Hubo un tiempo en el que una hamburguesa era una hamburguesa. Uno entraba a un almacén y pedía azúcar suelta (en una bolsa de nylon, sin marcas específicas ni garantías nutricionales), y la relación con el plato que llegaba a la mesa en un restaurante sólo estaba mediada por el mozo; uno podía quejarse de que estaba frío, o de que la carne estaba jugosa o seca, pero en términos interpretativos el plato aparecía en la mesa por generación espontánea, sin mucha información sobre los procesos que habían llevado a que ese milagro de ingredientes, temperaturas y reacciones químicas se conjugara en algo servido sobre una superficie de cerámica. En ese tiempo, el chef permanecía oculto en la cocina, reinando en su feudo pero completamente alejado de la vista de los comensales. La comida era comida, y cuanto más se nos hiciera creer que era un regalo de Dios prestidigitado delante de nosotros, mejor.
Aunque el bagaje cultural e identitario de la comida se convirtió, en muchos casos, en uno de los principales elementos aglutinadores de los migrantes y de la relación entre estos y sus países de acogida, hasta hace poco las escuelas de cocina internacionalmente respetadas eran sobre todo la italiana y la francesa. El ascenso de los chefs a un Olimpo compartido por músicos, actores, pintores o aun científicos es un fenómeno relativamente actual, producido por una serie de mecanismos de apropiación, políticos, comerciales y tecnológicos, que terminan conjugándose en algo llamado la cultura foodie (por food, comida), un término acuñado y difundido a partir del libro The Official Foodie Handbook (1985), de Ann Barr y Paul Levy.
Esa cultura fue creciendo en los años 80 y 90 (cuando la locura por el sushi en Estados Unidos fue un acontecimiento casi fundacional y muy particular, considerando que el pescado crudo parecía incompatible con la culinaria clásica de ese país, más bien conservadora y prejuiciosa), y tuvo una especie de explosión en los 2000. Reality shows como Master Chef *se convirtieron en sensación, y los chefs, en personajes cancheros y modernos que van de mochileros por el mundo, probando platos hechos a base de gusanos u hormigas (lejos de la clásica imagen del francés gritón y sorete, momificado en su delantal y su *toque blanche). Mucha gente empezó a preguntar si los ingredientes eran orgánicos (a menudo sin saber qué significaba eso), a sacarle fotos a todo lo que come, a perfeccionarse en la cocina y a militar contra el abuso animal, esparciendo las virtudes del veganismo cual testigos de Jehová del siglo XXI.
Es en ese contexto que se puede entender una serie como Chef’s Table, producida por Netflix, que con dos temporadas ya es una referencia para todos los fascinados con la comida y sus procesos. El origen del programa se puede rastrear en Jiro Dreams of Sushi *(2011), el hermoso documental de David Gelb sobre Jiro Ono, un maestro del sushi de 85 años que sigue perfeccionándose en los platos que prepara desde los 25. Aquel retrato se articulaba desde su vejez y su preocupación sobre cómo sería repartido su legado entre sus hijos, colaboradores en su local para 20 comensales. Ahí ya estaba, en la forma de filmar algunas de las piezas de sushi y en su confección casi en formato de haiku, parte del cuidadísimo estilo visual de *Chef’s Table *(del que Gelb es productor), con abundancia de cámara lenta, planos detalle casi microscópicos, música incidental y un delicadísimo trabajo de edición. Todo lo que en aquel largometraje aparecía diseminado en pequeñas cantidades, en *Chef’s Table se presenta en un tono más romántico y estilizado.
Cada episodio se concentra en un solo cocinero con prestigio internacional. En la primera temporada estuvieron, entre otros, el italiano Massimo Bottura, el argentino Francis Mallmann y el sueco Magnus Nilsson. La segunda parece haberse propuesto dar un paso más allá de la cocina, para detenerse en la forma en que el entorno o la nacionalidad definen a los chefs. La primera parecía concentrarse más que nada en enfoques como el del capítulo sobre Dan Barber, quien buscaba lograr que el sabor de una zanahoria explotara en la boca del comensal, y explicaba el proceso de cultivo y cuidados en su granja para dar con la mejor de las materias primas. En la segunda, ese tipo de búsqueda se intercala de forma bastante evidente con el patrimonio cultural de los invitados. En el capítulo sobre Enrique Olvera, el ingrediente metonímico de toda su mexicanidad es el mole, una salsa autóctona con una caótica mezcla de ingredientes, que de algún modo habla sobre la explosiva combinación de tradiciones de su país. Con el brasileño Alex Atala, el ingrediente que atraviesa el capítulo es la mandioca, que en cierta forma representa no sólo un legado cultural, sino también la unión entre lo moderno y lo antiguo, lo pobre y lo rico, así como el estilo propio de Atala, lleno de tatuajes y deslumbrado por la cultura punk europea, pero con el corazón bien colocado sobre los misterios y encantos de los regalos del Amazonas. En el capítulo del indio Gaggan Anand, la clave es el curry y, más que hablar de alguna de sus preparaciones, se plantea el proceso de aculturación de la comida de India debido a la colonización británica (para los indios no hay nada específicamente llamado “curry”: es un término vago aplicado por los colonizadores a varios platos similares), y así se alude a la necesidad de rescatar la culinaria local del aplastamiento cultural por parte de Occidente.
Distinto es el capítulo sobre el estadounidense Grant Achatz, posiblemente el mejor de la temporada (y, capaz, de la serie). Su perfección no se debe tanto a los platos presentados, sino a la manera en que toda la narración está articulada, haciendo que cada detalle de un plato y su confección se intercale, en una pieza de orfebrería emocional, con la historia del protagonista. En las clásicas magdalenas proustianas que los chefs presentan como su primer acercamiento a la cocina, Achatz cuenta su experiencia al comer pepinillos y papas fritas, y cómo un familiar le explicó la reacción entre acidez, sal y grasa que se produce milagrosamente en la boca, dando sentido a esa conjunción y activando las papilas gustativas. Ese acercamiento casi científico -que parece ser uno de los principales móviles del estadounidense- se resignifica cuando, en el pináculo de su carrera, se entera de que tiene cáncer en la lengua. Se le advierte que probablemente deberán extirparle una parte importante del órgano más preciado de un chef, y que aun así tendrá sólo 30 por ciento de chances de sobrevivir. Achatz logra evitar esa operación, pero en el proceso de su tratamiento con radioterapia pierde las papilas gustativas. Casi sin rumbo, decide volver a las bases y componer sus platos de forma intelectual, demostrando que los sabores y las recetas no están en la boca, sino en la mente. Ahí, la explicación inicial sobre su gusto por las papas fritas y el pepinillo deja de ser un mero detalle del pasado, para convertirse en el centro emocional e intelectual de la historia.
Más allá de los recursos narrativos y las metáforas, lo que hace distinta a Chef’s Table es cómo está filmada la comida. Muchos podrán quejarse del uso desmesurado de las cámaras lentas y de una especie de criterio de aviso de perfumes, pero hay pequeñas minucias, detalles y peculiaridades en la fotografía y el ritmo que muestran un especial respeto a la idea del plato y el estilo del chef. Cuando Atala desescama un gigantesco pez de río vemos una labor titánica, con las escamas saltando por la fricción de su cuchillo como piezas plateadas de una armadura de acero. Los platos de la eslovena Ana Ros son filmados desde una especie de ensueño en el que parecen pequeños trozos de un planeta desconocido, la comida que podría haber estado en una mesa de Alicia en el País de las Maravillas.
Siempre creí que un genial ejercicio para una escuela de cine sería presentarle a los estudiantes una sandía y decirles que la filmen desde diferentes géneros. Con una sola cámara y sin ningún elemento extra, filmar una sandía como en un thriller, una película erótica o una de terror. *Chef’s Table *logra tocar esa fibra mágica de la comida, algo que sólo se había visto en todo su esplendor en la descripción de cómo comer ramen de la hermosa película *Tampopo *(Juzo Itami, 1985). Los uruguayos seguimos siendo conservadores, aferrados a nuestras milanesas, muzarelas y chivitos, pero programas como este hacen ver que esa simplicidad es la de un mundo que se está desintegrando ante las virtudes de lo fascinante.