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Johnny Hallyday. Foto: Valerie Macon, AFP (archivo, abril de 2016)

El rey del yé-yé

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El rock and roll no se volvió un fenómeno internacional sólo por la difusión de lo que se producía en Estados Unidos e Inglaterra, sino también porque en muchos otros países hubo gente que, cautivada por aquella música nueva, a menudo quiso “hacer lo mismo” pero fracasó con total éxito en ese intento, porque en realidad recreó el rock a su manera, desde sus propias tradiciones y en su propio idioma, y así contribuyó a que fuera mundial. En Francia, tan cerca de Inglaterra y de The Beatles, la tarea no era fácil, porque entre ambos países se interponen, históricamente, distancias culturales y voluntades de ser distintos mucho más profundas que el canal de la Mancha. El abanderado del rock en la tierra de los chansonniers, desde 1960 y durante décadas, fue también actor y se llamó Jean-Philippe Smet, aunque se hizo conocer como Johnny Hallyday, y falleció ayer a los 74 años, cuando hacía tiempo que habitaba en el espacio de las leyendas.

Hijo de una pareja de belgas, nació en París y fue criado allí por sus tíos. Fascinado como muchos por la irrupción de Elvis Presley, se enfundó en ropa de cuero, se aficionó a las motos e inició en marzo de 1960, con la canción “Laisse les filles”, una sucesión de éxitos que lo llevó a vender –sobre todo en Francia– más de 100 millones de discos durante su prolongada carrera.

En 1965 comenzó un matrimonio de 15 años con la también exitosa cantante y actriz Sylvie Vartan (nacida Vartanian en Bulgaria, porque era hija de un funcionario diplomático destinado allí), y juntos reinaron durante un largo período en la escena del yé-yé francés –una etiqueta creada por la popularísima combinación de programa de radio y revista Salut les copains–, mientras en lo doméstico su relación era muy accidentada. En aquella movida francesa, como en la italiana y la española del mismo período, predominó un estilo de canciones más inocente y cercano al pop que en los países anglosajones –pese a la presencia de figuras como Serge Gainsbourg, que de inocente tenía muy poco–, o más bien se puede decir que fueron mucho menos relevantes y exitosos los grupos que exploraron formas más ásperas, más experimentales o más delirantes. Esto no quiere decir que el estilo de vida de las estrellas del yé-yé fuera ajeno a los excesos de sus pares ingleses o estadounidenses, y Hallyday realmente se privó de muy poco.

Sin embargo, políticamente derechista y bastante alejado de cualquier idea revolucionaria también en lo musical, no se parecía mucho al promedio de los rockeros de otras latitudes. Fue sobre todo un divulgador y un traductor, pero se consolidó como referencia de lo que significaba el rock para la mayoría de los franceses. Por lo mismo, no ejerció influencia alguna en el mundo anglosajón, pero de todos modos tenía en su historial que Jimi Hendrix actuó como telonero para él, fue el anfitrión natural de la llegada a Francia de artistas como The Beatles y Bob Dylan, y se dio el lujo de contratar como acompañantes a instrumentistas de alto nivel como Jimmy Page y Peter Frampton, y a músicos de estudio inoxidables como los de Memphis, Nashville y Los Ángeles.

Tampoco se puede decir que sus espectáculos al aire libre con escenografía desmesurada, que llegaron a reunir públicos de medio millón de personas y audiencias por televisión 20 veces mayores, fueran un prodigio de buen gusto, y desde el punto de vista musical hacía mucho tiempo que no tenía nada nuevo que decir, pero su prestigio de precursor hizo que conservara una enorme popularidad. Su carrera como actor, que lo llevó a ser dirigido por Jean-Luc Godard y Costa Gavras en los años 80, fue mucho más presentable que la de Presley, pero eso no es en realidad un gran mérito.

Falleció en su casa, ubicada en las afueras de París, debido a un cáncer de pulmón.

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