Luego de que circulara ayer la noticia del fallecimiento de Daniel Viglietti, cientos de músicos y artistas recordaron al talentosísimo compositor y guitarrista, que pudo ser concertista pero eligió el camino de la canción popular, y marcó a varias generaciones con su potente y rigurosa trayectoria. En cuanto a su papel fundamental en la llamada canción de protesta desde los años 60, su amigo el musicólogo Coriún Aharonián –que falleció el 8 de octubre– siempre destacaba su ética y su poética, y reconocía que Viglietti mantuvo un gran compromiso no sólo con lo social y político sino también con la autoexigencia al crear, convirtiéndose en un punto de partida muy importante para la identidad creadora e interpretativa.
El cantautor y docente Rubén Olivera contó a la diaria que primero conoció “Canción para mi América”, y después su segundo disco, Hombres de nuestra tierra. Ciclo de canciones uruguayas (1964) y la trilogía clásica Canciones para el hombre nuevo (1968), Canto libre (1970) y Canciones chuecas (1971), de los que “sacó” todas las canciones, que se convirtieron en una fuente de aprendizaje. Señaló que es “muy rico cuando alguien conjuga ser un buen cantor, un buen guitarrista, un buen compositor e incluso un buen pensador, porque él venía de la escuela de Héctor Tosar y Coriún, que se terminaron convirtiendo en paradigmas”. En ese sentido, recordó que en los 60 conjugó la separación de la matriz argentina y el direccionamiento, a nivel conceptual, por la revolución cubana, pero siempre en la búsqueda de “niveles de calidad, recuperación de matriz propia e invención. Fue el primero que tomó la poesía española, el primero en hacer un árbol conceptual integral como el disco temático Hombres de nuestra tierra, totalmente basado en géneros locales. En él, además, reunió a la fotógrafa Isabel Gilbert [que recorrió campos y sierras para su trabajo] y al poeta Juan Capagorry; ese tipo de ideas muy redondas. Además de ser un cantante épico a la vez que lírico; con una fase adusta, pero una gran ternura y un gran humor”.
Para Olivera, fue un compositor que logró hablar de aspectos crudos sin que el producto artístico se doblegara. Por eso, señaló que cuando se escucha un acorde de Atahualpa Yupanqui, el excepcional grito de John Lennon o una nota de Viglietti, el “grado de verdad y credibilidad es muy alto. No es casualidad cuando uno deja de lado lo sensiblero y lo grandilocuente, porque al crear con verdad hay un descarte de lo superfluo. Eso se transmite en un solo sonido, en un solo toque de guitarra, en la calidez de la voz. Si pudieras separarlo en un prisma, tendrías un arcoíris de ternura, humor, seguridad, coherencia, solidez. Hoy todos tenían algo para contar de su conexión directa con cada oyente. Era una fuente”. En cuanto a lo guitarrístico, recordó que, al tratar de tocar sus canciones, en un momento dijo “acá hago lo que puedo, porque no sé cómo se hace”. Y aún le pasa lo mismo, porque Viglietti “inventó un resumen ideal de maestros de guitarra como Abel Carlevaro y Atilio Rapat”. Contó además que era de los pocos veteranos que iban a todos los recitales de jóvenes, y que cuando volvió del exilio a Argentina, “en los primeros recitales nos invitó a Larbanois-Carrero, a Luis Trochón, al Choncho Lazaroff, a Leo Maslíah y a mí a cantar, y nos pagó parte de lo que él iba a cobrar. Por donde lo mires y donde lo rasques, hay una construcción de su verdad, y un mantenimiento de esa verdad que él sabía que tenía. Era un faro”, sostuvo. En cuanto a su obra reciente, comentó que tenía unas cinco canciones nuevas sin grabar: “Ahora viene el mismo paso que también se da con Coriún y que tiene que ver con el archivo, porque hay que ver cómo se pueden conservar y ordenar esos cientos y cientos de cintas de comentarios y entrevistas desde los 60 en adelante”.
En la misma línea, uno de los mayores referentes actuales del folclorismo argentino, Juan Falú, destacó que en su país Viglietti es un ícono, y que siempre fue muy escuchado por su cancionero de denuncia. “Hace poco hizo una gira de presentaciones por acá, y todas fueron ceremonias rituales por lo que él significó como estandarte. Siempre valoré su condición musical y guitarrística, porque su modo de tocar la guitarra era muy personal y de mucho conocimiento. Se trata de alguien que maneja el sentido contrapuntístico del instrumento en relación con el canto. En su guitarra, más que un mero acompañamiento rítmico o armónico, hay composiciones que va tocando mientras canta. Y eso es algo que se valora y se respeta mucho mucho en esta parte del mundo. Acá, a ese modo lo empezó a desarrollar Eduardo Falú [tío de Juan]. Así que, por donde se lo mire, la figura de Daniel es muy luminosa”. Para el tucumano, hay obras “que pasan en forma efímera, a veces con un brillo superficial que se desvanece. Pero hay otras que tienen a la eternidad como destino. A lo de Viglietti se le aplica muchísimo una expresión yupanquiana que me gusta mucho: que el artista es mejor que alumbre y no que deslumbre. Daniel alumbra, y mucho. Porque el compromiso con la creación es muy importante: a veces la ideología destiñe a la canción, y que prevalezca tanto el mensaje estético como el ideológico es algo que tiene mucho que ver con Viglietti. Porque se puede ser muy chabacano con una canción de denuncia, que puede ser tan demagógica y superficial como una canción de amor, pero estamos ante un caso que la enalteció”.
Por su parte, el músico Guillermo Lamolle contó que durante años sólo conoció Canto libre, hasta que Viglietti volvió del exilio y entonces comenzó a escuchar todos sus discos. Opinó que su obra tuvo dos etapas bien distintas, pero que siempre fue experimental e “inventó una forma de tocar la guitarra, que se reconoce de lejos e hizo escuela, pero nadie toca como él. Primero se dio la época guerrillera, y cuando volvió, llegó con una serie de canciones rarísimas que cantó en el Franzini. La creación fue su principal compromiso, en el sentido de que la guitarra era tanto o más revolucionaria que las letras de sus canciones. Algo que no sucede habitualmente. Por eso, al escucharlo uno sigue aprendiendo”. En cuanto a sus particularidades, apuntó que contaba con “una mano izquierda rarísima, por las armonías que usaba, y una derecha inimitable, que nadie entiende. A otros los podés entender pero no te sale, pero él no se entiende”. Cuando Lamolle comenzó a ir al Taller Uruguayo de Música Popular (TUMP), Viglietti era como una entidad “mágica” e inaccesible, que aún no había vuelto del exilio. De modo que, al regreso, algunos le preguntaban, en relación con sus canciones: “¿Qué hacés acá?”, y “¿cómo hacés esto?”. “Me acuerdo cuando el Choncho Lazaroff le preguntaba qué hacía en tal canción, que sólo conocía por discos, y Viglietti decía que no sabía qué hacía. Los músicos son un poco así”. En cuanto a continuidades, dice que Lazaroff “fue uno de los que más o menos lo siguió, sobre todo con lo de la mano izquierda y la armonía, que era muy reconocible. Y como además tenía voz grave, a veces lo evocaba. Pero Viglietti era un tipo muy personal en su manera de tocar y de cantar. De hecho, ahora tenía la misma voz de los 20 años, y eso es inentendible”.
Al entrerriano Carlos Negro Aguirre (que en el próximo Música de la Tierra iba a interpretar “Gurisito” y el “El vals de la duna” junto a Viglietti), su obra le llegó en la adolescencia. “A medida que fui creciendo y adquiriendo más herramientas para desmenuzar sus canciones, me sentí muy atraído por su literatura, por ciertas maneras de sus construcciones y su arquitectura musical. Una arquitectura muy sobria, despojada, con la virtud de la simpleza, y a la vez con una enorme profundidad y contundencia, que te deja absolutamente conmovido. Hace un tiempo nos cruzamos en un festival vasco y me propuso hacer una entrevista para su programa [Tímpano]. Para mí fue algo soñado, porque era alguien que uno tomaba para construir su propio camino, que trasciende lo musical y literario y abraza una memoria social y política”. Su coterránea Liliana Herrero admitió estar “devastada”, porque eran amigos desde hace más de 40 años. “Anoche se acercó mi amiga Rita Cortese y me dijo bajito: ‘Murió Daniel Viglietti’. Todos los años en que compartimos lo que la amistad propone aparecieron en mi corazón. No atiné a nada. Tomé el micrófono y canté a capella un fragmento de la emblemática ‘Milonga de andar lejos’: ‘Ayudéme compañero / ayudéme no demore / que una gota con ser poco / con otras se hace aguacero’”.
Del otro lado del teléfono, el guitarrista y compositor Carlos da Silveira, que tocó con Viglietti en los últimos años, contó que lo seguía sorprendiendo la energía que mantenía: “Hicimos una gira por el interior con el sonidista Martín Pereira, Pablo Somma, Andrés Bedó y Jorge Trasante, y nos reíamos porque a las 2.00, en medio de la ruta, cuando nosotros estábamos para tirar a la basura, él quería parar la camioneta cuando íbamos rumbo a Lavalleja para ver el Cebollatí de noche. Y después se levantaba olímpico”. La primera vez que lo escuchó fue en Tacuarembó, en 1962, cuando Da Silveira tenía 12 años. Y después en 1968, cuando se vino a Montevideo. “En 1970 me volví a Tacuarembó por un año, empezamos a juntarnos con Eduardo Darnauchans, y un día él fue telonero de Viglietti en el cine Rex. Después vino Numa Moraes y nos mostró “La patria, compañero”; cuando vi cómo tocaba la guitarra le pregunté con quién estudiaba, y me dijo que era con Viglietti. Al volver a Montevideo fue lo primero que hice, estudié con él de 1971 a 1973, y era un profesor de puta madre, porque te hacía laburar para que aprendieras. Te planteaba acertijos, aprietos de cómo resolver y tocar algunas cosas. A experimentar con la guitarra aprendí con él”. En 1984 lo llamó Rubén Castillo porque Viglietti se había lastimado la mano izquierda y quería que Da Silveira lo acompañara. “Ahí saqué los discos al dedillo, y cuando no podía tocar porque la técnica no me daba, inventaba algo que funcionara. Era una enorme responsabilidad tocar con alguien como él. Y todavía probamos –antes de tocar en el estadio Centenario– a hacer ‘La llamarada’ con Chico Buarque, a ver qué salía. Casi que la improvisamos en el escenario”.
Improvisada y premeditada a la vez, la llamarada sigue alumbrando al mundo entero.