Hay una tradición en Hollywood de planos iniciales extensos y con un patrón hipercomplejo de movimientos de cámara y puesta en escena -algunos mojones fueron Scarface (1932), Touch of Evil (1958), The Player (1992) y Cradle Will Rock (1999)-. Esta película se suma a tal competencia virtual: aquí se trata de un embotellamiento quilométrico en Los Ángeles, donde más de un centenar de personas deciden abandonar la tensión y la impaciencia, y celebrar la vida bailando arriba y alrededor de los autos. Dura unos buenos diez minutos y es una fiesta de colores, composiciones, alegría y vitalidad. Es recién al final de ese número cuando el tráfico está por volver a fluir, que -siempre dentro del mismo plano-secuencia- se nos presenta a los dos protagonistas, Sebastian y Mia, cada uno en su auto, y que se van a comunicar, fugazmente, por primera vez.
Ese inicio debe ser uno de los despilfarros narrativos más grandes de la historia del cine, en el sentido de que todo ese baile poco tiene que ver con la anécdota y no deja consecuencia alguna -Sebastian y Mia ni siquiera participan en la danza-. Pero aparte del valor intrínseco de asistir a algo tan espectacular y simpático, ese momento cumple diversas funciones: a partir de ese inicio recontra artificioso, las subsiguientes y numerosas irrupciones de canto y baile en este musical trasnochado no necesitarán mayor justificación o preparación. Esa secuencia no sólo establece los códigos del género musical, sino también la ubicación especial del film con respecto a “la realidad”: una especie de evasión expresa y asumida, pero que nunca llega a omitir la conciencia de lo “real”. Que un centenar de personas impotentes decidan, en vez de pudrir sus almas malhumorándose dentro de sus autos, comulgar y festejar juntas la belleza de un día soleado, no es algo que “haya pasado” a un nivel de la realidad anecdótica, sino más bien una posibilidad, un mundo alternativo: en cuanto termina la escena y vemos por primera vez a Sebastian y Mia, están tan tensos, malhumorados, aislados y enajenados como probablemente habrían estado, en “la realidad”, todos los demás. La escena del baile se vincula especialmente con el título de la película: el diccionario Merriam-Webster define la-la land como “un estado mental eufórico y onírico que se aparta de las realidades más duras de la vida”. Se supone que la etimología deriva del tarareo de las canciones, pero en el título, sin el guion, evoca también a la ciudad de Los Ángeles (abreviada usualmente LA), homenajeada por el film. En esta escena en particular, es como que la ciudad canta.
Después, la ciudad va a ser más bien la ambientación, y quienes van a cantar y bailar serán sobre todo Sebastian y Mia. Seguirán el trayecto habitual en las comedias románticas (encuentro inicial sin encanto, enamoramiento, felicidad, escollos), pero con un final agridulce que, en alguna medida, nos despierta del estado “la-la land”. La película rinde tributo a musicales de diversas épocas, sobre todo hollywoodenses, pero no sólo (hay también una clara influencia del francés Jacques Démy). Uno reconoce elementos de la estructura anecdótica de las películas con Fred Astaire y Ginger Rogers (cuyos personajes principales son artistas talentosos que tienen que dar una larga pelea por el éxito), y elementos estilísticos de los films con Gene Kelly (con el aporte del color y esa oscilación entre escenarios naturalistas y escenas de imaginación en ambientaciones más fantasiosas y alevosamente “de estudio”). La dirección de arte preciosista privilegia la armonía visual por sobre el naturalismo (no hay imagen en la que el vestido de Mia no haga algún tipo de rima o de contraste impactante con la escenografía). La iluminación tiene un criterio teatral: en cuanto un personaje empieza a cantar, su entorno tiende a oscurecerse, destacando a quien canta sin más justificación que la expresiva.
La película se divide en cinco secciones (“Invierno”, “Primavera”, “Verano”, “Otoño” e “Invierno... cinco años después”), que corresponden a los cuatro actos habituales más un extenso epílogo, y la tipografía con que aparecen indicadas las secciones remite a inicios de la década de 1930 (es decir, los primeros musicales). Está filmada en CinemaScope e introducida con el logo de ese formato ya en desuso (creado en 1953). Hay una sensacional secuencia de montaje (con vasos de champán y letreros de neón) a la vieja usanza, para expresar el paso del tiempo. La música está alevosamente pregrabada y no hay ningún empeño en darles a las voces cantadas una presencia naturalista en la imagen (todo suena a estudio de grabación). Quienes bailan siempre son mostrados en plano entero y sin cortes (la adhesión a los planos continuos es incluso más radical que en los números de danza del período 1930-1960, que tenían pocos cortes, pero tenían). La primera escena en el club de jazz es introducida con una sucesión de breves primeros planos de cada instrumento, como en una película muda, incluido el cliché del travelling out desde la campana de la trompeta.
La película no es un blockbuster en su formato ni en los resultados de taquilla, pero las recaudaciones triplicaron el presupuesto y fue un contundente “éxito de estima” (crítica, premios y encuestas). Es interesante observarla como parte de un fenómeno que incluye a la también oscarizada El artista (2011) y a Whiplash (2014, anterior entrega de Chazelle). Incorpora y amplifica una ansiedad por regresar a ciertos estándares de “calidad” de antaño. Hay un diálogo que explicita cabalmente lo contradictorio de esa postura, cuando Keith le cuestiona a Sebastian que es un purista del jazz: “¿Cómo vas a ser revolucionario si sos tan tradicionalista? Estás atado al pasado, pero el jazz es sobre el futuro”. Esa contradicción nunca se resuelve. Además del propio carácter de musical que tiene la película, hay varios homenajes a expresiones que no están en la cresta de la ola: el sistema de estudios de Hollywood, los planetarios, el jazz, el teatro independiente, el cine Rialto -que daba a la calle, pasaba una sola película por vez y proyectaba clásicos en fílmico, y que es aludido por la película incluso en su función como lugar de la primera cita y del primer beso (esa escena, por supuesto, concluye con un cierre de iris)-. El tema de amor de Sebastian y Mia, tocado por él al piano, es un valsecito.
El tono es muy distinto del de los musicales recientes de Broadway (tipo Los miserables). La música no es operística y las canciones son relativamente sencillas. Las partes vocales están cantadas por los propios actores, y ninguno de ellos tiene un vozarrón ni una técnica canora especialmente notable. Así que no hay ostentaciones vocales sino, al contrario, cierto espíritu indie, de cosa técnicamente suficiente pero frágil. Lo mismo pasa con el baile, muy correcto pero que ni araña el virtuosismo corporal de Astaire, Rogers o Kelly. Son elementos que colaboran con el entrecomillado omnipresente en la película: es una alusión que no pretende ser la cosa misma.
El virtuosismo se traslada entonces a la realización, que es, en este sentido, tan espectacular como los aplaudidos tours de force recientes de Alejandro González Iñárritu, pero con la ventaja de ser menos aparatoso y pretencioso, y más lúdico. Hay que ver el control del ritmo de montaje, y muy especialmente su coordinación con la música (véase el episodio en la piscina). Los sonidos se incorporan mágicamente a la musicalidad general: en la secuencia inicial, el break cerca del final lo hacen las bocinas de los autos, semiafinadas y rítmicamente precisas. También tienen un tratamiento musical los timbres de celulares, el sonido de la llave electrónica del auto y los bocinazos prolongados de Sebastian. Hay un par de momentos en los que la música incidental es como un acompañamiento sin melodía, y el efecto es que los diálogos empiezan a funcionar como un rap sutil -véase el episodio en el baño durante la secuencia de la fiesta-.
La sencillez y la eficacia de la música contribuyen a tematizar momentos y situaciones que serán trabajados en forma de variaciones. La principal de esas situaciones tiene como enunciado inicial el momento en que Mia es atrapada por el valsecito de Sebastian: ella viene por la vereda frente a un muro agrisado. En forma alevosamente artificial, la figura de ella está constantemente iluminada sobre el fondo oscuro, pese a que se está trasladando y la cámara la acompaña en un travelling lateral. De pronto, cuando se acerca al bar, las luces rojas de la entrada la colorean al mismo tiempo que se distingue la música: es como si fuera el color de la música y su incidencia en Mia.
Todo ese despliegue de virtuosismo se realiza con tan sólo dos personajes-personajes. Todos los demás aparecen en forma fugaz y no tienen desarrollo alguno. Ryan Gosling está sensacional, y no sólo porque baila y hace un “doblaje de manos” perfecto de las complejas partes pianísticas que finge tocar. Aun más Emma Stone, que contribuye con una parte imprescindible del encanto de la película.
Esta obra canta el amor por ciertas formas de expresión que quizá están en vías de extinción. El amor romántico juvenil, a su vez, funciona en la narración como amplificador del amor por esas formas: al fin de cuentas, Mia empieza a amar el jazz a partir de su amor por Sebastian. La película se arregló para un final ambiguo, que contiene elementos de final feliz y de desencanto (incluida una última secuencia musical que recapitula los principales momentos pero “corrige” errores de los personajes y fatalidades). En esa irresuelta confrontación entre lo viejo y lo nuevo, entre realidad y fantasía, entre escepticismo y escape, es interesante apreciar las distintas maneras en que esta obra anclada en el pasado se vincula con el ahora (aunque más no sea porque el pasado fue presente, y es una sensación distinta retomarlo cuando ya es pasado). Quizá la inventiva, la frescura, el amor, el despliegue de talento y la fuerza poética misma de sus contradicciones, además de su oportuna aparición en un momento amargo en el contexto político-cultural estadounidense, la lleven, en el futuro, a ser recordada como un pequeño clásico de la segunda década del siglo XXI.
La La Land: una historia de amor (La La Land)
Dirigida por Damien Chazelle. Estados Unidos, 2016. Con Emma Stone, Ryan Gosling y JK Simmons. Grupocine Punta Carretas y Torre de los Profesionales; Life Cinemas 21 y Alfabeta; Movie Montevideo, Portones y Punta Carretas; shoppings de Punta del Este y Rivera.