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Ernesto Tabárez. Foto: Mauricio Kühne (archivo, diciembre de 2014)

El hombre de los lobos

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Ernesto Tabárez es el cerebro compositor detrás de Eté & Los Problems, y uno de esos músicos cuyas canciones se entrelazan tan inextricablemente con su vida que no podés distinguir si son causa, efecto, explicación o presagio de lo que le ocurrió, ocurre u ocurrirá. Después de hablar con él, uno se va sin saber cuánto hay de delirante, cuánto de claridad y cuánto de autoconvencimiento en lo que dijo, pero siempre queda un trozo de realidad insoslayable, de alguien que está viviendo su obra como si cada acorde fuese un nuevo golpe de cincel en una lápida que no deja de escribir. Quien lo conoce sabe que ante esa metralla que es el habla de Ernesto, a veces lo más disfrutable es callar y dejarlo que se explaye libremente. Con motivo del espectáculo de este viernes a las 21.00 en La Trastienda, una especie de cierre oficial de la presentación del disco El éxodo, que comenzó allí mismo en 2015, nos sentamos a escuchar algunos de los 130 temas nuevos que lleva consigo y lo dejamos hablar.

Tengo un problema: hice un disco llamado El éxodo y me pasé mudando de casas; ahora tengo miedo de hacer este nuevo disco, que se va a llamar Hambre, y cagarme de hambre.

En El éxodo estaba la idea de una manada cansada, que luego de mucho caminar, llegaba a un árbol. Caminaron mucho y ahora necesitan un poco de sombra. El éxodo terminaba así. Una canción que se llama “Bailemos” quedó fuera del disco, y fue algo que me dolió como un puñal. Me mató, porque además era la última canción que había escrito y era la joya que cerraba todo, pero conspiraba contra el relato del disco, y había que proteger una virtud que tiene El éxodo, que es la de esa continuidad. Me quedé tan quemado que pensé dejarla como un bonus track para que la gente la descargara. Un día estaba en la casa de Jaime Roos en La Floresta, le hablé de esta canción y dijo: “Mostrámela”. Se puso los auriculares, escuchó y dijo: “De nuevo”. Cuando le comenté que pensaba regalarla, me miró con cara de matarme, realmente ofendido, y me aseguró: “Sobre esta piedra construirás tu próximo disco”. Con el tiempo me di cuenta de que era realmente un puente entre El éxodo y todo lo que vendría después. “La fundación”, el primer tema que hice pensando en ese disco, decía: “En el árbol que está allá / hagamos una fiesta / donde podamos celebrar / que todo terminó”, y esta empieza diciendo “colgamos las guirnaldas y el color / entre las ramas se sintió / como un llamado a celebrar / que estábamos a salvo”.

Lo de la manada siguió conmigo cuando nos fuimos de gira por Alemania. Empezó con esa idea del lobo. En Alemania, Deutsch debería querer decir “lobo”. Tienen como diez palabras para lobo, muy distintas, que dicen muchas cosas. Pensé en toda esa cosa del lobo y Alemania y el frío y la nieve, y llegué a imaginarme que nos íbamos a llegar a encontrar con algún lobo en las afueras del hotel, pero me dijeron que no, que no hay, es algo que está resuelto desde hace 300 años. Nos explicaron: “Son animales que no puedan estar sueltos, básicamente los matamos a todos y dejamos a unos para que nadie más los mate”: eso es Alemania. Pero a mí me quedó muy fuerte esa idea de estar al mando de una manada de lobos que hiciera un disco allá.

Nos quedábamos en Alfeld, un pueblo en el centro del país. Si lo ves en un mapa, es el corazón mismo de Alemania. Su ubicación era ideal, porque estábamos de lunes a miércoles ahí, y los jueves, viernes y sábados viajábamos a tocar a otras ciudades. Tiene 15.000 o 20.000 habitantes. El pueblo, lo que se dice el pueblo, son diez cuadras para acá y cinco para allá. Es del tamaño de la Ciudad Vieja. En ese lugar nos quedamos en algo parecido a una usina cultural, pero mucho más copado y alemán. La casa tiene pool, futbolito, flipper, PlayStation, una cocina grande donde los chicos caen, se cocinan y lavan, y después una sala de ensayo, un estudio de grabación, un estudio fotográfico, unas cámaras, un estudio para editar. Está todo lo que alguien puede necesitar.

Anfeld tiene un solo bar. Se llama 7 Club, y nosotros le decíamos “El dos personas”, porque nunca había más gente ahí. Hay una hermosa escena con Iván Krisman [líder de Iván y los Terribles, que viajó con Los Problems como guitarrista sustituto], que justo quedó filmada, en la que le digo “Iván, ¿qué hora es?”, y él responde “son las cuatro de la noche”. A las seis de la tarde te tomás una birra y ya a las nueve no hay ningún ser humano. Pero siempre volvíamos a Anfeld, estaba buenísimo. Una casa, un pueblo, siete montañas alrededor... de ahí se supone que viene Blancanieves y los siete enanitos, porque hay una gran montaña, blanca en invierno, con siete cerros alrededor.

“Estaba pensando / entrando en la edad de Cristo / quién iba a traicionarme / quién es el traidor / Soy yo”.

Lo que pasó en la gira fue que yo pensaba: “Bueno, los tres días de la semana que tenemos libres escribimos un disco improvisando juntos, haciendo una música nueva, partiendo de otro lugar”. Lo decía con la inocencia de alguien que nunca hizo una gira. Venía con muchas ganas del disco, y me parecía un lugar ideal, un pueblo tranquilo para irnos a grabar ¿Qué más queríamos?

Pero, ¿qué pasó? Los primeros tres días nos fuimos a girar. Volvimos limados, porque habíamos viajado un montón de kilómetros en la semana, y el lunes tratamos de recomponernos, todo el mundo estaba a sopita y fideos con manteca y queso para calmarnos. El martes fue más salir, ver las montañas y eso. Ahí me empecé a calentar un poco, porque fue como “me están dejando tirado para hacer el disco”. Aquellos se empezaron a quemar y yo empecé con una tara que tengo: cualquier cosa que hablaban, yo la convertía en hablar del disco. Me volví infumable. Entre el enojo y la necesidad de intervenir en todas las conversaciones, a ver si de algún modo lograba traerlos hacia el disco, me volví una persona a la que nadie quería ver. Estabas hablando de fútbol y yo aparecía y te terminaba explicando por qué y cómo teníamos que hacer una canción.

Realmente no daba, me empecé a sentir rechazado por todos y se empezó a generar una cosa espantosa entre nosotros. Realmente espantosa. Estuvimos dos veces a punto de irnos a las manos. Si no nos fuimos a las manos en Frankfurt, no va a pasar nunca. Hacete la escena: en Frankfurt, Andrés [Coutinho, el baterista] pegándome con el dedo en la frente, así, fuerte, gritándome “¡no entendés cuando te hablan, no estás escuchando a la gente!” y yo “¡vos sos un hijo de puta!”. Una cosa muy intensa, muy intensa, agotadora. Al final ya fue, no hicimos nada, no nos pegamos porque somos unos cagones. Terminó la gira y quedamos todos más o menos, siempre siendo nosotros, queriéndonos, dándonos un abrazo, pero uno que decía “te abrazo porque sé que esto lo vamos a resolver después”.

A todo esto, allá me agarré una enfermedad maligna, una infección en las encías que se llama la “gingivitis de las trincheras”; la causa una bacteria y se registró en la Primera Guerra Mundial. Después la dentista acá me dijo “esto es frío, mala alimentación, higiene irregular y angustia”, y yo dije “pfff: girar en Alemania”. Se me retrajeron las encías y me empezó a sangrar todo el tiempo la boca. Tenía las raíces expuestas y me dolía respirar. Tuve que cantar dos días así. Estábamos en una situación tan compleja humanamente que yo estaba tirado en una cama y nadie me hablaba. Tirado con una toalla con sangre, y los flacos pensaban que estaba de resaca. Y era “este hijo de puta encima se mama y se pasa todo el día tirado”, hasta que apareció un alemán y me dijo “Ernesto, ¿are you OK?”; yo giré, vio la toalla llena de sangre, se dio vuelta muy serio y dijo “Men, he needs a doctor. Now!”. Y los otros, onda “Ah, ¿estás bien, vos? Uh, boludo, ¿por qué no avisás?”.

Yo lloraba, estaba en la cama sangrando por la boca a las cuatro de la mañana y todos estos bailando después del último show, mandando al grupo de Whatsapp fotos de todos mamados tipo “¡Eeeeh!”, y yo miraba y lloraba y decía “¿que estoy haciendo acá, tocando en Alemania para 50 alemanes que no les importa, pasando por este infierno?”. Fui a cantar con esa boca –tenía dos vasos, uno con agua y otro para escupir sangre, porque se me pegaba la sangre en la garganta y no me dejaba cantar–. Entonces hacía buches y escupía en el vaso. Todo el tiempo arrastré las canciones, diciéndome “ta, terminás esta estrofa y parás el show”, y logré llegar casi al final. La penúltima era “Manuel Flores”, y cuando abro la boca para decir “Manueeel”, siento que dos garras de velocirraptor me arrancan la mandíbula. A ver si me entendés, porque hay algo que no conté antes: los alemanes no te dan nada sin receta. Yo necesitaba calmantes y no te los venden: te venden, apenas, ibuprofeno 400. Yo lloré en una farmacia, con un trapo con sangre en la boca, diciéndole a la mina “I take this for breakfast!”, un ibuprofeno no va a arreglar esto, ¡dame droga, loca! Además, es carísimo comprar droga para calmarte. Entonces pasé tomando esos chopitos de vodka que salían un dólar, y me encajaba de a cinco. Me llegué a tomar cinco ibuprofenos así, ¡pla, pla!, desesperado, llorando, pateando cosas; los pibes bailando y yo arrastrándome con 40 de fiebre... obviamente no fueron malos, pero estábamos en esa situación... Entonces, termino “Manuel Flores” y la canción se enganchaba con “No sé lo que paso”. Había logrado atravesar todo el show sin decir “paremos”, y en un momento hice un gesto de desmoronamiento que para mí fue muy efusivo, pero Andrés me miró, hizo tum tum pah, tum tum pah y largaron el tema igual. Ahí sentí que me abandonaron, ¿me entendés? Fue un “no rompas los huevos, tocá”. Yo gritaba “fuego, fuego, fuego” y me brotaba la sangre, literalmente.

Ese día saqué la conclusión de que tenía que llegar a Alfeld e ir a un médico de allá, porque los del seguro de viajero me decían “indícanos dónde estás” y yo les gritaba “¡es que estoy de gira, no estoy en ninguna parte!”. Eso era saber que iba a tener que atravesar dos días más de shows hasta llegar a un calmante. Fueron dos días en el infierno. Escupiendo sangre. La sangre se coaguló, tenía la encía negra y me sacaba pedazos de sangre con un olor a podrido espantoso, nadie se me acercaba, no podía comer, estuve dos días sin poder masticar, tomando jugo y metiéndome buches de Listerine, tragos de vodka e ibuprofeno como caramelos. Llegamos a Alfeld y me fui al dentista, que quedaba a 70 metros de donde estábamos, como todas las cosas allá. Caminé hasta ahí, abrí la boca y el dentista, bastante nazi él, puso cara de asco y me dijo “It’s only flesh, not the bones, it’s OK”, [es sólo carne, no los huesos, está todo bien] y ahí me dio una amoxicilina 1000, que es hermosa. Tienen 1000, nosotros tenemos a lo sumo 750, no 1000. Mil. Dos por día. Tomé el antibiótico y cuando el calmante alemán cayó fue una hermosura. La farmacéutica alemana es hermosa; necesitás receta, pero cuando estás adentro, el mundo es tuyo. Cuando se me fue el dolor, me clavé seis huevos revueltos y dormí 16 horas.

“Voy a refundar / (Voy a refundar) / Refundarme”.

Igual quedamos muy rotos. En un momento empecé a pensar que todo lo que yo veía positivo en la manada también lo tenía de violento, de castigar. Y era que si el macho alfa está un poco débil, todos van a ver cómo echarlo, porque es un peligro tener al macho alfa fuera de control, y yo llegue a estar fuera de control, creeme. Por la enfermedad, por el dolor, por la locura mía de hacer un disco enojado con los demás, viajando en una camioneta, todo el día juntos, siete personas en un mismo cuarto. Entonces empecé a enloquecer, que es lo que hago yo para hacer un disco (ahora puedo decirlo, en ese momento creí que estaba enloqueciendo posta) y pensé: “Ahora soy un lobo solitario, expulsado de la manada”. Me sentí así. Se fueron todos a Uruguay y yo quedé loco, ahí, en Alemania. Anduve en algunos Airbnb de Berlín de los barrios más baratos, compartiendo casa con algún kazajo en un barrio que parecía mucho más Euskal Erría que Berlín. Ahí decidí volverme a Alfeld.

Me quedé 15 días más y empecé a trabajar en el disco, en el estudio ese, solo, guardando todo en el celular. De noche me quedaba grabando ahí, me cantaban los cuervos afuera y me daba cuenta de que había amanecido. Viví en un limbo muy solitario. Volví a Montevideo y no sabía ni a dónde iba a volver a vivir.

Caí en lo de Pablo Stoll, que se iba de viaje a Irlanda, y empecé a abrir todos los archivos que había empezado a grabar en el celular, un montón de pedazos de canciones. Para peor, me fui enterando por varios amigos de que todos en la banda habían quedado re quemados conmigo. Cada vez que me preguntaban “Ernesto, ¿qué hiciste?”, yo trataba de explicarles, pero después de intentar hacerlo cuatro o cinco veces, caí en una depresión honda, separado de mi pareja, sin banda, sin disco y absolutamente en bancarrota... yo había esperado volver con laureles y un disco, y regresé a la nada misma.

“El árbol serviría para armar / una fogata en carnaval / para que sepas dónde estoy. / Incendié todo el pueblo / ¿de dónde saco un hacha? / y están todos bailando / y vos no me mirás. / Igual, ¡qué linda estás!”.

Entonces mi amigo Lalo, el cocinero del restaurante argentino Perón Perón, que es un hermano mío, me llama: “Manito, venite para Buenos Aires y charlamos, me contás qué te pasa, que yo hace mucho tiempo que no te veo. Venite que te invito el pasaje”. Agarré la mochila y me fui. Me tomé un Buquebus esa noche, llegué a Buenos Aires de mañana y fue hermoso. Me dio un abrazo y me dio de comer de ese restaurante que es increíble, te hace empanadas de osobuco, milanesas de bondiola, un cordero con puré que lo cortás con la cuchara y decís “vamoooo”. La primera noche nos quedamos mamándonos y hablando. Cerró el restaurante, dos botellas de whisky y nos sentamos a hablar. Y, después de hablar un montón, le digo “ahora yo sé lo que tengo que hacer para arreglar esto”. Provenía de una visión que había tenido en Alfeld, pero recién en ese momento se me hizo clara. Un día venía caminando a las nueve y media de la mañana de allá, que es como caminar a las cinco de la mañana en invierno en Montevideo, y veo entre la neblina, como a 30 metros de distancia, una sombra. Al tiempo vi que era un ser humano que pasó, pero mientras estuve sin los lentes, porque se me empañaban, el empañado se congelaba y después tenías que rasquetearlo, me dio la sensación de que era un hombre lobo. En realidad, me dio la sensación de que él me había visto como un hombre lobo a mí también. Entonces tuve una visión mientras caminaba: me imaginé a alguien como yo, envuelto en una piel de lobo, no curada como si fuera ornamental, sino la piel de un lobo recién cazado. Ya no roja la sangre: negra, como la que salía de mi boca... Ahí me doy cuenta de que yo soy ese lobo solitario, expulsado de la manada, y que tengo que conseguir una presa, y que esa presa son las canciones. Mi imagen era que ese hombre lobo venía cargando con un animal de cuello largo, entraba a un círculo de poquitos que eran Los Problems y hacía ¡cla! y dejaba caer un pedazo de animal, un antílope hermoso (porque además vi unos antílopes en los museos de ciencias naturales de Berlín, altos como esta puerta). Entonces se hacía un fuego y todos los del círculo están sentados para comer, con el macho alfa repuesto, y se empiezan a acercar los demás, otros, que supongo que serían un público. Entonces dije: “La presa”. Yo tengo que traerles una presa, ponerla ahí y que sea “bueno, el que quiera que coma”, y recuperar mi autoridad perdida.

Pero ahí me di cuenta de que lo que armó este círculo no es la presa, es el hambre. Lo que mueve al macho alfa, al resto de los lobos, incluso a los carroñeros, es el hambre, y cuando logré poner en palabras eso cayó un rayo de luz sobre la oscuridad y pude volver de Buenos Aires con una misión. Me di cuenta de que todo estaba ahí, desde antes. En “La fundación”, la canción que había fundado Hambre, la primera canción que compuse pensando en ese disco, ya estaba todo. La tenía grabada en mayo de 2015, mucho antes del viaje. Los lobos, la presa, la manada, todo eso ya estaba ahí. Sólo que no lo había visto. Las canciones lo saben todo antes. Me volví a la casa que alquilaba y me puse a laburar. Les mandé cinco temas para que los fueran escuchando y ver qué tal. Traté de no insistir mucho, sabía cuáles habían sido mis errores antes. Para mí era muy importante ver qué decía Andrés, y cuando me llamó y me dijo: “Ernesto, esto está buenísimo. Vamos a hacer un discazo, ¿querés hacer un discazo?”, fue como que algo se reordenó.

Por eso mismo, también está buenísimo hacer este toque de despedida de El éxodo en La Trastienda. El show es nuestra forma de perdonarnos. Necesitamos sentir que todo este esfuerzo, estar peleándonos en un camarín en Frankfurt mientras un montón de alemanes no entendían nada, toda esa angustia, valió la pena. Creo que esto ya está pasando, pero el símbolo de cerrarlo en La Trastienda, donde lo presentamos hace tres años, va a ser necesario. Porque lo simbólico es todo.

Para mí es como el fin del mundo este show. Es el fin del mundo conocido. Después nos meteremos en el disco nuevo y seremos otras personas. Ahora te puedo decir que no siento un duelo. A este disco le dimos todo, él nos dio todo y nosotros le dimos todo. Es cerrar ese círculo donde empezó. Acá prendimos la antorcha, acá se apaga. O, en todo caso, acá incendiamos la ciudad y salimos en fila india por Fernández Crespo con matracas, rumbo a la oscuridad, y desde la oscuridad volveremos con un disco, o pereceremos en ella.

Agustín Acevedo Kanopa (o Ernesto Tabárez)

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