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Roberto Suárez. Foto: Alessandro Maradei

Secretos en familia

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Por cábala, el consagrado actor, director y dramaturgo Roberto Suárez convoca a la diaria en el bar Girasoles: hoy se estrenará en la sala Nelly Goitiño, con doble función a las 18.50 y las 21.45, su esperada primera película, Ojos de madera, codirigida por Germán Tejeira. Llega al bar el cineasta español Fernando Trueba, de visita en Montevideo para participar en el ciclo Plano Americano, y aprovecha el encuentro para elogiarlo. El film, con el protagónico del revelador Pedro Cruz, la descollante Florencia Zabaleta y César Troncoso, siempre convincente, es una notable y sutilísima historia que sigue a Víctor, un niño de 11 años (Cruz), adoptado por sus tíos después de que sus padres murieran en un dramático accidente. La obra alucina la realidad para despertar sus fantasmas, y la mirada infantil retiene los secretos, los desvaríos y las tensiones de un inquietante y ominoso universo familiar.

Como los surrealistas, David Lynch, o Roman Polanski en algunas de sus películas, Suárez apuesta por lo siniestro como un modo de distanciamiento de la razón cotidiana. Por medio de una bruja (magistralmente interpretada por la hoy fallecida Elena Zuasti), payasos y marionetas, puertas vedadas, vecinos sospechosos o conversaciones misteriosas, se sugieren posibles indicios de un punto de vista sustentado por el sonido, los encuadres, los planos cerrados y las fugas: la trama admite que el niño deba enfrentarse a una compleja realidad y, a la vez, que todo sea parte de su obstinada fantasía. Esto provee a la película de una fuerza sugestiva absolutamente única, y advierte que el extrañamiento bien puede convertirse en una pesadilla, sobre todo cuando las certezas se desvanecen en lo nebuloso del inconsciente. Ojos de madera es una obra climática que transita de lo amenazante a lo misterioso, y construye un mundo en el que el público se deja llevar por lo temible y desconocido. O por esa oscuridad doblegada por los monstruosos sueños de la razón.

–¿Cómo nació este proyecto?

–Cuando a los 24 años estaba en un cumpleaños infantil, y el payaso tenía una actitud totalmente siniestra. Me fui de ese lugar con un germen en la cabeza: qué extraño que hayan llevado a ese hombre allí, porque tenía algo pervertido... En esa época [1996] empecé a escribir el guion, que me llevó pila de tiempo. Me juntaba con un amigo que es psicólogo, y nos retroalimentábamos. Con los años lo terminé, y lo presenté a un FONA [Fondo para el Fomento y Desarrollo de la Producción Audiovisual] que perdimos. Al tiempo me llamó la productora Lavorágine para presentarlo, y ahí ganamos. Después pasó un buen tiempo antes de rodarlo. Fueron etapas largas, al borde del presupuesto, y esta es una película muy ambiciosa a nivel de imagen.

–¿Siempre tuviste claro por dónde te interesaba ir?

–Climáticamente, sí. Después, el trabajo es similar al teatro en la etapa creativa, porque aportan el encargado de la fotografía, del arte, Germán Tejeira y, hacia el final, lo musical, que implicó otro viaje. Porque acá no es como en el teatro, donde ves la energía del actor. El trabajo que hicieron los directores de sonido –Manuel Scavone y Nicolás Rodríguez– con la música es muy bueno: después de filmar, trabajamos un año más e hicimos una reedición. Se decidió invertir el principio y el final. En ese momento buscábamos el cierre y no lo encontrábamos, sobre todo porque no encontrábamos el suspenso. Y apareció a partir de esa jugada.

–¿Y la ambientación? Porque se puede ver cierta continuidad de obras tuyas como Bienvenido a casa [2012] y otras en la construcción de ese mundo inquietante y ominoso, pero sobre todo en cómo se da la transformación del mundo cotidiano.

–Sí, claro, es la rareza de la normalidad, de esa familiaridad. Después de Bienvenido a casa cambié, y para mí, desde un lugar personal, la película responde a una época anterior. Creo que con la música pudimos aggiornarla un poco. Hubo una decisión maravillosa que tomamos con Manuel y Nicolás, que fue apostar por una música que comenzara con un sonido clásico y terminara en uno tecno, y que eso se hiciera con la suficiente sutileza. Fue un gran trabajo de ellos: incluso empieza en estéreo y termina en 5.1. Y se dobló 80% de la película: los ambientes se nos volvían naturalistas ante nuestra idea del sonido, que era más próximo a lo irreal.

–Es notable cómo la obra logra escapar de convertirse en un “costumbrismo Suárez”. ¿Pensaste que podías correr algún riesgo estético en ese sentido?

–Estamos al borde. Y lo mismo con los actores, porque en cualquier momento podíamos caer en la sobreactuación. Transitábamos un borde constante, porque en ningún momento es naturalista. E incluso también es densa. Eso había que sostenerlo siempre al límite, pero nadie debía actuar de forma naturalista, porque si alguien lo hacía, se derribaba el estilo. Había que lograr que todos empataran en esa zona, que tiene mucho de teatral: hay una teatralidad que me gusta, porque le aporta la extrañeza propia que buscábamos. Y con los actores estuvimos dos meses ensayando para encontrar el punto. También con Pedro, que es el hijo de [el actor] Yamandú Cruz. Cuando él tenía tres años, yo ya le había dicho que tenía que ser el protagonista. Cuando llegué a hacer la película se había pasado un poco de edad, pero aunque tenía 12 años seguía dando diez, y mucho más con el retoque que se le hizo. Pedro comunica todo, y a veces no te das cuenta de que no habla. En un momento decís: “¿Pero este no ha dicho nada todavía?”. Con él ensayamos mucho, y es un tipo con una inteligencia y sensibilidad especiales. Porque estábamos hablando de cosas que eran crueles.

–Es una película concentrada, que cuenta con sólo dos atisbos que airean la trama: la caída del santo y el juego con la pata de la gallina.

–Lo de la pata me pasó a mí de chico. En las pollerías se usaba mucho que te regalaran la pata para que vos jugaras tirándole de los tendones [que la flexionan]. Y lo del mal de ojo, ir a tirarse el cuerito, son cosas que también viví de chico. No con ese espesor, pero sucedían y se hablaban. Creo que el realismo fantástico era mayor en esa época. Al médico no se iba, te tomabas un tecito. Ahora el mundo es más frío. A esto se le suma la cuestión de los secretos, del secreto familiar, del mundo adulto que ocultaba –por esa cuestión mucho más puritana y cargada–, que es muy de aquella época. Y también hay una dictadura oculta en todo esto, que la nombramos muy en las sombras, porque tampoco queríamos que fuera una época exacta.

–¿Crees que desde la mirada de un niño, desde la inocencia, se podía leer mejor esa dimensión de lo siniestro?

–Totalmente, porque cuando uno es niño mantiene cierta ingenuidad sobre el universo, y creo que en el ámbito del crecimiento hay un momento en que todo se transforma. Y aquella posibilidad ideal es corrompida. Es una sensación arquetípica, y también se da a una edad determinada. De ahí surgió la idea de jugar esta historia: por más que lo encontramos cuando está viviendo un shock postraumático, desde algún lugar él busca ese rescate. Busca rescatarse por instantes, o a través de la vecina ciega. Él es colaborador, él hace, no es rebelde. Incluso defiende a la tía ante su delirio. Y desde algún lugar su actitud es heroica, por más que esté en medio de su viaje, de su confusión.

–¿Trabajaron con alguna referencia cinematográfica? De algún modo se vuelven cercanas El bebé de Rosemary [Polanski, 1968], Federico Fellini...

–Sí, todos nuestros gustos. Porque uno hace referencia inmediata, es inevitable. Por eso ahora haría otra película; uno va cambiando, y ahora estoy en un viaje absolutamente distinto.

–Hay varios personajes que contribuyen al clima siniestro.

–Sí, los tíos, las vecinas. El entorno. En aquel momento estábamos en plena búsqueda de la sensación de lo ominoso, algo que ya abandoné. Pero entonces era eso, la ceguera, la falta de ojos, el niño muñeco, Pinocho. Era reunir todos esos elementos para generar ese universo. Para mí Víctor es un Pinocho: él es un muñeco, tiene su hada madrina –que es la madre [Soledad Pelayo] que se le aparece y que se le retransforma–, y está el circo de Pinocho [sustentado por Guillermo Lamolle]. Hay muchos elementos. Y todo el subtexto es un cuento infantil. La decisión de organizar la película en actos respondió a que la escasez de material iba a generar un problema de continuidad, y lo más justo era que se pareciera a un cuento. Al principio Sebastián Santana había hecho los dibujos, junto a unas leyendas de película antigua que no incluimos porque no daba el tiempo de lectura.

–Hay un equilibrio entre lo que se muestra y lo que no, y parece que se confía en el retrato, en ese posible relato, y no en el impacto. No es una película efectista.

–No, para nada. Todo es climático, porque nos jugamos a un clima y a la progresión de ese clima. Con el sonido es muy claro, porque empieza absolutamente naturalista, y de a poco comienza a distorsionarse cada vez más. Al final, la estructura se rompe y no hay continuidad posible. Porque cuando entramos a la cabeza del niño, vemos cómo él está en una habitación con gente, va al baño, y cuando vuelve ya no hay nadie. Entrás en ese mundo que él no puede dominar.

–Cada indicio se puede ver como parte de una compleja situación o como un síntoma delirante. Es muy interesante esa coexistencia de sentidos.

–Sí, está en ese límite, no sabés si es verdad, si el mundo está podrido o es su distorsión. Creo que son los dos elementos que se definen al final. Desde el principio nos interesó trabajarlo, y después se nos pudrió más la cabeza en la edición, porque vas encontrando elementos que ayudan a enrarecer. Podríamos haber hecho una película de una hora y 20, pero caía muchísimo. Esos 20 minutos eran la muerte, porque era hablar más de lo mismo. No lograban el oxígeno. Y ese sacrificio también costó, porque uno sabe que así es menos vendible. En un momento dijimos que no nos importaba, porque lo que queríamos era llegar a algo en lo que confiáramos, que después de tantos años pudiéramos terminarla y que nos gustara. Es una película dura, pero no es asfixiante.

–¿Cuál fue la respuesta de las salas comerciales?

–Había una opción que era algo así como a las 18.00, una muerte. Creo que el negocio de las salas de cine es que se coma pop y vender cosas rápidas. Hay un tipo de películas que nunca van a tener lugar, porque es el mundo de la diversión y el consumo inmediato. Quizá por eso tengan que surgir otros espacios. Es como si el teatro sólo tuviera un único espacio, dedicado a comedias livianas. Yo creo en la conjunción. A mí también me gusta ir a mirar una película con bombas, pero está bueno que al otro juego se le posibilite su magia. Y no necesariamente tiene que ser algo aburrido.

–Algo de ese eje subjetivo del que hablabas también está presente en Bienvenido...

–Hay una esencia que continúa. Quizá, el planteo que empezó con Bienvenido... es que la distorsión ingresa desde una realidad más lumínica. Es una realidad más cercana, incluso. Y la película es de una época más oscurantista. Eso que decís tuvo que ver con la edición: al cambiar de lugar las partes que iban a ser el principio y el final, se generó el suspenso necesario para que todo pudiera sostenerse. No me cabe la menor duda de que antes de la edición este era otro relato. En el momento fue una decisión jugada, porque vos estás absorbido en una cosa y tenés que decir: “Cambiemos esto de lugar”. Lo mismo que se dio con la entrada del color: fue porque realmente era necesario un oxígeno, que hubiera un despeje en el espectador para, de ahí en más, ir hacia el final.

–De la mano de una fotografía [Arauco Hernández] y un arte [Paula Villalba] logradísimos.

–Es un placer. Y lo lindo es que todos eran obsesivos. Que todo el mundo estuviera apasionado por la historia fue una gran ventaja para el trabajo, una virtud. Porque los rodajes eran intensos, pero eso no llevaba a un decaimiento. Además de lo importante que era mantener el equilibrio, y que todos tuvieran determinado humor, porque había un niño: vos tenés que generar el clima sin perturbar su sentido. Hubo días que fueron de una intensidad impresionante. La toma del cumpleaños, por ejemplo, duró toda una noche: es ese giro que hace la cámara por el techo, después baja y acompaña al niño hasta el piano.

–¿Y el blanco y negro?

–Fue una decisión casi desde el principio. Si no me equivoco, un día íbamos por la calle, caminando con Germán, y hacía como un mes que discutíamos lo del blanco y negro pero no tomábamos el valor de definirlo. Y lo decidimos en esa caminata por General Flores, mientras íbamos a una locación. Fue mucho antes de empezar a rodar. Al principio eran colores casi inexistentes, porque la idea era que lo visual se acercara a esas fotos de los años 50 a las que con el tiempo se les va el color y se van descascarando, o incluso a veces les falta un color. Después nos radicalizamos, y tomamos la decisión de que el lente de la cámara estuviera sucio. Llenamos la lentilla de polvo para lograr una textura, para poder dar ese espíritu.

–¿Te reconocés en el resultado?

–Todavía no me doy cuenta. Fue un alivio, porque en un momento pensé que no se iba a terminar nunca. Y un día, cuando logramos verla y decir “se está poniendo buena” –que no fue hace mucho tiempo–, hubo un regreso del entusiasmo, después de momentos de fracaso, de ver que no se lograba. Ahí confirmamos que alcanzábamos cierta dignidad. En algún momento había que estrenar, por respeto a todos los que habían trabajado, pero nos tenía que gustar. Ese era el punto. Ahora ya no tengo ni opinión.

–¿En algún momento sentiste la inquietud o la preocupación de que al final no funcionara?

–Después de que me gustó, eso ya no me preocupó. Al público le puede gustar o no. Porque si la estás pensando para el público es más complejo: podés decir “a mí no me gusta, pero al público sí”, y tal vez lo estás subestimando.

–¿Cómo elegís las historias?

–Surgen, aparecen un día. Es como lo del payaso. Con la La estrategia del comediante [2009] fue distinto, porque era un posgrado de la EMAD [Escuela Multidisciplinaria de Arte Dramático], y terminó siendo una obra de teatro. Empezamos investigando sobre Cien años de soledad y de pronto encontramos una casa. Nos fueron llevando la historia y las situaciones que vivíamos, más que el proyecto anterior. La idea de Bienvenido a casa surgió mientras hacía El Bosque de Sasha [2000]: estaba con los técnicos mirando la obra desde atrás y dije: “Qué divino esto. Están actuando mejor fuera de escena que en el escenario”. Lo que me interesó fue el momento de concentración del actor antes de entrar a escena, y comencé a pensar en la ambigüedad, porque yo estaba mirando otra cosa, con otro significado. Ahí empecé a armar la estructura, y fui esperando, porque en el camino surgió La estrategia...

–¿Cómo definirías ese estado?

–Es un gran punto, porque es entre el actor y el personaje. Puede haber una paz absoluta, histeria, amor o locura, depende del actor. Ese es el universo más lindo del teatro, porque sólo se da entre ellos dos: el actor quiere jugar un poco, porque sabe que tiene que entrar, y al mismo tiempo no se puede pasar de intensidad. Entonces está en ese intermedio, en la semioscuridad; es maravilloso. Para mí, cuando actúo, es el mejor momento. Es de un nervio y un vértigo... porque nunca sabés lo que va a pasar, y después de que entrás te olvidás de ese instante, se anula todo lo anterior. A partir de esto también empezamos a trabajar sobre cuál es el estado del actor en relación con el público. En el sentido de que el público sabe que todo es un juego: vos no podes obligarlo a creer en una realidad que no existe. El público sabe que es mentira, no lo podés forzar con una catarsis. El actor tiene que estar en un estado de relación de afecto con el espectador para lograr la sympatheia, la empatía para que el público se permita jugar, y recién ahí habilitar ciertas zonas, que nunca pueden afectarlo a nivel personal. Al espectador lo tiene que afectar la historia, él debe sentir con la historia. Tiene que ver con ese intermedio, eso de que el actor nunca puede volverse tan obsesivo que pierda su contrato con la realidad, porque él es el que conduce. Por eso después empezamos a estudiar la hipnosis y todas esas cuestiones; cómo, mientras jugás, estás dominando para poder generar lo que buscás. De lo contrario, vos y el público entran en un estado catártico y se pierde el juego. Y cuando se pierde el juego el espectador pierde interés, ya no quiere participar, o se siente agredido, o no puede seguir la historia. Y vos lo último que querés es que quede afuera; querés que esté jugando intensamente.

–¿La relación siempre es afectuosa? ¿No habilita el conflicto?

–Lo que sucede es que son capas de actuación: la primera es una relación de amor; vos estás en el escenario porque te gusta estar, y porque te gusta que haya público. Es una relación de absoluto afecto. Esa capa siempre está y nunca se puede perder. Hay una segunda, que responde al “hoy puede ser la última vez que esté sobre el escenario”. Es la conciencia del presente: es hoy o nunca, y eso tiene que ver con una sumatoria de energía. Y después vienen las capas de la trama, los subtextos. Lo que terminás viendo es la última capa, pero todo lo demás es lo que te induce hacia determinados puntos, con la libertad del juego. Si estás contando una historia de un asesino en serie y sólo te quedás con la etapa exterior de ese asesino, puede resultar de tal violencia catártica que al espectador no le interese, porque no supiste inducirlo a ese universo. En cambio, si lo vas llevando por un lugar en el que sabe que no puede ser lastimado porque es un juego, y porque vos sos consciente y dominás el juego, se entrega. Y eso tiene mucho que ver con la hipnosis: nunca vas a ser hipnotizado si no querés, no vas a hacer nada que no quieras. El teatro es hipnótico, y el cine también. El cine, de hecho, es una luz que parpadea, igual que la televisión. En el teatro se apaga la platea y se enciende el espacio hipnótico para que observes. Es como cuando un insecto va hacia a la luz.

–¿Esa es la esencia de tu búsqueda?

–Son los primeros planteos para empezar a ensayar. Por otro lado, está el placer del viaje. Aunque estés hablando del horror, el viaje tiene que ser placentero. Te tiene que involucrar, pero sabiendo que no hay ninguna posibilidad de una agresión real. Esto es ficción. Tiene que ver mucho con el nivel energético: vos te das cuenta cuando alguien está jugando o cuando de verdad tiene una energía oscura. Después están las capas, cuál es la historia a contar que te involucra. En la vida tenés poco tiempo de contemplación; las cosas te pasan. Y al teatro vas a disfrutar de la vivencia contemplativa, pero es con acción, no es algo muerto. No te sentás a mirar, vas a vivir lo de otro. Al cine vas a vivir la vida de otro. No querés que se involucre tu vida, y si se involucra es porque hay algo que te pegó. Y está bien que se dé eso. Pero vos de alguna manera te despojás, dejás tu yo en el actor. Ese es el ideal. Pero para eso te tienen que dejar entrar en el juego.

–¿En qué proyecto estás ahora?

–Estamos ensayando Mi entierro –después seguramente va a cambiar el nombre–, que son cinco obras, unitarias pero con continuidad. Lo ideal sería que sucedan en el transcurso de un año. Y las vamos hacer en el teatro Odeón, porque lo vamos a rehabilitar. Es una historia sobre las debilidades humanas ante la posible ausencia de otro. Habla de cuando llega la ausencia, cuando llega el final. Y hay algo, que era una intención de Bienvenido a casa y que con el tiempo no se dio del todo, que es un mayor período de convivencia con el espectador, también a lo largo del tiempo. Es una apuesta grande, porque sería como convivir con el espectador durante un año. Un mes ves una obra, al otro, la segunda, y así.

–En paralelo, el espectador y el actor acceden a otras vivencias o experiencias que los van transformando.

–Exactamente. Es como una enorme experiencia de disfrute, y al mismo tiempo con la posibilidad de ir cambiando los códigos de cada obra, de la estética, de la actuación, de la presentación; recién lo estamos explorando. Si hablamos de lo físico, esto implica salir del concepto victoriano, pero no desde lo espacial sino desde la dramaturgia. Podés llegar a verle un sueño a alguien, porque tenés tiempo. Y si bien son obras con continuidad, cada una tiene que cerrar para que vos te vayas lleno.

–Una vez Troncoso dijo que tenías una lógica propia, y que te reconcentrabas en tus mundos. ¿Coincidís?

–Creo que sí. A la vez, siento que trabajo mucho en equipo. Y sí, soy obsesivo, y tenaz, pero cada vez creo más en la idea ajena.

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