Del sinnúmero de documentales que se producen en la actualidad, que puede considerarse una edad dorada del género, un buen número se ha dedicado a la música y a las historias de sus protagonistas, a tal punto que ya son frecuentes las repeticiones. Sin embargo, y tal vez por la menor popularidad relativa del jazz, no ha habido tantos –o al menos no tantos de buena calidad– sobre las leyendas de ese género, mientras que abundan los dedicados a popes del rock y del pop, a sus contextos y hasta al proceso de creación de algunos de sus discos (aunque, teniendo en cuenta que también se han hecho documentales sobre artistas oscurísimos y desconocidos de esos géneros y de otros, quizá la cuestión sea que gran parte de los cineastas jóvenes desconocen por completo el jazz).
Apenas pueden destacarse la monumental serie histórica dirigida por Ken Burns, Jazz (2001), el irregular pero fascinante Straight No Chaser, film biográfico sobre Thelonious Monk (Charlotte Zwerin, 1988), el histórico paneo sobre el free jazz de Imagine the Sound (Ron Mann, 1981), algunos resúmenes de las carreras de figuras como Charlie Mingus, Ornette Coleman y Chet Baker, y varias filmaciones de conciertos (todo en general bastante difícil de conseguir, y rara vez exhibido, no sólo aquí sino incluso en Estados Unidos).
Pero un cineasta llamado Kasper Collin, que no proviene de Nueva Orleans, Chicago o Manhattan, sino de Gotemburgo, Suecia, parece haber decidido ocupar ese espacio vacío, y no sólo ha dedicado sus dos primeros documentales a sendas figuras icónicas del jazz, sino que en ambas ocasiones, además, el resultado ha sido recibido por la crítica como lo mejor que se haya hecho en este terreno poco frecuentado. El primer film de Collin fue My Name is Albert Ayler (2005), acerca de uno de esos personajes cuya historia tendría que haber sido contada hace muchos años (en vez de dedicarle un vigésimo documental a Pablo Escobar o a algún otro canalla veladamente glorificado).
Albert Ayler fue una de las figuras más explosivas, polémicas y revolucionarias de la generación del free jazz de los 60, que elaboró una conexión inesperada entre el sonido dixieland y la mayor violencia sónica que se pudiera obtener de un saxo tenor. Muy discutido y rechazado por el ala más o menos tradicional del jazz –e incluso por los integrantes de la movida del hard bop–, tuvo una muerte misteriosa en 1970, a los 34 años (aparentemente se suicidó), y fue reivindicado a fines de los 70 por las fracciones más estridentes del punk y la no wave, así como por la escuela del noise neoyorquino, que encontraban en la disonancia salvaje de ese saxofonista un modelo y un antecesor no rockero de su propia furia y de su búsqueda de romper con las convenciones musicales.
En suma, se trata de una figura romántica y algo maldita, que no extrañamente atrajo la atención de un cineasta de Suecia, un país donde nunca ha faltado interés tanto en el jazz como en la experimentación musical. My Name is Albert Ayler –que le llevó a Collin siete años de investigación– tenía, de cualquier forma, algunos ganchos hacia el público del rock, y su mediano éxito en términos comerciales le permitió al cineasta emprender su segundo proyecto, recibido como una obra maestra y ya considerado un firme candidato al Oscar en su rubro. Esta vez el biografiado es una figura un tanto más tradicional –e indiscutible– en lo musical que Ayler, pero semejante a él en su dimensión trágica: la del trompetista Lee Morgan, cuya vida truncada en forma abrupta es contada en I Called Him Morgan (lo llamaba Morgan).
El amor letal
Aunque tenía casi la misma edad que Ayler, musicalmente Morgan estaba en las antípodas del saxofonista, tanto como Frank Zappa está en las antípodas de George Harrison, aunque ambos hayan sido músicos de rock. Con apenas 19 años participó en el clásico disco Blue Train (1957), de John Coltrane, y un año después pasó a ser el trompetista de la virtuosa agrupación del baterista Art Blakey, Jazz Messengers. Desgraciadamente, Morgan, al igual que muchos otros músicos de jazz, especialmente los admiradores del desastrado Charlie Parker, se hizo adicto a la heroína, y llegó a tal estado de deterioro físico y musical que fue expulsado de los Messengers –cuyos integrantes distaban mucho de ser unos puritanos– y terminó viviendo como un indigente en Nueva York, literalmente lleno de heridas y rumbo a una predecible muerte temprana.
Fue entonces que conoció a Helen, una mujer trabajadora y de vida difícil, más de una década mayor que él, quien lo mantuvo durante su desintoxicación y luego se convirtió en una combinación de manager, enfermera, esposa y figura maternal, haciendo posible que el músico lograra una de las más notables rehabilitaciones en el marco de una generación llena de heroinómanos, y que permaneciera limpio de drogas hasta su muerte, desarrollando una obra que llegaría al cenit con el disco The Sidewinder (1964), que extrañamente (para una grabación instrumental y de hard bop) se convirtió en un gran éxito comercial.
La película no es tanto sobre el trayecto musical de Morgan, que está presente pero no es presentado en detalle, sino sobre la construcción y desenlace de la relación con su esposa. No es ningún spoiler ni indiscreción –aunque si alguien quiere ver este documental como si fuera una película de misterio, está en su derecho y es mejor que deje de leer– mencionar el giro trágico que tuvo la vida de Morgan, ya que la mujer que lo salvó de la autodestrucción de la aguja fue la misma que terminó matándolo de un tiro en un club, en 1972, cuando el artista había comenzado una relación sentimental con una mujer más joven.
Es Helen quien lleva adelante la narración del documental, mediante una entrevista que le hiciera un profesor de música en 1995, un año antes de morir, en la que ella detalló su relación y el infausto día final. Ya en el título de la película se da una señal del carácter dual del film: mientras que la primera película de Collin se llamaba “mi nombre es Albert Ayler” –en primera persona y denotando individualidad–, la voz que titula esta segunda obra es la de la viuda del trompetista, a quien se escucha explicar en la entrevista que siempre llamó a su esposo por el apellido, y –en forma sorprendente al venir de su asesina– su racconto acerca de la vida en común es relajado y afectuoso.
Eso es parte de uno de los elementos más distintivos y extrañamente humanos de I Called Him Morgan; el director sueco no esquiva las connotaciones político-sociales de la historia, tanto por la militancia activista y étnicamente consciente de Morgan en sus últimos años, como por su desenlace de violencia entre quienes habían sido pareja. Simplemente, no fuerza esas connotaciones; deja hablar a Helen, quien no justifica en absoluto su crimen –el único acto del que puede acusarse a la víctima fue haber terminado una relación afectiva al enamorarse de otra persona–, y también a los amigos del trompetista, y consigue establecer un cuadro en el que hay un delito irreparable, pero no juicios inapelables ni odio, y prima algo que rara vez suele verse en situaciones tan dolorosas: la compasión.
Si a esto agregamos un material musical deslumbrante –Lee Morgan era un baladista y un trompetista de hard bop absolutamente espectacular y con una personalidad única, uno de los pocos ejecutantes de su instrumento y su tiempo que no le debía nada al influyente Miles Davis (aunque sí al ahora un tanto olvidado Clifford Brown)– que es generoso tanto en la música de su sujeto como en la banda de sonido compuesta para el film; un montaje delicado que utiliza sobre todo material fotográfico, e ilustra muchas escenas con filmaciones callejeras de época; la presencia de varios músicos de importancia (entre los que se destaca el enorme Wayne Shorter), y la pasión y amor evidentes que el director demuestra por los protagonistas y su inolvidable periplo artístico, se entiende que I Called Him Morgan no sólo esté siendo considerada, según ya se dijo, una posible favorita para el Oscar –lo cual en realidad no importa gran cosa–, sino también, y sobre todo, un emocionante y bellísimo homenaje y documento humano, tal vez el primer gran documental de jazz.