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Dadá, el cambio radical del siglo XX, de Jed Rasula. Anagrama, 2016. 455 páginas.

Dadá manda

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Poco importa si fue en el cabaret Voltaire hacia octubre de 1916 que nació Dadá, o si Tristan Tzara y otros tantos futuros dadaístas ya habían activado su máquina antiartística ahí mismo, en Zúrich, durante los años anteriores a la Primera Guerra Mundial. Quizá faltaba articular la palabra a la que luego se le buscarían significados en todas las lenguas y en ninguna (los dadaístas rusos, de hecho, evitarían hablar de dadá porque, para ellos, sonaba a sí sí), pero el espíritu ya estaba allí. En cualquier caso, después de los meses de vida de aquel cabaret, con sus coreografías de jazz, sus insultos al público, sus tomatazos a los performers, sus trifulcas, sus recitados de poesía fonética, su serie de manifiestos contradictorios y sus disfraces y fotos graciosas, Dadá se expandió (sus agentes lo compararían con un “microbio”) o, mejor, reapareció en Berlín, en París y en Nueva York, con máscaras diferentes en cada una de estas ciudades. En París, por ejemplo, André Breton quiso darle la forma de un movimiento organizado, con las excomuniones y jerarquías que luego impondría al surrealismo (algo así como una planta que le nació a Dadá, para usar la imagen de Felisberto, que sin duda se habría divertido tocando el piano en el cabaret Voltaire) para finalmente ahuyentar a toda, o casi toda, la gente interesante.

Nueva York aportó a Man Ray y alojó las primeras muestras de los ready-mades de Marcel Duchamp, quien allí mismo presentó a cierto concurso un orinal firmado “R Mutt” y titulado Fuente, gesto que fundaría buena parte del arte del siglo XX; en Berlín, a la vez, se armó la Primera Feria Internacional Dadá, en 1920, que sentaría las bases para todas las muestras o exhibiciones en las que lo exhibido se funde de alguna manera con el espacio de la exhibición. Y podríamos seguir: capítulos menores de Dadá aparecieron en Colonia, en Holanda (una escena más centrada en la poesía, con abundantes publicaciones de trabajos de Hugo Ball, Hans Arp y el greatest hit dadaísta Anna Blume, de Kurt Schwitters), Italia e incluso Tokio.

Siguieron toneladas de “ismos” y después, en 1977, el cuarto disco solista de Brian Eno, Before and After Science, incluyó un homenaje a Kurt Schwitters titulado “Kurt’s Rejoinder”; casi dos años después, la banda Talking Heads (producida por Eno) incluiría en su disco Fear of Music el tema “I Zimbra”, cuya letra era una ligera reforma del poema “Gadji beri bimba”, de Hugo Ball. Esa misma poesía fonética había aparecido también en las vocalizaciones de Kenji Damo *Suzuki para la banda alemana Can; y ya que estamos hablando de krautrock, Faust incluyó en su disco de 1973 -The Faust Tapes*- una composición titulada “Dr. Schwitters”.

Volviendo a 1979, tenemos una actuación de David Bowie en Saturday Night Live, donde tocó “The Man Who Sold the World”, “Boys Keep Swinging” y “TVC-15” -junto a Klaus Nomi y el performer neoyorquino Joey Arias- desde el interior de una armadura o armatoste con forma de traje, camisa y moña, muy similar al disfraz que usaba Hugo Ball en el cabaret Voltaire y también al “big suit” (“traje grande”) de la gira de 1983 de Talking Heads. Esto último puede verse en la película *Stop Making Sense * (Jonathan Demme), del año siguiente, cuyo título, algo así como “dejá de tener sentido”, es un imperativo especialmente dadaísta.

Por supuesto, Cabaret Voltaire es también el nombre de la banda pionera del rock industrial, fundada en 1973 en Inglaterra.

Más tarde -y con esto cerramos el improvisado catálogo de sobrevida de Dadá, armado sin duda desde mis intereses personales- la banda berlinesa Einstürzende Neubauten incluyó una canción titulada “Let’s Do It Dada” en su disco de 2007 Alles wieder offen. El arte del siglo XX -y del XXI- incorporó a Dadá, o Dadá se comió a ese arte, según desde donde se lo mire. Quizá, para seguir la analogía con bacterias y virus, podríamos decir que el arte del siglo XX y XXI -y acá hablamos de música, plástica, literatura y todo lo que se quiera- tiene a Dadá en su ADN.

Retratos de grupo con mascota Dadá

Dadá, el cambio radical del siglo XX, de Jed Rasula, es una excelente biografía grupal del dadaísmo, editada en inglés el año pasado. En sus primeros capítulos se expone el momento original en Zúrich del grupo, y después se narran las historias de Dadá en las ciudades mencionadas más arriba. Rasula, por cierto, no se molesta en intentar una definición o en tratar de explicarnos qué demonios era/significaba/quería ser/pretendía Dadá; al contrario, deja bien claro -como si se retomara la teología negativa de Juan Escoto Erígena- que la única vía posible para captar de qué se trataba es decir lo que Dadá no es: no es un movimiento de vanguardia (de hecho, era común denostar desde este al futurismo y al cubismo), no es un movimiento artístico, no es una estética organizada, no es un movimiento reducible a un manifiesto, no es un intento de “construir” algo sino, en todo caso, de negar y destruir los despojos de un arte anterior.

De hecho, señala Rasula en el capítulo dedicado a Dadá en París, los intentos de Breton de crear algo así como una “ortodoxia dadaísta” sólo sirvieron para dejar claro que eso no era dadaísmo (sería surrealismo, un poco después); a la vez, la única manera de ser dadaísta era estar en “contra” del dadaísmo, y tanto en Zúrich como en Berlín era común que los dadaístas hablaran de “Dadá y Antidadá”, así como también del padre Dadá (que lo sabe todo pero calla) y del Superdadá.

Por supuesto que acá es visible cierta simpatía por la patafísica de Alfred Jarry, uno de los autores usualmente reivindicados por los dadaístas, que también eran lectores atentos de Stéphane Mallarmé, cosa que en una primera mirada podría parecer paradójica, pero que se vuelve más bien todo lo contrario si pensamos la poesía de Mallarmé en el contexto de la relación entre escritura y azar. “La destrucción fue mi Beatriz”, había escrito el poeta francés, y no cabe duda de que los dadaístas se tomaron esa idea muy en serio. Y en broma; las dos cosas a la vez. Para hacerlo, atacaron al arte como institución, a las “bellas letras”, a la música “seria”, a la solemnidad del Arte con mayúscula; hay quien ha querido leer en lo que hicieron, además, un rechazo a la lógica burguesa y capitalista que había llevado a Europa a la guerra.

Del libro de Rasula merecen especial atención los capítulos dedicados a Duchamp y a Kurt Schwitters, en los que la escritura pasa de mostrar un simple panorama (como podría parecer en los momentos más tenues del libro, en los que lo ofrecido parece más bien una crónica de eventos dadaístas y publicaciones) a convertirse en un ensayo apasionado sobre esos creadores. Así, las descripciones de Rasula de la primera casa-escultura erigida por Schwitters en Hannover (el Merzbau, tristemente destruido en 1943 debido a un bombardeo) son de lo más expresivo del libro y resonarán emotivamente, sin duda, en todo aquel que, como este reseñista, encuentra placer estético en la chatarra, los basureros, los cementerios de aeronaves, las carrocerías apiladas en desguazaderos suburbanos y las pilas de paleotecnología en las ferias vecinales.

El último capítulo del libro rastrea eso que más arriba quedó señalado como la “sobrevida” de Dadá, y aparecen referencias a La tierra baldía, de TS Eliot, editada por Ezra Pound con “métodos” dadaístas, al “reconocimiento […] del potencial artístico de la basura y el revoltijo, de los escombros y el caos [que] ha tenido un impacto duradero en el arte posterior”, al llamado Álbum blanco (1968) de The Beatles (“testimonio de ese enorme espacio en blanco que Dadá había depositado en el mundo”), a la obra temprana de Jean-Michel Basquiat, a las películas de los hermanos Marx, al punk, al neodadaísmo de fines de los años 50, a Monthy Python y a la obra de Richard Hamilton y de James Rosenquist. La lista podría seguir, pero no vale la pena: basta con mirar en derredor: Dadá, a su contradictoria manera, triunfó.

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