–En el panel en el que participaste, bajo el título “Con la infancia a cuestas” y junto a las narradoras orales Maryta Berenguer y Niré Collazo y al escritor Sebastián Pedrozo, hablaron de “las infancias”. ¿A cuál de ellas te dirigís con tu literatura?
–Las infancias son todas distintas y es difícil imaginar al lector o al destinatario a quien le leés. Lo más interesante, para mí, es pensar o imaginar gente que está creciendo y a mucha velocidad: uno mide 50 centímetros cuando nace, y al año ya está caminando y levantando del suelo mucho más que 50 centímetros. Es un momento de la vida en el que se crece muy rápido, pero el crecimiento no se detiene porque termine la infancia, se puede estar creciendo a cualquier edad. Lo que escribo es para todo público, sin excluir a los niños, por supuesto, pero tampoco a los adultos. No existe la dorada infancia en la que todo está bien y todo termina bien. Hay infancias de todo tipo, y hay cosas tristes que pasan en la infancia, o cosas que por ahí no son tan dramáticas pero el niño las vive de esa forma y lo afligen. Esta cosa de cuidar la infancia –“el cuidado protege pero también encierra”, dice Graciela Montes– es una ilusión. Es cosa de ilusos creer que a los niños tenemos que darles todo acomodadito, como esos finales de narración componedores, forzados para que no pase nada demasiado inquietante, cuando lo que caracteriza a la literatura, cualquiera sea ella, y al arte en general, es que inquieta.
–La infancia no es una etapa exenta de dolor, y es un lugar y un tiempo donde existe la crueldad, donde está todo...
–Donde está todo como cuando te vas haciendo adulto, sólo que en la infancia tenés menos recursos y menos tiempo vivido para haber experimentado esas emociones fuertes, que se te presentan por primera vez. Excluirlas de la literatura es mezquinar algo que está en la realidad. Es ocultar algo; no diría mentir, pero sí soslayar y dejar a los lectores tan faltos de acompañamiento que ni un cuento les contamos sobre esas cuestiones.
–Has desarrollado una larga carrera como docente en paralelo a la de escritora. ¿Cómo juegan juntas esas dos vertientes?
–Se alimentan una a la otra, pero se trata de la función docente desde una concepción que la literatura me ayudó mucho a abrir, a sacarme el guardapolvo de la que quiere enseñar, transmitir conocimientos, evaluar, y a ver qué había debajo de la piel. Es la función de un adulto que puede mirar al niño como un otro, alguien a quien no conoce, y que puede escucharlo en tanto es un ser que tiene cosas para decir, cosas para preguntar. No sé si se puede hablar en general, pero encuentro en las escuelas poco espacio para las preguntas de los niños. Las preguntas suelen ir de los docentes a los niños, que deben contestar, y en ese contestar preguntas de los adultos hay una cosita de evaluación que los niños perciben inmediatamente, porque son muy lúcidos: saben qué es lo que el maestro quiere que respondan y tratan de coincidir con eso, porque tienen conciencia de que están ante un evaluador. Cuando el docente puede correrse de ese lugar, y no espera del niño otra cosa que alguien que le va a venir con todo un mundo que el adulto desconoce, cuando vas a la sorpresa y estás abierto a todo eso, la pasás mucho mejor, no te frustrás, porque entendés que el otro al que tenés enfrente no tiene por qué responder a tus expectativas. Cuando se trata de arte, cuando se trata de un texto literario, no podés anticipar qué lectura va a hacer el otro. Si lo anticipás, te frustrás; en cambio, si no lo anticipás, te sorprendés, te asombrás y te encanta.
–¿Qué lugar tiene la poesía para niños? En Uruguay, su edición es bastante excepcional, hasta el punto de que autores como Mercedes Calvo y Germán Machado suelen publicar en otros países y no acá.
–En Argentina está en una etapa de descubrimiento, viene de una situación como la que vos me planteás que hay acá, y de pronto hay un florecimiento de la edición. No de la producción, porque la producción siempre estuvo, pero no había acceso a la posibilidad de editar, era difícil editar poesía. A mí me parece que en la infancia, y siempre, la poesía está cerca del juego, del juego con la palabra. De hecho, no sé si escribo poesía, me parece que escribo juegos con palabras. ¿Cómo se llega en Argentina a editar poesía? Alguien empezó, otro siguió, y se ve que los niños la reciben con mucha alegría porque, justamente, está cerca del juego. El adulto no sé si se permite tanto el juego: todo tiene que significar, tiene que poder traducirse a otra cosa. La poesía no se traduce, es emoción, es lo que las palabras, jugando, te suenan.
–El lenguaje poético tiene que ver con una zona muy infantil.
–Muy de primera agua, muy de encontrarse por primera vez con las palabras y recibirlas antes que nada como sonido. La escuela por ahí está muy preocupada por que los niños digan qué significa esto y qué significa lo otro. Por otra parte, como autores nos planteamos: “¿Puedo poner esta palabra acá? Porque capaz que no entienden lo que quiere decir”. Pero los niños son las personas que están más cerca de esa etapa de la vida en que no entendían nada, ya que de recién nacidos no comprendían lo que hablábamos, no entendían el lenguaje; encontrar las palabras escritas, entonces, es algo similar a lo que les pasaba poco antes con las palabras habladas. Si no las entendían, no iban a buscar al diccionario ni preguntaban, a los dos años, qué querían decir: las pasaban por alto hasta que, de pronto, las tomaban y se las apropiaban.
–En tus inicios publicaste en Libros del Quirquincho, una editorial que es un faro en Argentina.
–Eso tiene que ver con otra pregunta que me hiciste antes, sobre la docencia y la escritura. En aquel momento, yo recién empezaba a imaginarme que podía llevar a alguna editorial cosas que había escrito. La editora de esa colección era Graciela Montes. Nada menos. Yo estaba en el grado, en la escuela, era una maestra que escribía y le llevé algunas cosas mías. Ella me llamó y me dijo: “Este cuento, ¡qué interesante, cómo se nota que vos sabías desde el principio a dónde querías llegar!”. Y yo me puse toda ancha, pero lo siguiente que dijo fue: “Qué lástima”. Y aquella fue una lección enorme. Me habló de que no estaba bueno que un cuento bajara línea, y yo no sabía ni de qué me estaba hablando, qué significaba “bajar línea”. Me habló de que el autor pisa un palito cuando transmite un mensaje muy obvio, muy dicho, y me regaló un libro de ella que se llama El corral de la infancia [2001]. Yo me lo llevé, lo leí en casa y lo subrayé todo; después tomé mis cuentos, les fui sacando todos los palitos y se los volví a mandar. Y ahí ella editó mi primer libro. Graciela Montes y Laura Devetach para mí fueron un faro. Después de la dictadura cívico-militar, con el regreso de la democracia, ellas ya estaban publicando, pero empezaron a hacerse más activas y a llegarnos en las escuelas. Haber estado ahí, en aquel momento, es algo que tengo que agradecer.
–Te quería preguntar brevemente por tu participación en Quién soy. Relatos sobre identidad [2013], un libro que lleva a sus páginas una realidad muy dura, la de los niños apropiados en la dictadura. ¿Cómo fue el proceso de trabajo?
–Fue “¿digo sí o digo no?”. Entre el sí y el no hay muchas opciones, y una fue “voy a ver”. Cada uno de los autores nos encontramos con uno de los nietos y nietas. A mí me tocó –o más bien elegí a– Jimena Vicario, una persona que había pasado por una situación muy difícil. La recuperaron a los ocho años, era una nena. Estuve charlando con ella mucho tiempo, con los editores presentes. Yo sabía que entre los autores estaban María Teresa Andruetto [que ha trabajado en su obra la memoria de la dictadura y la reconstrucción de la identidad], Paula Bombara, que es hija de un desaparecido, y también otro escritor que no pudo con eso –como nos podría haber pasado a cualquiera de nosotros– y se apartó, entonces entró Mario Méndez. La historia de Jimena fue muy dura; yo escribía, anotaba, anotaba, y se fue cada uno para su casa. Cuando iba en viaje me llamó la editora, Judith Wilhelm, que había estado presente, y me dijo: “Fijate, si te parece muy difícil manejemos otra historia”. La verdad es que sí era muy difícil; nos había contado que cuando secuestraron a su madre y ella era una beba de ocho meses, la habían dejado en Casa Cuna y la encontró una persona que trabajaba ahí, Susana, su madre adoptiva. Cuando la encontró, la alzó, se la mostró a sus compañeros, preguntó “¿Qué hacemos con esta nena?” y alguien le dijo: “Dejala donde la encontraste”. Entonces, cuando Judith me dice: “Cambiamos por otra historia si esta es muy difícil”, a mí me vino ese flash. “Dejala donde la encontraste”. Otra vez, no. Nos ayudamos entre todos, éramos un grupo y estábamos comunicados. Así fue como, con la opinión de una y la sugerencia de otra, fui encontrando la voz de la nena, que era lo que me resonaba todo el tiempo. Jimena tenía en ese momento 36 años, pero a la que yo escuchaba todo el tiempo era a la nena. La primera vez que leímos fragmentos frente a personas adultas, al terminar levanté la vista y la gente lloraba. Son cosas que uno no se espera y que suceden. A mí llorar no me pasó hasta que me pude apartar... no sé cómo decirte. No lo escribí llorando, sé que me tocó mucho, pero me salió llorar cuando recibía la respuesta de otro.
–También has trabajado dando talleres en cárceles.
–Sí, en el penal de Marcos Paz, con jóvenes de hasta 21 años. La primera vez que fui al penal, me preguntaba qué llevarles. Llevé tres cuentos y les dije que eligieran cuál les gustaba más. Uno era de pícaros –yo me la jugaba a que la elección iba a ir por ese lado: mirá los prejuicios–, otro era de intriga, y el tercero era un cuento sobre un hada. Y eligieron “El hada del lago”, por aclamación. Son esas cosas de uno que está afuera e imagina el adentro. También trabajé con jóvenes internados por problemas de drogodependencia, y un día, no sé por qué motivo, seguramente por lo que les estaba leyendo, les canté una canción de cuna y ellos se pusieron con los brazos sobre la mesa; después, cada vez que iba, en el cierre les tenía que cantar esa canción de cuna. La literatura es donadora de palabras, te da la palabra. Si tenés palabras para nombrar la bronca, el odio, la frustración, es más difícil que actúes esos sentimientos sobre otro en forma de violencia. No digo que no pueda pasar, pero la palabra es intermediaria y ayuda, más allá de que esa no sea la intención, porque la literatura no tiene la intención de salvar a nadie.