de los personajes principales. Pero la quinta temporada comenzó a adelantarse a los libros, dejando a lectores y a televidentes incautos en el mismo estado de ignorancia respecto de qué podía suceder, y la sexta estuvo dedicada en su totalidad a una trama que Martin aún no ha escrito, o al menos no ha publicado.

Esto ha dado pie a muchas especulaciones, más dignas de una timba que de lo que puede pasar en una serie, y no menos discusiones acerca de si los guionistas estarían a la altura de las historias narradas en los libros. Pero en verdad es un debate sin mucho fundamento: si bien Martin aún no le ha dado forma literaria a lo narrado en la sexta temporada, todos los guiones y las líneas narrativas fueron discutidos con él, y cabe suponer que los libros futuros -si llegan a existir- no van a apartarse mucho de lo que se vio en la pantalla chica. Pero de cualquier forma esta fue la temporada más polémica de Game of Thrones, y vale la pena discutir por qué.

Borrón y cuenta nueva

La serie, con su infinidad de personajes (pese a que prescinde de varios presentes en los libros), es bastante difícil de desarrollar en forma equilibrada con tan sólo diez episodios anuales. El interés del espectador depende mucho, por lo tanto, del apego que le tenga a cada una de las líneas argumentales. El año pasado había finalizado con una polémica sorpresa: la aparente muerte de Jon Snow, uno de los personajes más queridos y decisivos, que no habría inquietado mucho en otra serie que no tuviera la costumbre de dar de baja cada tanto a alguno de sus protagonistas. Pero ya en el segundo episodio Snow fue revivido, lo cual más que una sorpresa fue un adelanto de una temporada en algunos aspectos más convencional y menos desorientadora que las anteriores. Sin embargo, no fue esto lo que le trajo mayores críticas, sino más bien un paso un poco más lento, y cierta incapacidad (tal vez motivada por la reiteración inevitable de algunos recursos) de explotar esos momentos de acción espectacular que impulsan la saga hacia adelante. Escenas como la masacre de los khals a cargo de Daenerys, o el escape de Sansa de su cautiverio en manos del infame bastardo Bolton, parecieron no lograr toda la fuerza que podrían haber tenido. Para peor, el personaje más carismático de la serie, el enano Tyrion, tuvo un rol más que nada testimonial, con escasez de sus acostumbradas e irónicas intervenciones. Todo eso hizo que a la altura del sexto o séptimo episodio se hablara mucho en las redes sobre “la peor temporada de Game of Thrones”, pero aunque tal vez haya sido la más previsible, de cualquier forma contó con algunas características y episodios extraordinarios.

En primer lugar, cabe destacar la casi absoluta centralidad en las diversas tramas de sus personajes femeninos. Si bien la serie siempre les dio un rol de lo más equitativo a sus mujeres, en esta temporada casi todas las acciones cruciales dependieron de Arya, Daenerys, Cersei, Brianne o incluso Meera y Yara. Cabe pensar que ese predominio de empoderadas no se debió a motivos de corrección política o al deseo de expiar la culpa por algunas escenas de violación en las temporadas anteriores, que motivaron protestas exageradísimas de gente hipersensible: más bien parece haber sido una simple cuestión de unificación conceptual, y en cierta forma de fidelidad a la inspiración histórica del relato de Martin. El novelista siempre ha dejado claro que -dragones más, dragones menos- Canción de hielo y fuego (el verdadero nombre de la saga, que en su versión televisiva tomó el nombre del primer libro) estaba basada en forma bastante directa en la historia de Inglaterra y sus intrigas reales, particularmente en la Guerra de las Rosas (1455-1487), que enfrentó a las casas de Lancaster y York por la sucesión del trono británico (hasta los nombres de las familias Lannister y Stark referencian obviamente a sus modelos históricos), y, de modo menos evidente, en el reinado de Isabel I de Inglaterra (1558-1603), evocado en los conflictos entre mujeres con gran poder. En todo caso, lo más curioso fue la emergencia de la jovencísima actriz Bella Ramsey en el rol de la irascible y belicosa Lyanna Mormont, convertida en un personaje favorito de los fans con apenas unos minutos en pantalla.

La sexta temporada fue también la de dos momentos, o recursos, extraordinarios en su concepción o cinematografía. El más evidente fue el episodio 9, más conocido como “la batalla de los bastardos”. Game of Thrones se ha destacado por introducir un episodio particularmente fuerte y espectacular entre los capítulos finales de cada año, pero el de este -como si se quisiera recapturar el interés de los decepcionados (o hubieran reservado todo el presupuesto para esa ocasión)- fue realmente impresionante, incluso en comparación con batallas equivalentes cinematográficas, y filmado con un sentido del ritmo y el espacio espectaculares, que hicieron que muchos entusiasmados lo calificaran como el mejor episodio de la serie hasta el momento y olvidaran las protestas anteriores.

Mucho más sutil, pero igualmente notable, fue la introducción en varios episodios de un grupo teatral que reproducía, en clave de farsa y representación de época, los hechos narrados en la segunda, tercera y cuarta temporada. Todo un ejercicio metanarrativo en el que los hechos ya conocidos volvían a ponerse en escena en una versión paródica y de lenguaje teatral, con los roles ya conocidos interpretados por otros actores y con puntos de vista distintos de los que la serie había ofrecido. Un recurso que no aportó gran cosa a la trama -más allá de producirle una revelación a Arya Stark, entonces convertida en aprendiz de asesina y en proceso de disolución de su personalidad-, pero que demostró una inquietud formal y una voluntad de riesgo que no habían sido lo más destacable de esta temporada.

El episodio final, que se esperaba como cierta forma de descanso y cierre tras la pirotecnia de “la batalla de los bastardos”, fue también excepcional y emotivo, pero funcionó más que nada como una purga de personajes menores (o no tanto, ya que fue una auténtica masacre, incluyendo a la casi totalidad de la casa Tyrell) y líneas argumentales de importancia lateral. El escenario queda ahora planteado en los términos que la serie había esquivado hasta el momento, con al menos dos bandos humanos muy definidos (el encabezado por Cersei, y el de Daenerys y sus ahora numerosos aliados) mientras los muertos ambulantes están a punto de atacar. En cierta forma, el Game of Thrones que culmina la sexta temporada se parece más que nunca a El señor de los anillos y sus coaliciones de extraños compañeros de batalla enfrentándose al mal absoluto. Puede ser un tanto maniqueo para una serie en la que los roles de “buenos” y “malos” siempre han sido muy borrosos, pero tal vez necesario para una saga que parece haber entrado en su tramo final. Y si la séptima temporada es fiel al espíritu de las anteriores -menos presente en la recién terminada-, todavía quedan varias sorpresas.

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