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Concentración frente a un mural del cantante mexicano Juan Gabriel, el domingo, en Ciudad Juárez, México. Foto: Herika Martínez, Afp

Un charro de lentejuelas

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Juan Gabriel (1950-2016).

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Se murió Juan Gabriel. Seguramente para la mayoría de los uruguayos no sea algo mayormente relevante, pero para alguien que vivió en México es una noticia frente a la que es imposible permanecer neutral. Viví en México hasta los cinco años, a fines de los 80. Por aquel entonces él era un semidiós: su disco Recuerdos, volumen 2 se convertía en el larga duración más exitoso en la historia de México (al día de hoy lleva vendidas más de 18 millones de copias) y la canción “Querida” ocuparía el primer puesto de ventas durante un año entero.

Pese a mi nacimiento en Montevideo, fui un perfecto mexicano hasta que mis padres decidieron volver a Uruguay. Mi magdalena proustiana musical más antigua es estar sentado en el asiento trasero del auto, rumbo a Manzanillo, con la humedad del Pacífico filtrándose por la ventanilla y sintiendo miedo de que se volara un cocodrilo inflable que iba cuidadosamente atado a la baca, mientras en la radio sonaba “Debo hacerlo”, de Juan Gabriel. Es uno de esos temas de los años extravagantes del cantautor, con el histrionismo en su grado más alto, conjugándose con las libertades artísticas brindadas por un éxito descomunal, los sintetizadores disponibles para rellenar todos los espacios imaginados e inimaginables que dejaban libres los instrumentos clásicos, y los excesos propios de una época obsesionada por lo cromado, futurista y over the top.

La canción dura nueve minutos y 34 segundos, está plagada de guitarras flamencas, puentes y pasajes instrumentales de bajo y sintetizadores, breaks percusivos y repeticiones y variaciones que en algún punto le dan un aire de remix inconsciente de sí mismo. La forma más ilustrativa de entender la extravagancia de esa canción (y quizá también la de México en aquellos años) es ver en Youtube una presentación en vivo para Televisa en la que Juan Gabriel baja por unas gargantuescas escaleras, vestido con un traje plateado, camina, baila y se lamenta entre columnas falsas, helechos y bailadores de flamenco descamisados. Hacia el quinto minuto, la presentación y la coreografía se estiran hasta perder sentido, y Juan Gabriel exagera aun más un playback súper evidente mientras mete al azar giros, palmas, braceos y quiebres de cadera, junto a un cuerpo de baile en el que hombres y mujeres revolotean a su alrededor como si todo fuera parte de una gran metáfora que nunca se llega a entender del todo. Lo que importa es que, pese a todo lo fallido y francamente ridículo, uno no puede sacarle a Juan Gabriel los ojos de encima.

Aquel recuerdo permanece como un mosquito fosilizado en una piedra de ámbar. En un momento, Juan Gabriel decía: “Me ata, me araña / me muerde, me daña, me hiere de más / me enferma, me hunde / me quema, me mata al final”, y yo había interpretado libremente que era sobre un vampiro. Realmente no había en la canción nada relacionado con los vampiros, pero la infancia es un tiempo en el que uno puede torcer la realidad hasta que se acomode a algo más acorde a sus intereses. Pero hoy, al escuchar “Debo hacerlo”, me sorprende darme cuenta de que mi interpretación tenía algo de intuitivo. En primer lugar, sobre esa soledad como algo vampírico, que lo consume a uno y lo mete en un círculo cerrado en el que hay cada vez más ansias y cada vez más alejamiento; por otro lado, Juan Gabriel, un hombre del que por aquel entonces no sabía nada, tenía entonces una vida tan privada que había en él algo de Drácula deambulando en su castillo.

Nacido Alberto Aguilera Valadez en 1950, provenía de una familia de campesinos pobres de Parácuaro, Michoacán. Cuando apenas era un bebé, su padre quemó accidentalmente las parcelas de unos terratenientes vecinos; se afligió tanto por ese error (temiendo demandas y endeudamientos imposibles de costear), que intentó suicidarse arrojándose a un río. Fue rescatado, pero lo internaron y ninguno de sus familiares lo volvió a ver. Sola y con diez hijos a cargo, la madre se trasladó a Ciudad Juárez, dejando a Alberto en un centro para menores, donde vivió ocho años. A los 14, ya fuera de allí, empezó a cantar en boliches de frontera (entre ellos el Noa Noa, lugar que dio nombre a uno de sus primeros hits), haciendo viajes intermitentes a la capital en busca de una compañía disquera interesada en su trabajo. En una de esas ocasiones fue acusado de un crimen y quedó preso más de un año y medio. La cárcel le brindó su escalón a la fama: los presos aplaudían sus dones musicales, y los encargados del centro de detención le presentaron a la cantante Enriqueta Jiménez (más conocida como La Prieta Linda), por entonces una celebridad, que no demoró en mover influencias para sacarlo de allí y conseguirle un contrato con RCA.

Después la historia siguió el curso más típico: éxito inmediato con “No tengo dinero” (1972), y una vida alternando entre hits propios y composiciones para otros, que lo convirtieron no sólo en el artista con más ventas en la historia de la música mexicana, sino también en un multimillonario por las regalías y derechos de autor.

Desmontando al mariachi

Lo que siempre hizo diferente a Juan Gabriel fue su presencia escénica. Por los tiempos en que yo era un niño, corría la voz de que era gay. Teniendo en cuenta su manierismo, sus pequeños desvanecimientos simulados, sus trajes de lentejuelas y sus contoneos, resulta graciosísimo que fuera un rumor y no algo tan obvio que no valiera la pena mencionarlo, y eso parece hablar más de México que de Juan Gabriel. Es curioso señalarlo, pero el machismo muchas veces incluye invisibilidades que dan más espacio a la libertad que una cultura más abierta y autoconsciente. En un entorno tan marcado por el mito de la hombría, uno de los elementos más significativos de la figura de Juan Gabriel era que desmontaba la imagen típicamente masculina del mariachi, convirtiéndola en algo extravagante, histriónico, un terreno minado lleno de microexplosiones, tragedias encapsuladas en un quiebre de muñeca y sollozos contenidos al borde del micrófono.

De alguna manera, lo poquísimo de lo femenino que Juan Gabriel no podía poner en escena terminaba en temas escritos para sus amigas, como una especie de Cyrano de Bergerac de la feminidad, con hits instantáneos para intérpretes como Daniela Romo, Lola Beltrán, Angélica María y -sobre todo- Rocío Durcal.

Nunca hubo una declaración oficial para salir del clóset. Viéndolo en retrospectiva, esa vida estrictamente privada (un resabio de otra era del espectáculo, en la que era posible mantener un secreto) era un gesto más subversivo que la ya repetidísima nota de tapa, la confesión con lágrimas en un programa de televisión o los enlaces aprobatorios compartidos en Facebook. Desligarse de cualquier etiqueta le permitió hacer del mariachi o el cantante pop algo mucho más amplio e independiente. En definitiva, todo parece resumirse en ese icónico momento en que un periodista le preguntó a Juan Gabriel si era gay, y él contestó: “Dicen que lo que se ve no se pregunta, m'hijo”.

Inventario de una canción

Cuando vine a Uruguay, descubrí que Juan Gabriel prácticamente se escuchaba sólo en mi casa. Aquello se convirtió en algo más bien molesto, que representaba el gusto de mi padre, todavía atrapado por cierta nostalgia de México. Con una adolescencia entregada al adoctrinamiento del rock y todo lo que se suponía bueno y auténtico, recién pasados los 20 volví a ver el concierto que Juan Gabriel hiciera en el Palacio de Bellas Artes en 1990. Entonces comprendí, más allá de algún filo nostálgico, la magnitud de todo lo que era en escena. Fue posiblemente el momento más brillante de su carrera, en el que acentuaba el histrionismo de los 80 pero con otra madurez y elegancia, más gay que nunca y con una especie de libertad jamás vista antes, como la de alguien que ya no tiene nada que ocultar. Por momentos, parece algo así como el Live at the Apollo de la música mariachi (aunque Juan Gabriel toca todo en un formato más pop, alternando música ranchera, boleros, disco y rumba flamenca).

“Hasta que te conocí” posiblemente sea uno de los videos de Youtube que más he visto. Al principio se lo mostraba a mis amigos señalando todo lo bizarro que contenía; más tarde me deslumbró una y otra vez lo que parecía la filmografía entera de Pedro Almodóvar comprimida en diez minutos. Lo recuerdo con la minuciosidad de un storyboard. La forma en que grita “de eso y muchiiias cosas más”; el delay de la voz retumbando en el Palacio al cantar y repitiendo las últimas palabras de los versos “yo jamás sufrí / yo jamás lloré”; la entrada de los vientos, y Juan Gabriel que hace un amague de meneo y le dice al público “no me provoquen”; un contoneo con movimiento de hombros que me recuerda a los videos de Diego Maradona dominando la pelota en los calentamientos previos a los partidos de Napoli; la manera en que, de golpe, la música calla y él dice, a todo pulmón: “Pero desgraciadamente, era una noche como esta”, chasqueando los dedos y culminando con “cuando te encontré”. Conozco el pelo canoso del director de orquesta, el bigote del primer trompetista, los hombros de los violinistas que cantan el tema mientras tocan y parecen más sueltos que los propios mariachis. Conozco cada aplauso, las hombreras de una señora del público y la cara de cada uno de mis amigos la primera vez que les mostré el video.

Hay muchas otras versiones. Está el Juan Gabriel jovencísimo, de moño dorado, cantando “No tengo dinero”. El de saco y corbata confesándose con Rocío Durcal: “Fue un placer conocerte”. El de corte Príncipe Valiente cantando el michaeljacksoniano “Pero qué necesidad”. El Juan Gabriel de buzo exageradamente escotado, rodeado de velas solemnes en “Querida”. El de los últimos conciertos, gordo, hinchado por el bótox y el colágeno, envuelto en un traje blanco que por su holgura le da un aire de pai.

Sin embargo, para mí Juan Gabriel siempre va a ser el de la chaquetilla de charro negra, con calados y botonaduras doradas, de “Hasta que te conocí”. Veo el video mientras corrijo la nota y siento como una fechoría que sea un uruguayo de pantuflas quien esté escribiendo esto, y no Pedro Lemebel. El cuarto está en penumbras, y ahora nos encontramos mi yo de cinco años, mi yo de 15 y mi yo de 30; sólo podemos sentarnos los tres a esperar, una vez más, a los 2.07, el momento en que dice “hasta que”, queda en silencio, le da un golpecito de puño al micrófono y retoma “hasta que te conocí”, con su cara crispada de dolor y las guitarras y los violines entrando a mi habitación como una nube huérfana del temporal de Santa Rosa.

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