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Horacio Cavallo y Matías Acosta. Foto: Pablo Vignali

Contra los traficantes del olvido

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Para el escritor argentino Haroldo Conti, los lugares eran como las personas: “Comparecen un buen día en la vida de uno y a partir de ahí fantasmean, es decir, se mezclan a la historia de uno que se convierte en la quejumbrosa historia de lugares y personas”. Acoplándose a esa misma línea, el también escritor y argentino Pedro Mairal publicó una novela en sonetos –ilustrada por Jorge González– en la que sigue la aventura de un grupo de hombres que fueron reclutados por el ejército: ensamblados al vaivén frenético e imprevisible del Paraná, deben salvar a Argentina del naufragio. El país se quedó sin carne roja, y todos los mayores de edad son arrastrados y obligados a pescar surubíes en los afluentes del Paraná, flanqueados por la fascinación monstruosa que genera un surubí gigante, que cada militar quiere capturar como botín. Mientras los “soldados pasan hambre, frío, cogen entre ellos, pescan de noche, mueren ahogados, quieren escapar –como resume Hernán Casciari en el prólogo de El gran surubí; ese es el título del libro–, el país [...] se hunde en la miseria”.

Con una maestría excepcional, Mairal y González van trazando ese violento desatino, en medio del pajonal, el barro y la furia: el narrador –y álter ego de Mairal–, Ramón Paz, advierte que no entendían nada, y se miraban “con un fondo de risa descreídos / daban ganas de hacernos forajidos / trepando el alambrado pero estábamos / vigilados por cuatro metralletas / dispuestas a borrarnos de este mundo / mejor era aguantarse el rato inmundo / haciéndonos los buenos y los tetas”, y así es como decide contar eso que vio, “el río dios la muerte el surubí”.

Pensando en ese territorio como una memoria de combate, los uruguayos Horacio Cavallo –escritor– y Matías Acosta –ilustrador– decidieron homenajear a El gran surubí y vengar la suerte de su protagonista (“Apenas comprendí lo que pasaba / del Río de la Plata para allá, / me dije ese es tu primo, bo, encará”; “Crucé en la noche oscura en una lancha / tramando entre las olas la revancha”). Por eso, en Los dorados diminutos, que acaba de editarse gracias a los Fondos Concursables, Luis decide cruzar el río en busca de su primo Ramón y, cuando lo encuentra, lo escolta de cerca: a partir de 60 sonetos, Cavallo y Acosta componen un exquisito universo entre el río y el pajonal, que logra condensar el miedo, las preguntas y el vaivén del río, siempre aleatorio e imprevisto. Dan cuenta de esa compleja y malograda realidad a través de un fascinante viaje por el Delta, concentrando un poético y primitivo paisaje en movimiento, con el que se terminan fusionando. Mairal, que escribió el prólogo de Los dorados..., explica que para que ese recorrido en zigzag suene, “para que funcione, hay que hacerlo, como hace Horacio Cavallo, con destreza y naturalidad, de manera que ni se note que eso es un soneto. Cavallo deja que los versos endecasílabos vayan decantando la historia, sin dejar fuera lo coloquial, lo berreta, la fuerza de la palabra hablada”.

La vuelta oriental

A Cavallo y Acosta les interesó dialogar con El gran surubí, pero a partir de una propuesta más reducida. “La idea fue continuar la historia de Pedro, desde un primo uruguayo que cruzaba y se vinculaba a la misma movida, e incluso compartían escenarios”, dijo Cavallo a la diaria, y explicó que el tono que buscó con Luis Washington Sorondo –el protagonista– fue similar al que trabaja Mairal en su libro. “Nosotros lo tomamos como un homenaje a esa novela, y buscamos vincularla con otra nueva obra, tomando en cuenta y a su vez modificando determinada estética, para así añadirle lo nuestro. De hecho, hay un parentesco clarísimo. Además del tono similar, aparecen personajes de El gran surubí, y en paralelo hay cuestiones en las que nosotros hacemos hincapié y Pedro no”, como el reconocimiento al mencionado Conti –secuestrado y desaparecido en Buenos Aires en 1976–, mediante la inclusión del Boga, protagonista de su libro Sudeste (1962). “Lo incluí porque me gustó aprovechar el río para esto, y para hablar de los desaparecidos”, admitió el autor.

A lo largo de Los dorados diminutos se conjuga la permanencia de esa ausencia y, desde el presente, se restaura un espacio de lucha, de deuda no saldada, a la vez que se reivindica la venganza de los ahogados, “los nadie, los quién sabe, los soldados”, “los dos, los del montón, los buscadores / los quién, los no va más, los posteriores”. En El gran surubí, esta omisión de la voluntad –y la realidad cotidiana– se da desde el comienzo, cuando un grupo de militares irrumpe en un partido de fútbol entre amigos: “Estábamos en eso en la manía / del pelotazo al arco y la pelea / estábamos jugando como sea / y una noche cayó gendarmería / eran las diez y media nos quedaba / media horita de toques y empujones / y nos interrumpieron los leones / en el instante justo en que clavaba / el único gol mío y que no fue [...] entró pero yo solo lo grité / los demás congelados en sus karmas / milicos apuntándonos con armas”.

Entre la vida y la muerte, lo monstruoso y lo trágico, la dupla uruguaya responde desde un clima brumoso y ocre que comienza a apoderarse de ese itinerario febril. Por momentos, la herencia maldita se impone, miserable y gozosa, confirmando que la vida no es más que una melodía que cada uno ejecuta de manera distinta. Incluso, cuando alguno se anima a soñar, el sueño parece estar ahí para que, cuando despierte, recuerde que la vida no es ninguna comedia. Por medio de la fragilidad y la ruptura de los vínculos, el desplazamiento de los cuerpos se vuelve parte de una coreografía profana. Tal como El gran surubí, Los dorados... esconde y muestra, expresa pero mantiene un juego constante con lo no dicho. En ese sentido, Acosta dijo que él “no intentó hacer una propuesta totalmente distinta, porque retomé la luz, y la paleta” de González, pero optó por un estilo más definido, que a su vez lo distancia de su propia impronta.

De la mano del ronroneo vertiginoso del río, tanto la narración como las ilustraciones proponen un relato esencialmente contemporáneo, que combina el humor, el absurdo y la sátira, y que vuelve sobre un imaginario compartido en el Río de la Plata. De hecho, en la obra de Mairal el río ejerce una transformación emocional y estética, como en Salvatierra (2008) e incluso en La uruguaya (2016), donde cierto balanceo inestable gravita en una constante austeridad de la forma.

Amigos del Sabalero

Para Cavallo, el punto de partida fue la búsqueda de un vínculo estético con El gran surubí. A partir de esa premisa, cada mediodía, en la hora de descanso, se dedicaba a escribir algún verso: “Cuando paso por la zona repuestera [trabajaba en un local de repuestos sobre la calle Galicia] o algunos bares, me acuerdo que ahí escribí un soneto particular. Porque nunca tuve la historia completa, sino que se fue dando mientras la iba escribiendo; dejé que fuera surgiendo a partir de lo que iban dictando los sonetos. Y así fue como apareció lo de los dorados diminutos”.

Mientras el río sube y baja, y el viejo Boga sirve dos copas de aguardiente, “cantando una canción de Higinio Mena. / Me ensombreció la letra, me dio pena / oírlo y no escucharlo de repente. / Al rato entró a gritar: ‘Lo vi, lo vi’. / A los saltos andaba el surubí”. En esta extensión, Cavallo se aleja de la tradición gauchesca y las reminiscencias del Martín Fierro esbozadas en El gran surubí, y se acerca al mundo lírico de Mena –él mismo un personaje que merece novela–, del maravilloso “El Perico Alcasotro”. Y en el transcurso, el Boga se transforma en mártir involuntario. “Mientras lo escribía me vinieron muchas cosas vinculadas con el río, como Sudeste, Mena, toda esa atmósfera de las islas, de los pescadores del Delta. Y por eso creía que estaba bueno que el proceso creativo se diera en la marcha, y no que primero se fijara una historia para después intentar bajarla a sonetos. Cada tanto retomaba El gran surubí en busca de algún personaje, porque si aparecían, no podía dejarlos pasar. De alguna manera tenía que tenerlos en cuenta. Cuando me di cuenta de que Luis lo que hace es ir en busca del primo, a poca distancia, supe que nunca podrían encontrarse, porque si lo hubieran hecho, eso debería haberse incluido en el libro. De modo que Ramón Paz nunca lo ve, pero él y el Boga sí ven a Ramón: cuando llega a estar preso junto a él lo escucha, aunque Ramón nunca se entere de que estuvo ahí. Eso fue muy interesante”, admite el escritor.

Consultado sobre ese universo poblado por pescadores, por “los nadie, los quién sabe”, Cavallo explica que esa es la gente que le interesa, “Y por eso todos están vinculados a ese mundo. Tiene que ver con la mirada de estos personajes de los que hablábamos, los de Conti en Con otra gente [1967], los pescadores de Mena; siempre son personajes que podrían haber sido amigos del Sabalero. No son los que andan por ahí diciendo que son maravillosos, sino gente común y corriente, que es la que termina siendo fundamental, y que se contenta con otras cosas no tan materiales, siempre vinculadas al afecto, a las cantarolas, a pasarla bien, a hacer un asado con los amigos. Él, de hecho, es un antihéroe, porque ni siquiera cuando ve que van a matar al primo tiene el valor de actuar”. A su vez, aquí, el monstruoso e inquietante surubí adquiere una dimensión mecánica, ya que, desde siempre, el Boga insiste en que se trata de un submarino maquillado. Y lo que parece un delirio personal se confirma.

Asegura que a él siempre le gustó contar una historia desde la poesía, y que por eso esta posibilidad se convirtió en un gran estímulo. Más alejado de lo monstruoso y lo sexual, el autor reconoce que, dentro de ese tono narrativo, le interesaba “incluir referencias populares compartidas. Así fue como aparecieron Arnold Schwarzenegger, [Sylvester] Stallone, alusiones que en otros textos nunca haría. Además de los vínculos con Jaime Roos, Palito [Ortega], Luca [Prodan], Beatriz Sarlo”. Por eso siente que se liberó “muchísimo más que cuando se trata de un proyecto estrictamente personal. Porque además de estas referencias se juega con el humor, y acá me pude sacar las ganas. En otro caso me habría sentido más limitado, y creo que estuvo bueno ese lugar, porque sentí que podía hacer algo que justificara el cambio” de registro.

En cuanto a las posibilidades expresivas que le posibilitó el soneto, el autor de El silencio de los pájaros consiente en que le seduce el acotamiento que implica: “Como tiene una métrica establecida, y una rigidez en su forma, da lugar a que surjan cosas más involuntarias, más del orden del inconsciente. Y también me gusta la música de las palabras, porque perfectamente podríamos haber hecho un relato ilustrado. Pero el soneto me permitió expandirme a un mundo mucho más amplio. Me pasa que desde que escribo literatura infantil me siento muy libre. Porque como ahí no tengo una línea, puedo hacer lo que quiera. En la literatura adulta no me sucede esto. Y lo siento mucho más marcado, porque publiqué un par de novelas con determinada estética, y ahí ya no me animo al quiebre. Me interesó esta posibilidad; de otra manera no sé si lo hubiera logrado”.

Para Acosta, el soneto ofrecía un variado material para ilustrar, “pero lo importante era que fuera siguiendo el hilo narrativo. Trataba de que los dibujos fueran un poco más sueltos, más libres, y no como mis trabajos anteriores, en los que soy muy detallista. Acá hay mucha mancha, es más sucio, y eso me permitía ir a otro ritmo. Era una estética que colaboraba para este trabajo, que es bastante grande, porque son 60” ilustraciones. Después de explicar que esta edición sólo fue posible por los Fondos Concursables, reconoce que en Uruguay los libros objeto “no son muy logrados, y por eso es casi imposible que compitan en la Feria de Bologna, por ejemplo [que es la referencia en el mercado de literatura infantil]. En los demás casos, tal vez busquen obtener mucha más ganancia por ejemplar, y por eso eligen el engrampado. Este es todo un tema. Y cuando me pasa, me duele. Hay editoriales a las que les gusta arriesgarse, como la argentina Calibroscopio. Y lo que tiene es que mueve los libros, los lleva a Guadalajara, a Bologna. Pero son la excepción”.

Tomar el Delta

En el prólogo, Mairal continúa la premisa del escritor argentino Fabián Casas, cuando plantea que la literatura deja de lado la ansiedad y la vanidad, y se transforma en una creación colectiva. Por eso, desde su casa en Buenos Aires, Mairal dijo a la diaria que Los dorados diminutos es “una suma”. “Me emociona que Pepe Corvina [alias de Luis Washington Sorondo que, por supuesto, remite al libro de Enrique Estrázulas] salga a buscar a su primo, porque todo tiene que equilibrarse de ambos lados del río”, precisa.

“Siempre pensé que lo que menos le gustaría a Pedro –o al menos eso me sucedería a mí–”, dice Cavallo, “sería que nosotros nos quedáramos con Ramón”. Sobre el hallazgo de que Ramón desembarque en la playa Capurro, el autor de Una noche con Sabrina Love retruca que, en verdad, Ramón Paz es inmortal, ya que narra El gran surubí después de haber muerto (“y dijo acá está bien y allí me ataron / a un árbol y por la espalda me apuntó / uno solo y el otro dijo dale / el corazón por poco se me sale / la patada del fuego me dobló / vi tu cara vi todo lo que amé / y en la luz de los sauces me escapé”).

Para Mairal, esta elaboración de Cavallo, a partir de la oscilación agitada de la huida, y en sintonía con el río, se transformó en “un remolino de palabras donde todo cae. Y cae en su lugar, o al menos encuentra un orden fluvial, imprevisible, inesperado. Se trata de rimas que te traen palabras y asociaciones bizarras, y a su vez cargan con algo de chasco, de gambeta”, ya que, sin la ruptura y la apuesta por el humor, estas “serían historias muy pesadas”. Su trabajo, en el que se cruzan ecos del Martín Fierro y de Moby Dick, parte del “Estado maltratando al individuo. Algo que se ha dado desde siempre, como en el caso de [la guerra de las] Malvinas”, plantea.

Para muchos, la referencia literaria inmediata es la profética obra maestra que Rodolfo Fogwill escribió de un tirón: Los pichiciegos (1982). A ella Mairal suma un libro del poeta y ex combatiente Hugo Sánchez, Brilla tú, borracho loco (2012), en el que narra su regreso a Malvinas 27 años después de la guerra, con los amigos de entonces, que son los amigos de ahora. “Vuelve con otros combatientes de Malvinas a tomar las islas, y se instalan en campamentos donde habían peleado. De hecho, Hugo me contó que la placa de los soldados tenía sólo el grupo sanguíneo, no el nombre. Son ‘los nadie’, como dice Horacio”, subraya el argentino.

En cuanto al homenaje uruguayo, lo reivindica como un espacio hecho de literatura, y le atrae que, “para cruzar de un lugar a otro, el personaje tenga que pasar por un libro. Así se mezclan las aguas, se cruzan. Y a mí me interesa el cruce, el contraplano. Hay una creación en colaboración. Que El gran surubí funcione como disparador es lo mejor que puede pasar”, sostiene. Y así, desde esa condición onírica y fluvial, pantanosa y despoblada, se logra la venganza. Es el triunfo de un universo plástico y multiforme, sostenido por ese trío de criaturas impensadas, y por ese tiempo orillero y eterno.

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