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Las cosas que perdimos en el fuego, de Mariana Enríquez, Anagrama, 2016. 197 páginas.

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“Las cosas que perdimos en el fuego”, de Mariana Enríquez, Anagrama, 2016. 197 páginas.

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Una primera mirada a Las cosas que perdimos en el fuego, el último libro de relatos de Mariana Enríquez (Buenos Aires, 1973), descubre dos cuentos que se perfilan con claridad y justifican con creces la compra del libro. “La casa de Adela” y “Bajo el agua negra” parecen llamados a convertirse en nuevos clásicos del cuento argentino o rioplatense. Ambos son placenteramente incorporables al género “terror” -desde el que es fácil leer la obra de la autora- y ofrecen una clase magistral de narrativa.

“Bajo el agua negra” reescribe la ficción lovecraftiana en el contexto de las villas de Buenos Aires y la contaminación del Riachuelo, con mutantes, iglesias profanadas, culto a dioses oscuros y un cameo de Yogh Sothoth y las letanías de los fieles de Cthulhu. Es posible, digamos de paso, recorrer todas las colecciones recientes de ficción lovecraftiana (New Cthulhu: The Recent Weird -2011-, Dark Wings of Cthulhu -2012- o Lovecraft’s Monsters -2014-, por nombrar sólo tres) y encontrar poquísimos cuentos al nivel de este de Enríquez: alguno de Neil Gaiman, quizá uno de China Miéville y esa maravilla que es “The sect of the idiot”, de Thomas Ligotti, que en realidad cuenta ya con algunas décadas desde su primera publicación.

En cuanto a “La casa de Adela”, cabe leerlo como una reescritura del tópico de las casas abandonadas/encantadas, y logra restituir a “Casa tomada”, de Julio Cortázar, a la tradición del horror, haciéndole de paso alguna guiñada que otra al weird más reciente, desde el mencionado Ligotti a Clive Barker (“se apilaban estantes de vidrio […] llenos de pequeños adornos […] objetos chiquitísimos de un blanco amarillento, con forma circular […]. -Son uñas -dijo Pablo […] no dejé de mirar. En el siguiente estante […] había dientes”). Su juego de revelaciones y anticipos, por cierto, funciona como una maquinaria perfectamente aceitada para lograr lo que se supone que buscan esas estrategias, es decir, no sólo mantener clavada en la página la atención del lector, sino también instalarse en su imaginación y sensibilidad durante días enteros.

Ambos cuentos podrían publicarse por separado, en antologías o en revistas, y funcionar igualmente bien. Pero en el contexto del libro sus vínculos con los que los rodean son evidentes. Las formas en que quedan establecidas esas conexiones, además, son variadas; por ejemplo, si bien ninguno de los relatos es instalado en el mismo universo narrativo que los demás -al menos en un sentido fuerte, es decir, compartiendo explícitamente personajes e historias-, ciertas figuras recurrentes parecen sugerir una continuidad, sin llegar a instalarla nítidamente. El primer cuento, “El chico sucio” (en el que un niño de la calle y su madre adicta a la pasta base parecen involucrados en una serie de desapariciones de niños con fines rituales), establece la posibilidad de un mapa sobrenatural de Buenos Aires, que cuentos como el ya mencionado “Bajo el agua negra”, “Pablito clavó un clavito: una evocación del Petiso Orejudo” y “El patio del vecino” (que retoma el tópico de la criatura demoníaca encerrada entre cuatro paredes por las artes de un no menos extraño dueño de casa) parecen poblar de criaturas tomadas del folclore, de las religiones afrobrasileñas y de otros sincretismos. Otros textos amplían tal geografía por el territorio argentino e incluso paraguayo (“Tela de araña”, con desapariciones inquietantes), de modo que cada uno parece ofrecer un sector de ese mapa.

Hay también pequeños detalles que funcionan para agregar ominosidad a lo narrado y se repiten en algunos cuentos: aquí y allá encontramos alusiones a libros de medicina o anatomía, generalmente antiguos y abandonados por ahí, que parecen apoyar una lectura de Las cosas que perdimos... que privilegia la noción de un cuerpo violentado (agredido, incluso quemado, como se verá más adelante), un cuerpo mutante (como en “Bajo el agua negra”) o aberrante, que desafía las pautas de lo normal o lo establecido y, por tanto, funciona como resistencia ante el poder.

Exploraciones

Leído el libro, además, parece asomar una suerte de enciclopedia del terror en tanto género literario/cinematográfico. Desde el registro sobrenatural de tema pagano a El hombre de mimbre (1973, film referenciado en el cuento “Los años intoxicados”) hasta el terror japonés (incorporado en “Verde rojo anaranjado”) y la inagotable ficción weird lovecraftiana.

Hay también una sutil modulación del tono narrativo o, incluso, de los elementos “de género” (y, para un libro casi totalmente protagonizado o narrado por personajes femeninos, parece necesario aclarar que estamos hablando de “género narrativo”). Muchos de los cuentos (“La hostería”, “Los años intoxicados”, “Fin de curso”, “Nada de carne sobre nosotras”) construyen una tensión inquietante entre la solución sobrenatural de la trama y una posibilidad de lectura realista/psicologista. En aquellos en que esa barrera es superada y lo narrado ingresa de lleno en lo sobrenatural, Enríquez instala otra forma de tensión, entre lo fantástico inquietante/cotidiano y lo más abiertamente weird. Como se dijo antes, ninguno de los textos del libro llega a establecer explícitamente una cartografía fantástica completa o un bestiario a la manera de los Mitos de Cthulhu (R’lyeh, Arkham, Carcosa, Innsmouth, Ulthar, Yuggoth; Cthluhu, Azathoth, Nyarlatothep, Shubg-Niggurath); eso queda apenas sugerido, y el lector espera la instalación definitiva del cuento en un territorio así, sin obtener nunca esa satisfacción o desilusión (depende de desde dónde se lea, claro). En ese sentido, “Bajo el agua negra” es lo más lejos que llega Las cosas que perdimos... en su avance hacia lo weird.

Los dos cuentos que lo siguen funcionan de la misma manera: como culminaciones, concentraciones o no-va-más de ciertas líneas temáticas del libro; ninguno de ellos ofrece una clara lectura sobrenatural o fantástica, sino que más bien acumulan otras formas de significado. “Verde rojo anaranjado” expone, más que ningún otro, esa noción de una “enciclopedia del terror”, listando tipos de fantasmas japoneses y metiéndose con la paranoia de la deep web. Por cierto, una de las ideas más sugerentes e inquietantes del libro está en ese penúltimo cuento: la deriva o desaparición de la gente con la que se chateaba en el pasado.

El último de los relatos -que da título a la obra- es el que logra concentrar en su trama el mayor número de los elementos o procesos en común. Cuento tras cuento va perfilándose una exploración de la violencia perpetrada por los hombres contra las mujeres: la agresión implícita en una falta total de empatía (los esposos idiotas de “Tela de araña” y “El patio del vecino”), una identificación con el asesino serial incapaz de comprender la violencia que ejerce (el protagonista de “Pablito clavó un clavito...”), una violencia literal desde el poder político/policial (“Bajo el agua negra”, “Tela de araña”) y la heteronorma (“La Hostería”) y una respuesta femenina que rechaza el control sobre el cuerpo ejerciendo violencia contra este (“Nada de carne sobre nosotras”), hasta llegar, como concentrado de todas esas formas de agresión y vínculo con otros registros del libro (el del paganismo, el de las mujeres salvajes/ferales/brujas que huyen por los bosques y asoman en varios cuentos), a la quema de la mujer, tema llevado al paroxismo en el texto final.

Es fácil leer estas conexiones como una manera de acercarse a la tremenda complejidad de Las cosas que perdimos en el fuego y, por tanto, a los múltiples niveles del (enorme) logro literario de Enríquez. Un libro como pocos, en otras palabras; sin duda, hay por ahí novelas y compilados de cuentos recientes capaces de maravillar desde su prosa o incluso también desde su ingeniería narrativa; no sé, sin embargo, cuántos de ellos logran lo que este hace con aparente facilidad: quedarse dentro del lector, invadirlo, contagiarlo, hacerlo mutar. En ese sentido, y en tantos otros, es un libro ineludible, imprescindible.

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