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Gilda.

La abanderada de la bailanta

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“Y no me importa nada, porque no quiero nada / y aprenderé cómo duele el alma con un adiós. / Porque tengo el corazón valiente / prefiero amarte y después perderte”. Si bien a pocos días de lanzar “La puerta” (1993) Gilda ya encabezaba los ránkings de las radios, Corazón valiente (1995) potenció su consolidación popular -con un doble disco de platino, que en Argentina se otorga por vender 80.000 unidades-, y evidenció eso que sus seguidores ya sospechaban: había logrado que la vida vibrara en su obra, contradictoria, imprevisible, real.

La santa de los pobres y los olvidados llegó a la movida tropical junto a otra reina de las bailantas, como Gladys, la Bomba Tucumana, pero a diferencia de ella, Gilda no era una más de las vampiresas escotadas y exuberantes que pueblan ese mundo. Con ella se reconfiguró el paradigma: venía de una familia de clase media y escuchaba rock. Su primer desafío fue crear una obra que su público, además de bailar, también escuchara, y a partir de esa preocupación apostó por mayor contenido en las letras, introduciendo en el panorama tropical cierta rebeldía femenina (“pasito a pasito yo voy a dejarte / el vino y las mujeres van a traicionarte”). Con su cuerpo flaco y aparentemente débil, logró que sus shows comenzaran a poblarse de mujeres y que el público la amara como a pocas, pese a que su carrera fue brevísima. El 20 de diciembre de 1990 no soportó más y decidió presentarse a un casting. “Hola. Me llamo Miriam Alejandra Bianchi pero me dicen Shyll. Vengo por el aviso”, dijo con su sonrisa tímida pero carismática. Todavía no lo sabía, pero esa apuesta casi improvisada definió el rumbo de su vida: abandonó su trabajo en el jardín de infantes de su madre y se impuso a su marido y al modelo de maternidad que se le exigía. Se calzó sus botas blancas, su inolvidable minifalda de cuero y su chaleco, y salió a conquistar una movida que no conocía pero que de seguro intuía. Con una resolución que la hizo capaz de imponerse a los pesos pesados del ambiente, a Gilda no la doblegaron los rechazos de los productores. Cuando se encontraba en el mejor momento de su carrera -1996-, y viajaba de un show a otro en Entre Ríos, un camión embistió al ómnibus de la banda. Así, en una noche de lluvia y frío, murieron, además de tres músicos de su banda, Gilda, su madre y su hija mayor, como en un acuerdo para evitar los duelos.

“Nadie piensa en el verano cuando cae la nieve”

Al gran mito popular de la cumbia argentina, la que tocó para los presos bonaerenses, a la que todos quieren escuchar, o rezar, o bailar, se la despidió con el dolor y el desconsuelo de las muertes tempranas y trágicas. Ese es el puntapié inicial de Gilda, no me arrepiento de este amor: la película comienza con el plano fijo de un ataúd, filmado desde adentro del coche fúnebre, mientras afuera la procesión acompaña en silencio. El film se destaca por su factura técnica y por la confección del relato, que mantiene un ritmo, una estética y un tono sorprendentes, aunque se trate de una biopic convencional. La dirección está a cargo de la documentalista argentina Lorena Muñoz, conocida en el ambiente por haber filmado un elogiado documental sobre la tanguera Ada Falcón (Yo no sé qué me han hecho tus ojos, 2011) y una minibio sobre Gilda para el canal Encuentro. Con este trabajo, Muñoz debuta en el largometraje de ficción y apuesta por una historia compacta, con una línea narrativa central que se extiende de 1991 a 1996. El único detalle discutible de esta película concluyente y emotiva es el exceso de corrección y la omisión de cuerpos pegajosos, de esas noches de sudor y baile que inician la historia. Eso que desborda, por ejemplo, la magnífica Gatica, el mono (1993), de Leonardo Favio, también sobre un mito plebeyo, que marcó un hito en la cinematografía argentina.

Luego de aquella primera escena, la historia retrocede a la muchacha que aún no era Gilda -sobrenombre que adoptó en homenaje a Rita Hayworth, por su papel en la película del mismo nombre (Charles Vidor, 1946)-. Se la registra en el jardín de infantes, rodeada de niños, o cumpliendo un rol abnegado de madre y ama de casa. Por momentos se regresa a su infancia mediante flashbacks que retratan el cercano vínculo con su padre (interpretado por Daniel Melingo), del que heredó la pasión por la música, y se llega al momento de inflexión de su vida. En paralelo, se reproduce la estética de los 90, década en la que estalló la movida tropical en Argentina, y vemos tanto la resistencia de su marido (Lautaro Delgado) a la carrera que ella emprende como la oposición del ambiente a una mujer que no venía del palo, y a la que acusaban de no representar la versión argentina de la cumbia.

El notable Roly Serrano (Mundo grúa, de Pablo Trapero; Juventud, de Paolo Sorrentino) vuelve a componer un personaje temible: en este caso, el del Tigre Almada, empresario y primer mánager de la banda de Gilda, que contaba con un prontuario interesante y regenteaba buena parte de los boliches porteños (el músico Toti Giménez, que integraba la banda, contó que estuvieron peleados con Almada por mucho tiempo y que por eso a ciertos bailes no podían entrar, además de que sufrieron amenazas. Una noche les cortaron los frenos de una combi, otra les tiraron agua en la consola, y una madrugada llamaron a la casa de la madre de Gilda: cuando atendió, creyendo que hablaban con su hija, espetaron: “Esta noche te vamos a poner dos tiros”).

La reina de este logrado homenaje es Natalia Oreiro, que con este trabajo alcanza su papel consagratorio. Es patente la transformación que alcanza, logrando incorporar no sólo el carisma, la energía y la intensidad de Gilda, sino además su gestualidad característica y su modo de vincularse con el público, los músicos y los niños. La segunda sorpresa viene por su desempeño como cantante: logra reproducir aquel timbre agudo y suave, e incluso esa cadencia gildera tan recordable. Su Gilda Milagrosa -aunque la cuestión de la presunta santidad, por suerte, queda al margen de la película- despliega una complejidad de matices y supera a la Eva de Wakolda, a las Cristinas de Infancia clandestina y Francia, y a la Natalia de Miss Tacuarembó.

Gilda, no me arrepiento de este amor registra la doble transformación de la bailantera, tanto en la vida pública como en la privada, a medida que sigue el recorrido frenético por el que se convirtió en una figura transversal, logrando seducir incluso a militantes anticumbia y a gente de los sectores sociales más impensados, al tiempo que se dedicó a escuchar a su público y a dedicarle temas sobre distintas versiones del amor. Algunos de ellos, como “Paisaje”, “Pasito a pasito”, “Corazón valiente” o el que da título a la película, se han convertido en verdaderos himnos de la memoria tropical rioplatense.

Muchos la escuchan convencidos de que canta más allá de las mafias bolicheras, de los negocios disqueros y del circo mercantil. Así como sucedió con Rodrigo, Gatica o Gardel, el pueblo se apropió de ella. Como ya se ha dicho muchas veces, los ídolos son la venganza emblemática de los olvidados. Y todo hace pensar que esto es apenas el principio, porque parece difícil que Gilda vaya a extinguirse alguna vez. Más bien seguirá brindando, aunque sea por los fracasos de un amor.

Gilda, no me arrepiento de este amor

Dirigida por Lorena Muñoz. Argentina, 2016. Con Natalia Oreiro y Javier Drolas. Grupocine Ejido y Punta Carretas; Life Cinemas Costa Urbana y Punta Carretas; Maturana; Movie Montevideo, Nuevocentro, Portones y Punta Carretas; Ópera; shoppings de Punta del Este, Rivera y Salto.

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