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Antes de leerlo, confieso haber abierto mucho los ojos cuando vi “Autobiografía poética” en la portada. Es una minucia, pero no tanto. Pensé si el adjetivo poética era necesario y su presencia me hizo desconfiar de la fuerza y el peso que de por sí tiene el género autobiográfico, capaz de contener y modular cualquiera de las voces, proyecciones o variaciones del lenguaje, con una libertad que casi ningún otro posee. Nadie dice que una autobiografía es narrativa o en prosa. ¿Se trata de cuentos, de capítulos de un diario íntimo, de la lista de los mandados o de apuntes en una servilleta? No importa. Los encasillamientos constriñen la lectura, al intentar darle al lector una coordenada innecesaria de aviso o captcha de entrada, aunque se haya buscado todo lo contrario.

Probablemente Tatiana Oroño (San José de Mayo, 1947), poeta, docente, investigadora, se planteó alguna de estas cuestiones sobre la recepción, a la hora de englobar en un único corpus este copioso material disperso en décadas al que llamó Libro de horas, para encontrarle significación dentro de su propia obra. Más allá de los rótulos, el libro llega a nosotros con el reciente palmarés de haber sido finalista del premio Bartolomé Hidalgo (2017) en la categoría poesía (ante las pruebas, parece ser una categoría bastante laxa a la hora de incluir las obras). Su experimentada autora ya había obtenido este premio en 2009 con el poemario La piedra nada sabe (2008) así como el Morosoli a la trayectoria literaria el mismo año. No es capricho el planteo inicial sobre la justificación poética del asunto autobiográfico. Oroño aclara: “Escribo lo que pasó para que pase algo que modifique lo que está pasando”, y es así como cobra sentido la reescritura de su historia personal (o de parte de ella), atravesada por el tamiz de la voz en presente, que es llamada a seleccionar y a dialogar con las complejidades de cualquier evocación del pasado.

La obra se nutre de dibujos, pinturas, anécdotas, relatos, enseñanzas, homenajes e intertextualidades de muchos autores. Los libros de horas eran manuscritos medievales de altísima manufactura técnica, realizados por encargo de las clases altas, con textos en principio litúrgicos y decorados (“iluminados”) con polvo de oro e imágenes religiosas. Los ornamentos otorgaban a cada libro-objeto un carácter único. Oroño no utiliza oro para labrar con la palabra, sino que explota al máximo la riqueza del recuerdo, la pátina viva que adquieren los sentimientos más arraigados cuando se los examina con adecuada perspectiva. Y ese es el caso de la primera sección, “Pan duro”, donde una niña observa, aprende y se mueve en “el mundo de los hombres”; y aparecen el barrio Malvín y el Taller Torres García con personajes que les otorgan un color especial a los murales de la infancia. Estos elementos reunidos redondean un sentido texto en homenaje a su padre, el artista plástico y docente Dumas Oroño (1921-2005).

A medida que avanzamos sobre la capa de recuerdos, encontramos diferentes tópicos hilvanados en los que la autora se detiene: la adolescencia (literatura y revolución); los quehaceres domésticos y el ritmo diario; las épocas difíciles en pleno régimen dictatorial; el IPA y la docencia como inevitable vocación/vibración; enseñar para aprender y viceversa; los alumnos, que también tienen su voz, la que las aulas dejaron en los pizarrones y corredores de la vida liceal. A partir del segundo tramo aparecen algunas alternancias entre la tercera y la primera persona, que comienzan a disputarse el lugar de enunciación, muchas veces sin ponerse de acuerdo. Esa lucha, a la larga, termina perjudicando a la lectura, la desestabiliza y, de la mitad del libro en adelante, deja de ser un recurso para convertirse en una vacilación de la mano que teclea, que luego se afinca directamente en el texto: “No sé cómo expresarme, qué tiempo elegir para registrar el acontecimiento”, “Escribí ‘nuestra’ y debí decir ‘mía’”. Los territorios de la memoria son traicioneros y la voz en presente demanda una coherencia difícil de sostener o calibrar: “¿Qué relación hay entre evocar, vacilar respecto a la dirección que tomará esta historia (es decir, respecto al plan de evocación) y aquellas reflexiones?”.

Entre los hallazgos que ofrece Libro de horas, vale la pena destacar los constantes cruzamientos entre imagen y palabra. Tomando como base los dibujos de sus hijos y nietos (presentes en el volumen), la autora trabaja en los dominios multidisciplinarios de la écfrasis (a muy grandes rasgos, la representación verbal de una representación gráfica). En esos casos, Oroño desarrolla con éxito una interpretación afectiva del pasado familiar, por momentos mucho más interesante que la visión personal. Allí verdaderamente encuentra nuevos calados, nuevas texturas, originarias y originales.

Libro de horas, de Tatiana Oroño. Estuario, 2017. 143 páginas.

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