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Gene Wilder y su esposa Gilda Radner. Foto: Mychele Daniau, Afp (archivo, setiembre de 1984)

Detrás de esos ojos azules

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Gene Wilder (1933-2016).

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Para los crecidos en las décadas de los 70 y 80, el rostro de Gene Wilder y la clara mirada con la que observaba las situaciones disparatadas que le ocurrían son parte de interminables veladas en los cines de barrio -o junto a unos amigos con un VHS-, viendo una y otra vez películas como El joven Frankenstein, Ciegos, sordos y locos o Locuras en el Oeste, de una efectividad hilarante que poco se ha desteñido con el tiempo, y que en su momento eran todo lo que se podía esperar de una comedia. Protagonizó esos clásicos y muchas otras películas menos memorables, pero su nombre en el elenco era una señal inconfundible de que la cosa venía para el lado de las risas. Algo casi accidental, si se tiene en cuenta que Wilder, que nació con el nombre Jerome Silbermann, tuvo una infancia y una adolescencia difíciles -sufrió terribles acosos por ser judío- y comenzó su carrera como actor shakesperiano, hasta que por casualidad una compañera de reparto le presentó a su novio, el director y actor Mel Brooks. La sintonía entre ambos fue instantánea, y Wilder, reconvertido rápidamente por Brooks en comediante, protagonizó o tuvo roles esenciales en los tres mayores clásicos del director, The Producers (1968, conocida en español como Los productores o Con un fracaso, millonarios), Locura en el Oeste (1974) y El joven Frankenstein (también de 1974). Esta última -posiblemente la obra cumbre de Brooks- surgió por una idea del propio Wilder, quien fue además uno de los guionistas.

A pesar de su graciosísimo histrionismo, como muchos comediantes, Gene Wilder era un hombre más bien melancólico. Su tercer matrimonio, con la brillante actriz y comediante Gilda Radner fue una de esas historias de Hollywood tan románticas como trágicas. Flechados instántaneamente desde que se conocieron en el set de Hanky Panky (Sidney Poitier, 1982), formaron una admirada pareja tanto sentimental como artística (coprotagonizaron tres films, dos de ellos dirigidos por Wilder) hasta que Radner falleció en 1989, víctima de un cáncer de ovarios que no fue tratado a tiempo por un error de diagnóstico. El desolado Wilder dedicó su fama y recursos a financiar investigaciones sobre esa clase de cáncer, ayudó a crear el Centro de Detección del Cáncer de Ovarios en Los Ángeles, y cofundó el Gilda Club, un grupo de apoyo orientado a concientizar acerca de esta enfermedad y prevenirla, que hoy en día tiene sedes en las principales ciudades de Estados Unidos.

Wilder, que funcionaba mejor como integrante de una banda que como solista, no sólo tuvo estas sinergias creativas con Brooks y Radner, sino también con el que tal vez haya sido el comediante estadounidense más formidable de la década de los 70, el enorme Richard Pryor, a quien recomendó como coprotagonista cuando le ofrecieron el rol principal de la comedia policial Silver Streak (Arthur Hiller, 1976). Pryor era un fenómeno imbatible en sus shows de stand-up y sus discos de comedia, pero nunca había podido trasladar su talentoso desempeño a la pantalla grande, hasta que la compartió con un igual del calibre de Wilder y formaron el primer dúo de comedia interracial exitoso del cine de Hollywood. Repitieron la experiencia tres veces, incluyendo la ya clásica Ciegos, sordos y locos (también de Hiller, 1989).

Toda la química que el dúo de comediantes demostraba en pantalla desaparecía cuando dejaban de estar frente a las cámaras. Wilder era siete años mayor que Pryor y un hombre tranquilo y hogareño, mientras que su colega era un torbellino salvaje propulsado a cocaína y muchas otras drogas, y no fue ningún secreto el escaso afecto personal que se tenían. Pero según Rain Pryor, la hija de Richard, había entre ellos un reconocimiento artístico absoluto, y cada uno era consciente de que el otro era un genio de la comedia. De hecho, la dinámica entre el nervioso y delicado judío de ojos azules que era Wilder y el extrovertido e irascible carisma callejero del negro Pryor es un ejemplo de cómo dos aparentes opuestos pueden complementarse a la perfección, en un plano de virtuosismo actoral totalmente equilibrado.

Wilder, de salud frágil y bastante desilusionado con el cine, se había alejado de las cámaras hace ya muchos años (su última película se estrenó en 1991) y se dedicaba a una actividad que prefería abiertamente a la actuación: la escritura. Aunque sobrevivió al cáncer, el lunes falleció a los 83 años, a causa de complicaciones relacionadas con la enfermedad de Alzheimer, mal que sufría desde hacía tres años, pero que había mantenido en secreto para no entristecer a sus fans. Uno de los que sabían de esto era su amigo Mel Brooks, que en el mismo día de la muerte de Wilder, visiblemente conmovido, le dijo al conductor de televisión Jimmy Fallon, en The Tonight Show, que aunque sabía que el final estaba próximo, “cuando sucede, sigue siendo tremendo, un gran shock. Todavía estoy adaptándome a eso, que no haya más Gene. No puedo llamarlo. No puedo. Él era una parte tan maravillosa de mi vida”. Lo mismo que las películas de este hombre para muchos otros millones.

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