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Zama, de Lucrecia Martel.

Un poco de todo

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La 16ª edición del Festival Internacional de Cine de Montevideo (Monfic 17), que continuará hasta este domingo, mantiene el nivel concentrado de las anteriores, combinando preestrenos con exhibiciones de títulos que quizá no lleguen a exhibirse regularmente en Uruguay. Van aquí comentarios y recomendaciones de algunos de los 45 títulos exhibidos, y se indican días y horarios cuando aún es posible verlos (la programación completa puede verse en ladiaria.com.uy/UPv).

Argentina

La cinematografía argentina tuvo un destaque especial en la programación, y el festival abrió con Yo soy así / Tita de Buenos Aires (de Teresa Costantini), la biopic sobre la cantante de tangos Tita Merello. Hasta donde supe, las funciones estuvieron abarrotadas de público, anticipando un muy buen desempeño en la boletería. Esta película tiene una producción muy ambiciosa para un contexto latinoamericano: muchos actores, extras, músicos y bailarines en escena, distintos escenarios recargados con objetos de época, cachilas, vestuario, peinados, todo eso para enfrentar el desafío de pintar un mundo habitado por personajes que resultan ser Francisco Canaro, Carlos Gardel, Enrique Santos Discépolo, Hugo del Carril, Luis Sandrini, Juan Domingo Perón y Evita. Está muy bien hecha, y cualquiera que lleve el tango en el alma o que tenga algún vínculo afectivo con la cultura porteña de la primera mitad del siglo XX, o cierta curiosidad sobre ella, se va a sentir tocado; ni qué hablar para los fans específicos de Merello. Sin ser sectaria, la realización apela a una sensibilidad “nacional y popular” que en Argentina va a pegar especialmente fuerte entre las personas de simpatía peronista. Como en toda biopic, el elemento decisivo es la actuación de la protagonista, y Mercedes Funes hace un trabajo sensacional (hay funciones hoy a las 15.05 y el viernes 3 a las 21.40).

Ninguno de los títulos del festival disputa el prestigio de Zama (coproducción con Brasil y ocho países más). Es el esperado cuarto largometraje de Lucrecia Martel, nueve años después de su anterior La mujer sin cabeza. También es su primera película de época (basada en la novela de Antonio di Benedetto), y la ambientación en el siglo XVIII demandó el laborioso ensamblaje de aportes de financiación y trabajo de 16 productoras de 11 países (constando, entre los productores, nombres como los de Pedro Almodóvar y Gael García Bernal, prestos a cooperar con una de las directoras más importantes de la actualidad –es la figura que, en el controvertido panel de Cinemateca 18, figura al lado de Luis Buñuel, Alfred Hitchcock y Federico Fellini)–.

La película se puede describir como una especie de Aguirre, la ira de Dios (Werner Herzog, 1972) radicalizada en su austeridad, en la decepción, en la noción de insignificancia y falta de control sobre el destino. En lugar de la portentosa escenografía amazónica de Aguirre tenemos la vegetación bajita y el relieve llano de un centro colonial deslucido; en vez de un soldado aventurero, un burócrata de la corona; el personaje central aquí no aspira a encontrar Eldorado, sino meramente a lograr una transferencia desde ese lugar de mierda hacia Buenos Aires, donde vive su mujer –quien, de todos modos, hace mucho que no le escribe, y vaya uno a saber si sigue siendo “su mujer”–. Aguirre tenía una banda musical mágica que superponía rock progresivo con la Amazonia colonial, mientras que aquí tenemos una terrenal y más obviamente anacrónica serie de boleros, guaranias y foxtrots por el dúo de guitarristas brasileños Los Indios Tabajaras, alternada con los climas más esotéricos de un electrónico “glisando de Shepard” (descendente, para quedar más bajoneante).

Lope de Aguirre era un demente y cometió las crueldades habituales en los conquistadores, pero suscitaba la fascinación de los soñadores ambiciosos. En cambio, Diego de Zama lucha torpemente sobre todo contra la humillación cotidiana: mironea a unas indias desnudas y, cuando ellas lo ven, una avanza sobre él –no entendemos si para castigarlo o para corresponder a su disposición libidinosa–, y Zama más bien se asusta y termina golpeando a la pobre mujer; los sucesivos gobernadores se muestran totalmente desganados ante su pedido de transferencia, que enfrenta un kafkiano muro de trámites complicados y extensos; doña Luciana parece cortejarlo y lo tienta, pero luego se va con otro. En el tercio final de la película, Zama decide, como táctica para destacarse, cometer la heroica hazaña de capturar a un bandido mítico, con resultados desastrosos.

La narrativa, como es habitual en Martel, es lacónica, elíptica, esquiva: hay cosas que no entendemos porque requieren una enorme atención, otras que probablemente no entendemos porque no se explican. Por ejemplo, creo que nunca se comprende bien la función de Zama en el gobierno, ni se aclara si es bueno en lo que hace y tiene mala suerte, o si simplemente se trata de un banana. Se muestran pocos puntos de referencia del paso del tiempo (lo único que impone cierto límite a nuestra reconstrucción de los plazos es la barba que le creció a Zama cuando empieza el tramo final). Hay unos pocos planos paisajísticos, pero mayormente tenemos una filmación claustrofóbica, que nos mantiene casi siempre sobre el rostro fuerte de Zama (un formidable Daniel Giménez Cacho).

Para resaltar ese efecto, Martel y el fotógrafo portugués Rui Poças (el de Tabu –Miguel Gomes, 2012–) decidieron omitir totalmente de la puesta en escena ese rasgo tan característico del cine de época que son las velas, lámparas y fogatas –con las que, en forma creciente, se regodean los realizadores esteticistas desde que Stanley Kubrick logró por primera vez, en Barry Lyndon (1975), la proeza de filmar esos elementos sin el agregado de iluminación eléctrica–. Como siempre en Martel, el tratamiento de sonido es magistral, y toda la sala parece vibrar con los ruidos de insectos y ranas, los murmullos de personas a lo lejos, la brisa, el agua, el crujido de los objetos. Estos sonidos amplifican nuestra ansiedad por ver lo que no vemos (el fuera de campo), y esa ansiedad se proyecta también al montaje: saltamos muchas veces de una situación a otra sin entender cómo se dio el proceso.

Es una película cruel con su personaje, con una visión despiadada del mundo. Esa visión se nos comunica en el relato, pero además la propia película suscita nuestra frustración, por su expresa privación de satisfacciones. Pero, obvio, esa privación, para el espectador compenetrado, va a ser la más sutil y refinada de las satisfacciones, en la apreciación del juego formal y expresivo de esta gran obra (hoy a las 17.30, y el sábado 4 a las 19.00).

Es un contraste un poco cobarde, pero El pampero (de Matías Lucchesi, coproducción con Uruguay y Francia) también se puede asociar con Aguirre, la ira de Dios, porque aquí hay una travesía en barco por un río en medio del bosque, ambientada con una música ambient parecida a la de Popol Vuh para la película de Herzog. Salvo que en este caso estamos en la era moderna y esa magia debe aplicarse al puerto de Carmelo luego de cursar el Tigre y cruzar el Río de la Plata. El pampero es un thriller psicológico demasiado confiado en el valor del clima que genera: todo el tiempo se insinúan peligros o misterios, y se acumula tensión. Hay un yate, una bella mujer escapando de algo, un tipo medio perverso que acosa a los personajes principales y una tormenta que coincide con el momento más tenso: termina siendo como un Cabo del miedo (John D MacDonald, 1962, con remake de Martin Scorsese en 1991) descafeinado, ya que lo poco que ocurre se resuelve fácil y rápidamente, mientras que, por el contrario, nos tienen largo rato contemplando las miradas perdidas en el horizonte (sábado 4 a las 22.00).

El peso de la ley es el debut como director de Fernán Mirás (el actor que hizo de Tanguito en Tango feroz –Marcelo Piñeyro, 1993–). Tuvo un estreno muy limitado, pero el boca a boca la terminó convirtiendo, en forma comprensible, en un pequeño éxito. Hay algunas cosas que remiten al cine judicial estadounidense: abogada humilde pero íntegra, que trabaja para gente sin recursos y pone todo su tesón en el enfrentamiento con una fiscal poderosa, para defender a alguien que ella asume como inocente, aunque en un principio tiene todas las de perder. Está basada en un caso real.

La banda musical, casi exclusivamente con piano y alrededor de música de Bach, puede recordar a Fachada (Sydney Pollack, 1993). La textura, sin embargo, no podría ser más distinta de la de una producción típica de Hollywood, porque se pone todo el acento en la precariedad de la parte más desvalida de Argentina: el lugar de trabajo triste cargado de carpetas (los avisos que se ponen en las paredes –tipo “El baño no funciona”– son garabateados en el reverso de hojas sacadas aleatoriamente de expedientes a los que se atribuye poca importancia).

Los casos se acumulan y hay que despacharlos en forma sumaria, aun si la consecuencia de esa prisa (o de la demora) es que un posible inocente vaya a pasar la mayor parte de su vida en cana. Para ir al pueblito donde ocurrió el supuesto crimen, la abogada (una petisa renga) tiene que tomarse un ómnibus roñoso, bajar en el medio del monte y caminar cientos de metros entre árboles, para encontrarse con un panorama de policías ineptos y corruptos, analfabetismo, monotonía, violencia doméstica y explotación. Las pericias, que legalmente ganan el valor de prueba al estar firmadas por profesionales que tienen el título o cargo que corresponde, están realizadas de la manera más descuidada, precaria e insuficiente.

La película hace catarsis contra la Argentina macrista, encarnada en la fiscal pituca y odiosa que no puede admitir que su candidatura a jueza se vaya a perjudicar por un caso que involucra a “dos negros cochambrosos”. El casting es magnífico: brillan Paola Barrientos como la abogada, María Onetto como la fiscal y Darío Grandinetti como el juez. Esta película muy ágil implica un cruce entre cuestiones serias que involucran clase y género.

Mundo afuera

Amor.com (Un profil pour deux, de Stéphane Robelin, Francia/ Bélgica/Alemania) se publicita sobre todo como una comedia de líos sobre un anciano que trata de aprender a usar la computadora.

La película parece aspirar a ese nicho de público de gente veterana que aprecia el cine ligero; de hecho, está cargada de carnadas para viejas generaciones: la participación protagónica de Pierre Richard, la música de Vladimir Cosma (compositor de estilo vetusto, asociado sobre todo a las comedias de Yves Robert y Claude Zidi), y una propensión a mostrar los puntos turísticos más obvios de París –Alex parece que sólo se traslada en moto en las inmediaciones de la Torre Eiffel o del Arco del Triunfo–. Pero este film es un poco más interesante que eso: pese al asunto actual –citas por internet–, se arma como una comedia de engaños del siglo XVIII. La premisa inicial, un poco a la Cyrano de Bergerac, es algo absurda, pero el intríngulis se va armando hasta generar situaciones de suspenso en las que se reúnen personajes que saben algunas cosas, tienen otras que ocultar, y deben inventar con urgencia alguna manera de zafar. Da para distraerse y reír bastante. El final es medio deus ex machina, pero, en fin, es una comedia.

El ídolo (Ya tayr el tayer, Palestina, en coproducción con cinco otros países) es una de las dos realizaciones del director Hany Abu-Assad en este festival (la otra es la hollywoodense Más allá de la montaña). Es una biopic acerca del joven cantante Muhammed Assaf, ganador en 2012 de la popular competencia televisiva Arab Idol. Su historia de vida es increíble: creció en la franja de Gaza, territorio palestino confinado y económicamente ahogado por las autoridades israelíes. Desde los cinco años mostró un talento musical excepcional y una voz privilegiada, y empezó a cantar en casamientos. Cuando tenía cerca de 20, logró salir de Gaza con el expreso objetivo de participar en la selección para Arab Idol en El Cairo. Hay varias cosas en la película que están ficcionalizadas y son un invento, pero al parecer los detalles desde que llega a El Cairo son todos verídicos: la manera en que se coló, cómo consiguió el número para la audición, la repercusión casi inmediata de su desempeño.

El ascenso de Assaf fue meteórico, y él se convirtió en un símbolo de unidad y resistencia para los palestinos y el resto del mundo árabe, siendo incluso designado embajador para la Paz por la Organización de las Naciones Unidas. El panorama de Gaza no está cargado de melodramatismo, pero de todos modos resulta bien presente el alambrado que bloquea la salida de su población, hay un travelling punzante por el paisaje ruinoso causado por los bombardeos, y vemos un contraste muy fuerte entre Gaza y la realidad de ciudades más pujantes como El Cairo y Beirut. Como siempre en Abu-Assad, la postura es moderadamente moderada; es decir, la narrativa parece favorecer una resistencia de tipo iluminista, argumentativa y conciliadora, que por su misma naturaleza se opone al oficialismo israelí y al radicalismo islámico, pero no demoniza a ninguno de ellos.

La impresionante voz en las canciones es la del verdadero Assaf, pero, cosa curiosa, mientras que el cantante tiene una pinta espectacular de galán, el actor que lo encarna es casi feo, lo cual contribuye bastante a desendulzar la película, y además ese actor –Tawfeek Barhom– tiene una presencia fantástica. También se destaca mucho la niña Hiba Attalah.

Llámame por tu nombre (Call Me by Your Name, de Luca Guadagnini, Italia/Estados Unidos/Brasil/Francia) tiene guion de James Ivory, y es la primera actividad cinematográfica en ocho años de ese veteranísimo director casi nonagenario. Se trata esencialmente de una historia de amor gay ambientada en 1983, en espléndidas locaciones del norte de Italia, en el seno de una familia sin problemas económicos y entre gente dedicada al saber (arqueología, filología, música) y a la joie de vivre. Hay facetas prohibidas en esa atracción, en parte porque en 1983 los prejuicios contra la homosexualidad eran mucho más extendidos que en la actualidad, y en parte porque se trata de la relación entre un adulto de 30 años de edad y un gurí de 17.

Esos dos aspectos establecen un fondito de secreto en el vínculo, pero ninguno de ellos llega propiamente a activarse como un conflicto: la familia del muchacho es comprensiva y benévola, al igual que el resto de su entorno, y el propio gurí (que hasta entonces, al parecer, se venía asumiendo como heterosexual, y quizá lo vaya a seguir haciendo) no parece hacerse problemas por desear a otro varón. Así que la narrativa transcurre meramente como una lisa y muy corpórea elaboración del deseo homoerótico: hombres acostados boca abajo, calzoncillos, ropa ochentera informal pero cara, estatuas griegas, roces, miradas, frutas, todo eso ambientado en un magnífico entorno soleado lleno de edificios antiguos, lagunas y carreteras para pasear en bicicleta. Es sensacional la actuación de Timothée Chalamet, que no por nada ha recibido diversos premios y nominaciones como actor revelación por este papel.

Terror

7 deseos (Wish Upon, de John R Leonetti, Estados Unidos) se destaca un poquito entre la masa de cine de terror mainstream. No tiene villano visible: la entidad malévola es una caja de origen chino que hace realidad los deseos de quien la posee. Sólo que la protagonista tarda en lograr que le traduzcan la cláusula, estampada en chino antiguo, de que por cada deseo concedido la caja va a provocar la muerte violenta de uno de sus seres queridos. Si ella se deshace de la caja, todos los deseos se “descumplen” y Clare, apegada a la nueva sensación de poder otorgada por ese artefacto mágico, se fanatiza con él como Gollum con el anillo.

La narrativa transcurre en un ambiente liceal y procesa las habituales ansiedades vinculadas con ese ámbito: la rubia tipo Barbie que hace bullyng, la atracción por el muchacho más lindo de la clase, la vergüenza por el trabajo del padre (que es hurgador de desechos). Las escenas “de terror” descienden de las de La profecía (Richard Donner, 1976), es decir que la fuerza invisible va a provocar muertes mediante presuntos accidentes. Aquí se procesa, a su vez, una ansiedad más interesante: la del peligro en lo cotidiano, la noción terrible y enloquecedora de que en cualquier momento algo puede fallar entre las cosas que nos circundan y quitarnos la vida. Por lo tanto, se genera suspenso cada vez que notamos que la cámara se detiene en algún detalle insignificante: alguien va a entrar en la bañera, subirse a un ascensor, cambiar la rueda pinchada del auto, cortar una rama con la sierra eléctrica (viernes 3 en trasnoche, o sea a las 0.10 del sábado).

Jigsaw: el juego continúa (Jigsaw, Estados Unidos) es decepcionante como nueva realización de los hermanos Peter y Michael Spierig –quienes se venían destacando en el circuito de cine fantástico independiente– pero cumple bastante bien en cuanto octava entrega de la franquicia de explotación El juego del miedo. Es decir, es bobísima, y tanto los actores como sus personajes resultan insufribles, con excepción de la presencia fuerte de Tobin Bell interpretando una vez más a John Kramer, y de Paul Braunstein, que es quien hace los chistes. Nuevamente tenemos a un grupo de personas a las que se involucra en juegos basados en complejos mecanismos, en los que cualquier mala decisión puede implicar la muerte o la mutilación propia o ajena. Hay mucho gore. El efecto de suspenso va a depender de que uno se mantenga prendido con personajes tan vacíos y una trama tan tonta, pero quizá la clave de lo que puede atraer espectadores no esté realmente en el suspenso, sino en el ejercicio de sadismo virtual que implica esa especie de seudo reality show de torturas físicas y psicológicas.

Hay una relación con el libro Ten Little Niggers, publicado en 1939 por Agatha Christie y cuyo título, en inglés y en español, fue pasando, para no ofender, de Diez negritos a Diez indiecitos, Diez soldaditos o Y no quedó ninguno, y que ha sido llevado varias veces al cine: un asesino que se considera justiciero va eliminando de a uno a los integrantes de un grupo confinado (esto se hace explícito en las etiquetas junto a cada cadáver: “And then there were three”, “And then there were two”, etcétera, que citan la misma truculenta canción infantil inglesa a la que aludía Christie con la referencia inicial a “negritos”, cuyo equivalente un poco más light en español fue “Yo tenía diez perritos”). Lo más interesante es el juego de la película con las temporalidades: asumimos que determinadas acciones alternadas ocurren al mismo tiempo, pero pronto nos damos cuenta de que se desarrollan en momentos distintos, y la cuestión es saber bien cuándo (viernes 3 a las 22.00).

Documental

Hokusai, más allá de la gran ola (Hokusai: Old Man Crazy to Paint, de Patricia Wheatley, Reino Unido/Estados Unidos/Japón) no es el tipo de documental que se suele incluir en festivales de cine. Es más bien una “presentación especial”, de las que por lo general se proyectan en una o dos funciones por fuera de la programación central, en la que un presentador se dirige directamente al público para exponer una especie de clase de historia del arte, en este caso centrada en el pintor y artista gráfico japonés del título (Katsushika Hokusai, 1760-1849). Se hizo a propósito de la más ambiciosa exposición de trabajos de Hokusai que se haya realizado, del 25 de mayo al 13 de agosto de este año en el Museo Británico.

En ese sentido, que se haya realizado este film es uno de los lujos que brinda la combinación de modernidad tecnológica, riqueza económica y ambiente cultural curioso, una especie de extensión emancipada de la idea de lo que es un catálogo de exposición: quizá los comentarios son más sucintos, y no es posible que uno se lo lleve para su casa, pero en cambio se disfruta de las posibilidades del cine para exponer detalles diversos de las obras, comentados por unos entusiastas especialistas (uno de ellos, curador de la mencionada exposición británica, se pone a llorar casi cada vez que habla). Pero en fin, aunque la película no tiene la personalidad de un documental festivalero, ¿qué importa eso?: es tremenda lección, realizada en forma ágil y con muchos recursos, y realmente nos da un panorama biográfico y estilístico de uno de los grandes artistas plásticos de todos los tiempos.

Los textos del propio Hokusai están leídos por el actor y director de cine inglés Andy Serkis. La película nos explica la técnica con que se realizaban los grabados en el siglo XVIII, nos cuenta e ilustra el épico “duelo pictórico” entre el biografiado y su compatriota Tani BunchÔ (1763-1840), y nos enseña acerca del papel fundacional de Hokusai en relación con la tradición del manga, en el paisajismo japonés y en la introducción en Japón de técnicas occidentales, así como su contrapartida en una influencia casi inmediata en Europa (sobre el holandés Vincent van Gogh, el francés Claude Monet y otros). Hay estudios pormenorizados sobre algunas de sus obras más emblemáticas (La gran ola, El Fuji rojo, Pato nadando), y se comentan su espiritualidad, su vínculo afectivo con la clase trabajadora, su humor y su afán de perfeccionamiento trascendente, agregando una introducción tangencial al trabajo de su hija Oi, también artista.

Eso sí, el film omite en forma alevosa la parte erótica (bah, pornográfica) de la obra de Hokusai. Esta es una de las obras de las que no habrá nuevas proyecciones en el Monfic, pero los lectores harán bien en estar atentos por si hay alguna otra oportunidad de verla, porque es una maravilla.

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