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Aquel solitario universo cubano

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Si Cuba es –y lo es– un universo paralelo, cabe esperar que sus escritores, los nuevos al menos, escriban una literatura extraña. Y algo de eso hay. Basta con hojear la imprescindible antología Malditos bastardos - Diez escritores cubanos que no son Pedro Juan Gutiérrez ni Zoé Valdés ni Leonardo Padura ni... (2014) para sentir la gravitación de un universo pop que no es exactamente el que damos por “nuestro” (porque está ordenado de otra manera, o porque sus ruinas han caído para otro lado) y que logra fascinar tanto como las mejores novelas atompunk, testigo de (por ejemplo) un presente alternativo en el que la Unión Soviética triunfó en la Guerra Fría –y cayó en los primeros años del siglo XXI–.

Entre los nombres a tener en cuenta –y a indagar, ya que el mayor problema acá es acceder a estos libros– están los de Jorge Enrique Lage (cuya novela La autopista: the movie está entre lo mejor de la narrativa latinoamericana del siglo XXI), Ordany Morales, Anisley Negrín, Ahmel Echevarría y Legna Rodríguez Iglesias, nacidos a fines de los años 70 o ya (como Rodríguez Iglesias) promediados los 80. En el caso de esta, se ha vuelto más fácil acercarse a su obra, porque Alfaguara editó su serie de relatos/episodios Mi novia preferida fue un bulldog francés. Son 15 textos que, leídos por separado, funcionan como cuentos, pero que en sucesión –y siguiendo el hilo que va armándose con sus introducciones, presentadas en una tipografía más grande y con una disposición en la página que sugiere más poesía que narrativa–, diseñan bellamente un universo ficcional y una suerte de arco narrativo que se lee como un espejismo o un holograma tembloroso.

Quizá algunos de esos textos funcionan independientemente mejor que otros, pero todos apuntalan esa sensación de otredad y a la vez de familiaridad que quería señalar con la referencia a universos paralelos. La prosa, si bien nunca se configura en algo parecido a una trabazón barroca, ni convoca la aspereza textural de términos rimbombantes, logra con su economía de medios diseñar un ambiente extraño, descolocado, que opera en miradas sorprendentes, en una lógica narrativa singular y en la evocación desdramatizada –y por eso sumamente efectiva– de ciertos horrores: en especial los de la burocracia y el control estatal de los cuerpos, tanto que, por momentos, en los dos mejores relatos (“Clítoris” y “Monstruo”), la referencia consabida a Kafka parece acercarse temblorosamente al cine de David Cronenberg.

En las secciones que transcurren fuera de la isla se forma un espacio aun más inquietante, en el que las relaciones entre las cosas parecen haber sufrido un cambio todavía no entendido por sus personajes, que andan a la deriva en un mundo hecho de objetos reconocibles pero en el fondo completamente incomprensibles. Es como si Cuba fuera el núcleo de una realidad absurda pero familiar (y en cierto modo previsible). Lo lejano al centro de irradiación de esa familiaridad se vuelve opaco y extraño, y para el lector no cubano, uno de los grandes aciertos del libro es esa inversión de efectos, que enrarece lo más cercano a sus experiencias. Por supuesto, la Revolución es parte fundamental de ese núcleo, y es tratada de la misma manera que toda esa realidad dislocada y casi posapocalíptica de la isla; su mayor presencia –que, sin ser abiertamente cuestionadora del proceso, lo presenta tanto en sus miserias y sus fracasos como en sus pasadas esperanzas– está en el cuento “Política”, y después desaparece del primer plano.

Los relatos parecen (engañosamente) ligeros, con el tono de cierta narrativa afterpop o incluso de la alt-lit estadounidense (Noah Cicero, Tao Lin, Steve Roggenbuck, Megan Boyle y Melissa Broder, entre otros); pero donde estos parecen ofrecer, en última instancia, nada más que humo de colores pasteles, Rodríguez Iglesias –junto a otras narradoras esenciales del siglo XXI latinoamericano como la boliviana Liliana Colanzi– presenta una obra sólida, singular, profundamente expresiva e inquietante.

Mi novia preferida fue un bulldog francés, de Legna Rodríguez Iglesias. Alfaguara, 2017. 164 páginas.

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