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El cine en que paso los minutos

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Esta película fue premiada como mejor largometraje de ficción en el Festival de Brasilia, donde además sus actrices Elizabete Francisca y Francisca Manuel compartieron la distinción a la mejor actuación femenina. Su realización fue auspiciada con importantes fondos internacionales, y fue seleccionada para la competencia oficial del festival de Rotterdam. Los méritos que puedan justificar todo eso me resultan indiscernibles. O capaz que sí los puedo discernir, pero no alcanzo a verles el sentido.

Por ejemplo, la película es naturalista: los diálogos y las situaciones son creíbles, así como las escenografías, los lugares, las charlas. A veces uno siente que está, realmente, mirando un registro con cámara oculta de charlas reales entre gente real. Muchos cineastas aspiran a eso sin lograrlo. Me da la impresión incluso de que, para obtener esa naturalidad, hubo mucha improvisación en las conversaciones, y si no fue así, los guionistas hicieron un gran trabajo para urdir diálogos que parecen “de verdad”, y los actores para decirlos con el mismo resultado. La historia básica es simple y no tiene nada especialmente dramático: la joven portuguesa Francisca vive en Belo Horizonte. Llega de Portugal su vieja conocida Teresa, para quedarse, mientras se acomoda, alojada en su casa. Teresa extraña Portugal, Francisca parece acomodada a Belo. Luego la que empieza a extrañar es Francisca, mientras Teresa se va instalando y nace una amistad entre ellas. Lo demás son detalles episódicos: un amigo viene de visita, alguna fiesta, alguna noche de sexo de alguna con su novio (filmada con discreción y sin especial carga erótica), algún mandado, cocinar. Las conversaciones son insípidas: Teresa le muestra una hoja de una planta a Francisca y le pregunta: “¿Sabés cómo se llama eso?”; Francisca responde: “No”; “¡Planta! Jajaja”; “Ay, Dios mío, a veces tus chistes...”; “No pretendía ser un chiste”; “Pero te reíste sola”. Y por ahí va.

Quizá en ese afán de naturalismo el problema es que las protagonistas tienen muy poca gracia. Ninguna de ellas parece ser especialmente inteligente, o sensible, o imaginativa, o tener una personalidad poderosa, o algún objetivo fuerte, o ideales. Es lo más llano de lo más llano. La amistad que desarrollan corresponde a ese rasgo de sus personalidades: se llevan bien, se hacen compañía, conviven en armonía, desarrollan cierta intimidad como para contarse con soltura lo que sienten. Pero, como no sienten nada demasiado relevante o interesante, esa amistad tiene más bien el aspecto de un acostumbramiento. Ninguna de las dos parece provocar nada en la otra: ni un desafío, ni sembrar una idea, ni admiración, ni la revelación de un mundo especial. Tampoco hay motivo para tenerles antipatía, así que muy bien, se ayudan mutuamente a paliar la soledad.

A falta de mayor justificación, me imagino a esta película como un intento de la directora de plasmar situaciones vividas por ella o por personas cercanas que personalmente le tocaron una fibra, pero sin encontrar la vuelta para exteriorizar esas emociones íntimas y transmitirlas al espectador (bueno, a algunos espectadores, porque obviamente a los jurados de Brasilia, a los seleccionadores de Rotterdam y a quienes programan Cinemateca esta historia sí les importó, y no es poco decir). No da la impresión de ser un alegato sobre el aburrimiento, la enajenación vital y la anulación intelectual-sensible: parece que quiere suscitar simpatía. No se muestran las muchas bellezas de Belo Horizonte, pero tampoco lo que tiene de más feo. Quizá pretenda tener el valor estético de oponerse al cine mainstream rechazando las herramientas habituales de empatía, desarrollo anecdótico y acontecimientos sensacionales. Pero, si fuera por ese lado de abogar por un lenguaje alternativo, creo que le faltó radicalidad (no es el cine de Chantal Akerman o de Jaime Rosales). Y si fuera, por el contrario, para mostrar empáticamente el encanto que pueden tener conversaciones prosaicas de gente encantadora, bueno, faltó la gente encantadora.

Hay un par de momentos lindos, justamente cuando el film se escapa de lo narrativo. Mientras escuchamos en voz over el texto de una carta, vemos un montaje de imágenes de un parque o de Teresa haciendo jogging, al ritmo más o menos homogéneo de un plano por frase. Esto tiene interés además porque, a diferencia de los diálogos coloquiales, la carta está redactada en esa forma muy literaria y elegante de escribir que suelen tener los portugueses. El otro momento especial es cuando Francisca va a una disquería y el vendedor le pone un disco de Jards Macalé, que da origen a una secuencia de montaje sonorizada con la canción, con travellings por las calles de la ciudad. Y claro, es tremenda canción por tremendo intérprete. La fotografía no resulta llamativa, pero es muy buena: lidia con interiores no especialmente iluminados y colabora con la sensación general de lo cotidiano.

La ciudad donde envejezco (A cidade onde envelheço), dirigida por Marília Rocha. Brasil / Portugal, 2016. Con Elizabete Francisca, Francisca Manuel y Paulo Nazareth. Cinemateca 18.

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