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Jonás Trueba. Foto: s/d de autor

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Hace varios años se estrenó en un festival de Cinemateca la película “Todas las canciones hablan de mí” (2010), ópera prima de un por aquel entonces jovencísimo director llamado Jonás Trueba, que contaba con la particularidad de ser parte de una dinastía cinematográfica formada por Fernando y David Trueba (su padre y su tío, respectivamente). Desde entonces, la icónica sala cinematográfica uruguaya ha traído todas sus obras, dueñas de un mundo rico y a veces intraducible, formado por pequeños fetichismos, excelentes canciones, citas bibliográficas y, más que nada, una noción del amor poco común en el cine de hoy. Aprovechamos el estreno en Uruguay de “La reconquista” (2016), una película sobre el reencuentro de dos ex novios luego de 15 años, para preguntarle más sobre esta noción del amor y una suerte de ética de su cinematografía.

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–Algo extraño que me pasó la primera vez que vi Todas las canciones hablan de mí, y se repitió con el resto de tus películas, es que más que quedarme la noción de la trama o méritos cinematográficos, se convirtió en un lugar que me gusta visitar, un conjunto de sensaciones que no tienen una explicación tan clara.

–Es bonito eso, porque verdaderamente siento cada vez más que el cine tiene que ser así. A mí me pasa también, como espectador, que las películas que me interesan no es tanto que las admire, sino que tienen algo por lo cual me apetece estar en ellas. Y esto me terminó pasando no sólo como espectador, sino también realizando las películas: al final son un espacio, un lugar que habitar. Para los que nos gusta el cine, sean dos horas o treinta minutos, uno habita ahí. Es más interesante pensar a las películas así, cómo las habitas, cómo las acompañas, en vez de considerar historias o argumentos. Creo que inconscientemente siempre intentas crear algo que es un pequeño mundo, que quizá otras personas van a querer contigo. Esa noción del cine es muy importante, la de compartir. Hacer una película es compartir un espacio que filmas, unas personas que filmas, un aire, una musicalidad. Pienso que son muy importantes el tono y el ritmo; de alguna manera puedes penetrar en espectadores y generar una sensación de misterio o atracción o acompañamiento. Para mí el cine tiene ese interés, después podemos hablar de un montón de cosas. Hay un cine que puedo admirar como espectador y que es poco generoso. Podríamos hablar de un cine que tiene mucho predicamento en la crítica, pero no es muy habitable, que te deja afuera, que quiere que lo mires a la distancia y que lo admires. Sin embargo, creo que con el tiempo me han ido gustando películas que son menos admirables y más habitables.

–En esa creación de lugares habitables, es notorio no sólo qué música elegís, sino también el tiempo que te tomás para dejarla entera y sin cortes. Es algo bastante inusual en el cine, sobre todo tomando en cuenta cómo en tu última película, La reconquista, pasás tres temas seguidos de Rafael Berrio.

–Cuando se estrenó en San Sebastián era una de las cosas que más se comentaban, casi como si fuera algo escandaloso. Y yo lo puedo entender dentro del contexto del cine actual, donde el uso de la música es otro y normalmente te picotean una canción y saltan a otra, o usan la música para filtrar que las cosas pasen más rápido, pero para mí es al contrario, la música es para detener la película, escuchar la canción que de alguna manera es la película. Cuando puse tres canciones seguidas no fue para retar a nadie o batir un récord, sino porque sentí que esas tres canciones seguidas creaban un recorrido atmosférico. Son dos personajes que se encuentran después de mucho tiempo, que de alguna manera se han olvidado, que se están reconociendo uno al otro, y me parecía bonito finalmente situarles en una escena en la que están sentados uno al lado del otro y gracias a las canciones se van reconectando, precisamente cuando no se tienen que mirar de frente ni decir nada. Creo que es una vivencia que hemos tenido todos, de repente ir a un concierto y que durante las canciones que estás escuchando te pasen mil cosas por la cabeza. De esas tres canciones de Berrio, una sirve para llegar al espacio, entender la situación, entender al personaje que está en el escenario cantando; la que va al medio es la de reconocerse; y la tercera, “Arcadia en flor”, es la que va a generar el futuro posterior. Me gusta que haya una secuencia en tiempo real, donde un cantante dice “voy a tocar por primera vez una canción que acabo de componer”, y que 30 minutos después en la película suene ya finalmente arreglada, como si se hubiera hecho a lo largo de la noche. Con la música uno a veces trabaja la película al revés, como que pones algo ahí delante y después va a reverberar. Poner unas canciones sin que el espectador sepa la importancia que tienen en relación con los personajes, pero que pueda intuir eso en base a sus gestos. A lo largo de la película se va comprendiendo más, esas canciones van resonando.

–Tus películas parecen tratar una dimensión particular de las canciones: creemos que sirven como banda de sonido de nuestras vidas, pero después adquieren autonomía, y es como si exigieran que viviéramos y representáramos sus dramas en nuestras vidas. No es que las tengamos bajo control.

–Se apoderan de ti, se convierten como en mandatos. En esa línea de pensamiento, creo que normalmente una película puede tener que ver con experiencias personales, pero muchas veces estás tentando a la suerte, muchas veces la película también se apodera de ti y actúas en función de ella, pero a posteriori. No es esa idea más básica que nos dicen a veces de que “has filmado algo que te ha ocurrido, que has vivido”: en mi caso, muchas veces han sido más como premoniciones. Me gustaba trabajar más con posibilidades, cosas que están en el aire, y tentaba a través de la película, a ver qué pasaba. Lo que tiene que hacer una película es convertirse en una manera de vivir e intensificar tu propia vida. No es una recreación de cosas, no es una imitación de la vida, estás viviendo a través de las películas que estás haciendo, y esas películas están modificando tu vida. Si trabajas bajo esa convicción, finalmente es la responsabilidad, la suerte y la condena de un cineasta. El cine, más que ningún otro arte, tiene ese nivel de implicación, entre la experiencia vivida y lo por vivir, que se mezcla mucho. El cine se apega tanto a la vida, a la realidad, al movimiento, al pensamiento, a las ideas, a las relaciones humanas... En mi caso las películas han actuado en mí como una condena o como premonición. Creo que me han servido, me han hecho mejor. Me han servido para pasar de etapa, a desembarazarme de sentimientos, de personas, de lugares. Es como si a través de ellas resolvieras algo, o lo agotaras.

Los ilusos es básicamente sobre eso. Hay una noción divertida en ella: trata el bloqueo de un director, pero a la vez presenta el consuelo de que no hay bloqueo si uno vive su vida cinematográficamente.

–Es así. Yo quería decir que no hay bloqueo posible. Fíjate que era la segunda película y siempre se habla de la crisis de la segunda película. Que la primera te sale y la segunda es una complejidad. Yo decidí sortear esta complejidad diciendo “no hay problema realmente”. Lo que hice fue bajar todo a grado cero, decir “cualquier cosa puede ser cine”. Luchaba contra esa idea del cine de la inspiración. Cada vez detesto más esa manera de estar en el cine de muchos profesionales, con la noción de que cada película siempre tiene que ser la mejor, la que triunfe, de que eres el mejor cineasta cada vez que haces una nueva. Odio eso, quiero pensar que hay que estar haciendo películas, y que algunas van a ser peores y otras mejores, pero que lo que importa es cómo estás viviendo eso. Cómo vives el cine y cómo trabajas el cine. Entonces, en Los ilusos trataba de poner en escena un poco eso, de que no hay película, pero cualquier conversación que estamos teniendo en un bar, cualquier paseo, es cine. Me acuerdo de una frase de [el cineasta lituano] Jonas Mekas que siempre me inspiraba mucho: “Un poquito más y ya podrían hacer cine sin cámara”. De alguna manera, si entiendes el cine muy profundamente, el cine es la vida y por lo tanto no te hace falta ni filmarlo.

–Es muy particular cómo filmás a las mujeres. Hay detalles pequeños, pero que quedan muy marcados. Por ejemplo la marca en la frente que tiene la actriz Bárbara Lennie al comienzo de Todas las canciones hablan de mí.

–Pues fíjate, al final es eso. Es esa marca, es esa canción que pones, al final estás compartiendo esa frente. Obviamente, quizá Bárbara ha hecho otras películas y esa marca en la frente estaba, la lleva con ella, pero observarla es parte de tu paisaje, es importante. No la vas a ocultar, te gusta la manera en que queda retratada. Este siempre ha sido un tema que me ha preocupado, lo he hablado sobre todo con amigos: el miedo, en ese retrato de las mujeres, a caer en la idealización o en el cliché. Siempre he filmado a mujeres que de alguna manera amaba, más intensamente o más personalmente, mujeres que han sido amigas o que han sido compañeras... me gusta que eso también se sienta, que se vea en el film. También he filmado a hombres, pero es cierto que con las mujeres hay algo más fuerte. He intentado no sobrealimentar; en La reconquista ya se ha visto un cambio en ese sentido, el hecho de que el film no sea el punto de vista de un hombre, sino que sea un punto de vista compartido. En las tres anteriores, las mujeres eran retratadas desde el punto de vista masculino. He intentado de una manera más o menos intuitiva ir igualándolo.

–Siempre en tus películas los hombres no saben expresarse, mientras que las mujeres tienen mucho más claro dónde están paradas.

–En general, es porque las he percibido así. Luego siempre viene una amiga que te dice: “Ah, las estás idealizando, ¿por qué no nos pones a nosotras también dudando, cagándola?”. Y les digo: “Bueno, esto les corresponde a las directoras amigas”, sobre todo en España, donde hay una nueva generación de directoras muy potentes, con películas protagonizadas por mujeres y una mirada propia hacia los hombres. En general, siempre me he percibido a mí mismo y a mis amigos como seres mucho más simples por un lado, y mucho más torpes por otro. Quizá por los amigos y las mujeres con que me he relacionado.

–Es interesante La reconquista porque uno tiende a relativizar la seriedad con la que los adolescentes enfrentan su amor, pero quizá sea en esa edad cuando el amor es más puro, menos mediado por factores externos, proyectos o antiguas experiencias.

La reconquista se construye mucho con eso de que el protagonista se proyectaba a los 80 años con ella. Todos, con el paso del tiempo, lo relativizamos, pero lo bonito es que el adolescente no lo relativice. Al final, si viviéramos todo ese tiempo en la relatividad, terminaríamos en el puro presente. Quería, de alguna manera, devolverle el respeto al amor adolescente. Uno con la distancia tiende a ridiculizarlo, pero sin embargo dices “bueno, no sé si volvería a vivir las cosas tan intensamente, pero me gustaría”. Una vez más, aparece esa palabra clave que es “ridículo”. En general, en mis cuatro películas estar al borde del ridículo ha sido algo bastante importante. Esa frase de [Fernando] Pessoa, “Las cartas de amor, si hay amor, / tienen que ser / ridículas. / Pero, al fin y al cabo, / sólo las criaturas que nunca escribieron cartas de amor / sí que son / ridículas” es una que metí en Todas las canciones..., pero que también metí en La reconquista. Cuando están leyendo la carta que él escribió 15 años atrás, ella le reprocha a él el tono, pero trata de leerla bien, aunque tampoco le sale porque le da risa, y es que efectivamente la carta tiene algo ridículo para ellos. El tiempo la ha convertido en ridícula. Al final, toda la película se trata de si somos capaces de leer esa carta sin resultar ridículos. Es, por esa parte, una película sobre la interpretación. La cuestión es si eres capaz de decir eso en voz alta y colocarte ahí, frente a la lectura de unas palabras adolescentes, 15 años después, cuando eres mucho más maduro.

–En Los exiliados románticos también hay una escena de una carta romántica leída en voz alta y muy ridículamente.

–Exacto, es muy ridícula. A Vito [Sanz] le decía que podía ser muy sincero y esencial; el hecho de que fuera ridículo era a la vez que fuera auténtico y verdadero, un gesto sincero. A veces ser ridículo es lo más auténtico que le puedes ofrecer a una persona. El hecho de que él tuviera que decirlo en otro idioma lo hacía expresarse en algo más esencial, porque no disponía del refugio de las palabras, del blablablá, tenía que decir las cosas en una manera esencial y ridícula.

–No sé cómo será en España, pero es notorio que en general el cine independiente tiene mucho miedo al amor, o a ese tipo de amor.

–Absolutamente. Creo que en el cine contemporáneo, también admirable, está mal visto. Se deja de lado por ridículo, por antiguo o por lo que sea. A mí me comentan muchas veces: “¿Es que nunca vas a hacer una película que no sea de amor?”. Y yo no pienso que haya otro tema tan importante o inagotable. Sin embargo, hay una idea del romanticismo que se ha roto, se ha estupidizado tanto que la gente quiere evitarlo. Al final deriva todo en un arte más frío, más cerebral, más calculado, que no me produce emoción ni estímulo alguno.

–¿En La reconquista, la idea de comenzar por el final, con el encuentro de los dos protagonistas de grandes, y después retomar en la segunda mitad lo que había pasado con ellos en la infancia, estuvo desde el comienzo en tu ideación de la película?

–Sí, fue quizá la gran decisión que tomé previamente. He ido desaprendiendo el trabajo de la escritura, y tratando de escribir los guiones más pegado al rodaje, pero acá ya tenía esa idea de estructura. Quería introducir una tercera parte que podía ser objetivamente innecesaria; no iba a revelar nada, pero era la verdadera reconquista. Me gustaba esa experiencia para el espectador, una película que transcurriera primero en la noche; con una especie de interludio en la casa; y que desembocara en esa tercera parte. Creo que si quitaras cualquier parte de la película, no funcionaría. Esa vuelta al pasado es lo estrictamente cinematográfico que tiene, sólo el cine permite eso. Hasta ahí podía ser la vida real, el encuentro con tu ex pareja, volver a casa y desayunar con tu novia.

–Me parece que en todas tus historias está el peso del yo de los personajes, pero también el tuyo. Al final de Todas las canciones hablan de mí, el protagonista publica un libro y, en un acto fallido casi freudiano, se equivocan en su nombre: en vez de Ramiro Lastra, ponen Ramiro Lastre. Creo que justamente él mismo es un lastre que tiene que dejar para poder sentir, pero también pienso en vos y tu apellido. ¿Ser parte de esa especie de dinastía cinematográfica de los Trueba también ha sido un lastre?

–Sí, es un lastre para mí. Un lastre que he asumido, sin hacer como que no existe. Acepto mi apellido y lo que entraña, para bien y para mal, cosas buenas y malas, muchos prejuicios a veces. Pero sí, es verdad, ha polarizado mucho y no me han regalado mucho en ese sentido. Como que cada película que hago arrastra un conflicto desde el inicio; veo que a otros directores la prensa los trata con una facilidad que yo no recibo. No lo digo como una queja, pero creo que es como una confusión: todo lo que se escribe de mis películas parte de un supuesto conflicto que a veces pienso que no es tal. Como lo de qué significa ser hijo de tu padre. Yo puedo contestar eso, pero no sé cuán interesante puede ser. A La reconquista le han puesto tantas capas que al final la película queda enterrada en medio de todo eso y la gente percibe una cosa muy conflictiva, de un cineasta que es hijo de otro, si es él o no es él, y al final es... uff, no sé qué idea pueden tener de mí a partir de eso.

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