A algún cinéfilo desprevenido o un tanto avejentado le puede llamar la atención que en un país en el que se traducen o cambian hasta la expresión más elemental, los títulos de las películas extranjeras -o incluso alguna en castellano, como Kiki: el amor se hace, que se convirtió en El amor se hace, suponemos que para no cansarle la vista a los uruguayos perezosos-, Assassin’s Creed haya conservado su nombre original en lugar de convertirse en “La sombra del asesino”, “Daga letal” o “Con capucha y a lo loco”, y la respuesta es sencilla: Assassin’s Creed (el credo del asesino) no es el título de una película independiente, sino una marca registrada de entretenimiento que proviene de una exitosa serie de juegos de PC, de la que el film es esencialmente un souvenir más.
Lanzado en 2007 por Ubisoft, Assassin’s Creed es un juego de aventuras y acción particularmente complejo en su elaboración, y que se basa muy libremente en los encuentros en el Medio Oriente medieval de los caballeros templarios y la secta de los guerreros nazaríes comandados por Hassan i Sabbah (el “Viejo de la Montaña”) alrededor del primer milenio de la era cristiana. A los nazaríes, especialistas en magnicidios y en colarse en las cortes de sus enemigos, se les debe la palabra “asesino” (hashshashín o “seguidor de Hassan”), y los siglos pasados no han disminuido su fama de soldados fanáticos e implacables. Estos personajes históricos han sido favoritos tanto de los estudiosos románticos del pasado como de los fabuladores de conspiraciones, que siguen imaginando su mano detrás de muchos hechos modernos, y su imagen fue popularizada por el libro clásico del esloveno Vladimir Bartol, Alamut (1938), reconocido como una de las inspiraciones directas del juego.
De cualquier forma, los personajes históricos eran demasiado normales y poco espectaculares para el argumento del juego, que llevaba la historia de los hashshashín y los templarios al plano de la fantasía y la ciencia ficción, narrando una lucha milenaria entre ambos bandos, ya bastante desdibujados y con muchos elementos más o menos sobrehumanos. Una de las virtudes del guion del juego es que se desarrolla en varios planos temporales; las aventuras se plantean como viajes en el tiempo psíquicos, revividos por descendientes de los contrincantes mediante una tecnología futura. En resumidas cuentas, es un juego que ya se ha vuelto clásico y que ha tenido diversas ampliaciones y secuelas.
La película Assassin’s Creed respeta las premisas argumentales del juego y su estética, de hecho demasiado; uno de los intereses históricos de las películas basadas en videojuegos -desde los ya lejanos días de Super Mario Bros. (Rocky Morton, 1993) hasta la reciente Warcraft (Duncan Jones, 2016)- ha sido la de dar rostro humano, cierta calidad en las relaciones, un argumento más complejo y un mayor despliegue visual a la generalmente limitada imaginería de los juegos, es decir: ilustrarlos, ampliarlos y darles humanidad. Pero Assassin’s Creed ya pertenece a una generación de juegos en los que no sólo sus gráficos han alcanzado un nivel de realismo -tanto en los escenarios como en lo antropomórfico- que no tiene nada que envidiar a lo más elaborado del cine animado digital, o incluso a las películas con actores de carne y hueso; al mismo tiempo, sus argumentos y textos se han vuelto elaboradísimos, evidenciando que no sólo hay talentosos programadores de juegos, dibujantes y diseñadores involucrados en ellos, sino también escritores profesionales de prosa más que aceptable y compleja imaginación. Assassin’s Creed era -y es- uno de esos juegos en permanente expansión y desarrollo a lo largo de épocas históricas con una narración bien definida que no necesita mayores aditivos, y a la que los guionistas del film no le aportan gran cosa. No sólo eso: el diseño de producción, vestuario y efectos especiales decidió reproducir exactamente los notables gráficos del juego, por lo que se conserva cierta artificialidad visual que disminuye -cuando no anula- el posible impacto de las escenas de acción más espectaculares. Parecería que Assassin’s Creed, en lugar de humanizar la imaginería del juego, tratando de que se olvide esta procedencia y que el espectador se sienta frente a una experiencia distinta -más pasiva pero a la vez más rica-, subrayara todo el tiempo su procedencia e inspiración, en una ilustración redundante que ni siquiera ofrece el placer de jugar dentro de esa historia (a la que los agregados argumentales, además, solamente introducen confusión en lugar de profundidad o matices). ¿Cuál es la gracia, entonces, de esta película que se suma al poco memorable subgénero de películas basadas en videojuegos? Solamente su elenco, mucho más lujoso que lo habitual en esta clase de películas, y que además de presencias tan poderosas e icónicas como las de Jeremy Irons y Charlotte Rampling, tiene como dupla protagónica a dos de las figuras más talentosas del cine contemporáneo, Michael Fassbender y Marion Cotillard. Fassbender, en particular, es tan bueno y enérgico, que sus primeras escenas dan la impresión de que se puede estar frente a una película muy superior, antes de que todo caiga -por mucho que el actor se esfuerce y tome las cosas en serio- en un caos pueril, al que la fuerza histriónica empleada vuelve todavía más irritante. Como si un guitarrista virtuoso hiciera un solo complejo en el tema pop más primitivo e incoherente, aburrido y sobreproducido.
Assassin’s Creed es uno de esos productos que sólo puede imaginarse atractivo para alguien tan despegado del mundo de los videojuegos que pueda creer propio o novedoso el interesante ambiente general de la historia. O, por el contrario, para los fanáticos que necesiten una ilustración del juego con los rostros de actores conocidos. En ambos casos, es más recomendable optar por la computadora o la consola.
Assassin’s Creed
Dirigida por Justin Kurzel. Con Michael Fassbender, Marion Cotillard, Jeremy Irons, Charlotte Rampling y Brendan Gleeson. Estados Unidos/Francia, 2016.