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Augusto Roa Bastos. Foto: Ulf Andersen, AFP

En el centenario de Roa Bastos, la RAE lanzó una edición conmemorativa de Yo el Supremo

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En 1989, cuando recibió el premio Cervantes, el paraguayo Augusto Roa Bastos –1917-2005, uno de los escritores fundamentales del siglo XX– señaló que la literatura es capaz de “ganar batallas contra la adversidad sin más armas que la letra y el espíritu, sin más poder que la imaginación y el lenguaje”, resistiendo al silencio, la desmemoria y el olvido. En estos días, con motivo del centenario de su nacimiento, la Real Academia Española (RAE) presentó una edición conmemorativa de Yo el Supremo (1974), su gran obra sobre los abusos de poder, que publicó mientras estaba exiliado en Argentina.

Así como el mexicano Juan Rulfo –nacido también en 1917, y uno de los iniciadores de la narrativa contemporánea en América Latina– accedió a una gran biblioteca que había dejado un cura al huir de la rebelión cristera (1926-1929), Roa Bastos creció cerca de la biblioteca de un tío obispo. De esa forma logró una formación inicial que luego complementó por medio de un fluido intercambio con escritores españoles y guaraníes, la investigación histórica y la práctica del periodismo y la política, sobre todo a partir de su temprano exilio, en 1947, cuando tenía 30 años y sólo había publicado un poemario y dos obras de teatro.

Este autor guaraní nació en Asunción, pero pasó su infancia en Iturbe, un pequeño pueblo en el que ambientó sus primeros relatos. Mientras su padre le prohibía hablar el “idioma de los plebeyos”, su madre le acercaba la obra de William Shakespeare y le leía la Biblia en guaraní. Años después, cuando recordaba esto, decía que en realidad escribía por su madre y en contra de su padre; a este prefería recordarlo como alguien que lo preparó para los “rigores de la vida”.

Luego, cuando se libró la Guerra del Chaco entre Paraguay y Bolivia (1932-1935), que se convirtió en una de las más brutales del continente durante el siglo XX, Roa Bastos se escapó del colegio al que asistía como pupilo y participó en el Ejército de su país como voluntario de enfermería. Fue una intensa experiencia que años después transformó en materia narrativa para otra de sus obras cumbre, Hijo de hombre (1960), en la que alternó la historia y el mito, el español y el guaraní, la condición paraguaya y la latinoamericana.

Ese libro, que fue su primera novela, se convirtió también en el primer título de una trilogía sobre los atropellos del poder (que continuó, justamente, con Yo el Supremo y concluyó mucho después, en 1993, con El fiscal), inscrita en la larga tradición latinoamericana de los libros sobre dictadores reales o arquetípicos de la región, que formaron, entre otras, Amalia (1851), del argentino José Mármol; Tirano Banderas (1926), del español Ramón del Valle-Inclán; El señor presidente (1946), del guatemalteco Miguel Ángel Asturias; El recurso del método (1974, igual que Yo el Supremo), del cubano Alejo Carpentier; El otoño del patriarca (1975), del colombiano Gabriel García Márquez; y, tardíamente, La fiesta del chivo, del peruano Mario Vargas Llosa. Desde la publicación de Hijo de hombre, Roa Bastos no se afilió a ningún partido y se centró en una perspectiva de compromiso social, alineado con la lucha de las clases oprimidas paraguayas.

Este autor de una obra clave para la literatura latinoamericana, que incluye obras como el volumen de cuentos El trueno entre las hojas (1953), decía que en verdad había padecido un exilio eterno que comenzó en 1947, en Buenos Aires, por oponerse al dictador paraguayo de entonces, Higinio Morínigo. Según consignan los especialistas en su obra, en realidad el que decretó la captura de Roa Bastos, acusándolo de comunista, fue el luego presidente Juan Natalicio González, que al parecer sentía una inquina especial contra él porque tenía pretensiones literarias, y Roa Bastos se había dedicado a ridiculizar sus escritos sobre la historia de la cultura paraguaya, además de negarse a saludarlo en una recepción oficial. La anécdota concluye cuando un grupo de uniformados fue a buscarlo a su casa y el escritor no tuvo otra opción que esconderse durante tres días dentro de un tanque de agua, hasta que pudo refugiarse en la casa del agregado cultural brasileño en Paraguay.

“Empecé a escribir en el exilio; la única manera de mantener el vínculo con mi país era la literatura”, dijo en Madrid en 1995, y admitió que su vida y su obra estaban marcadas “por esa impronta desgarradora del exilio”. Pero agregó: “No me quejo, al contrario. Al exilio le debo infinidad de revelaciones. A pesar de las tristezas que me causó, sin el exilio nunca hubiera sido escritor”.

Si bien escribió su obra más destacada en Buenos Aires –donde llegó a trabajar de cartero–, luego del golpe militar que se dio en Argentina, en 1976, Yo el Supremo se sumó a la larga lista de obras consideradas subversivas por la dictadura del llamado Proceso de Reorganización Nacional, y su autor debió enfrentar un nuevo exilio en Francia. “Siempre detrás de mis pasos venía alguna dictadura”, evocaba años después, a la vez que reconocía que la temática del poder, en sus diferentes manifestaciones, figuraba en toda su obra, ya fuera “en forma política, religiosa o en un contexto familiar”. Al respecto, comentaba que “el poder constituye un tremendo estigma, una especie de orgullo humano que necesita controlar la personalidad de otros. La represión siempre produce el contragolpe de la rebelión. Desde que era niño sentí la necesidad de oponerme al poder, al bárbaro castigo por cosas sin importancia, cuyas razones nunca se manifiestan”.

El campesino en llamas

El escritor, que bajo ninguna circunstancia dejó de definirse como un campesino (“utilizo la palabra ‘campesino’ con cierto orgullo, porque en mi obra he procurado recuperar la dignidad de ese término. Puede significar estar aislado, pero también significa una vida en comunión con la naturaleza”, comentó después de entrevistar personalmente al francés Charles de Gaulle) ni de apostar a la ficción como el mayor recurso para burlar la precaria condición humana, registró como nadie el choque entre culturas indígenas y extranjeras en su país, y la rebelión y la tenacidad del pueblo guaraní, por medio de Yo el Supremo, en el que recreó los últimos días de la dictadura de José Gaspar Rodríguez de Francia (1816-1840), quien fue responsable de llevar adelante el cuestionado proceso de la independencia paraguaya.

Todo surgió en 1967, cuando Vargas Llosa y el mexicano Carlos Fuentes le propusieron a Roa Bastos que compusiera un retrato de Rodríguez de Francia, con miras a editar una obra con perfiles de dictadores latinoamericanos que se iba a llamar Los padres de la patria. Aquel proyecto no prosperó, pero a lo largo de seis años el escritor paraguayo trabajó en la voz del Supremo y otras que en el libro se superponen, se infiltran y se contradicen, y logró un complejo y maravilloso friso de ese período histórico que no puede dejar de entenderse como una lectura del presente, sustentada por una inquietante y profunda reflexión sobre el poder.

Barroca y plebeya, esta logradísima novela consolidó la simbólica experiencia paraguaya y de inmediato recibió el elogio de la crítica: en diciembre de ese mismo año, el argentino Tomás Eloy Martínez aseguró que se trataba de “uno de esos grandes libros-madre a partir del cual nacerá la literatura de los años venideros”; el también argentino Ricardo Piglia escribió: “Si se quiere ver qué niveles puede alcanzar una práctica revolucionaria en literatura, léase Yo el Supremo, de Roa Bastos: esa novela admirable, sin duda la mejor que ha producido la narrativa latinoamericana desde La vida breve [Juan Carlos Onetti, 1950]”. De hecho, en 1989, el propio Onetti comentó que el trabajo desarrollado durante años por Roa Bastos para lograr esa obra lo confirmó como un “prosista admirable”, y añadió: “Es tan bueno el libro que historiadores abundantes en talento y fantasía afirman que Yo el Supremo no pudo ser escrito por Roa Bastos. Aseguran tener pruebas de que cuando el falso autor inició la escritura del libro, José Gaspar de Francia lo hizo fusilar frente a un naranjo enano”.

En Yo el Supremo se puede leer que “la memoria no recuerda el miedo”, sino que “se ha transformado en miedo ella misma”. Aun así, Roa Bastos decidió, después de tanto exilio y persecución, volver a su país en 1996, después de casi medio siglo de ausencia. Su explicación fue: “Siempre necesité regresar y lo decidí porque estaban sucediendo muchas cosas importantes [en 1989 había terminado la larga dictadura de Alfredo Stroessner, iniciada en 1954]. Entendí que debía integrarme a la lucha en un momento de transición para Paraguay y que, uniendo mis fuerzas al resto, podía hacer algo”. Estaba convencido en aquel momento de que en su país existían “recursos humanos suficientes en cuanto a resistencia, sensibilidad y ganas de vivir”, y de que había que trabajar para que en democracia se entendiera “cuáles son las prioridades para que el país tan castigado se pueda reconstruir. En esto tienen enorme importancia la educación y la difusión de la corriente nueva del pensamiento contemporáneo, que no había llegado a mi patria, y que es otro desafío”.

Durante los años finales de su vida, consecuente con aquella decisión, Roa Bastos luchó hasta el final por reconstruir la historia de Paraguay durante las dictaduras y por el reconocimiento de su carácter de país bilingüe, comprometido no sólo con la resistencia de siempre a lo que llamaba “el monoteísmo del poder”, sino también con una visión en la que era posible el triunfo de la escritura.

Como es habitual en la serie de ediciones conmemorativas de la RAE –que comenzó en 2004 con una de El Quijote–, el volumen incluye varios estudios monográficos y breves ensayos, de los especialistas Darío Villanueva, Ramiro Domínguez, Beatriz Rodríguez Alcalá de González Oddone y Francisco Pérez-Maricevich, así como una sección final titulada “Otras revelaciones roabastianas”, con contribuciones de Susana Santos, Esther González Palacios, el uruguayo Wilfredo Penco, Roberto Ferro, Antonio Carmona y Milagros Ezquerro. Hay además en la edición una bibliografía básica de Roa Bastos, un índice onomástico y un glosario de voces utilizadas en la novela, a los que se agrega una cronología de los sucesos históricos que se produjeron en el período final de la dictadura de Gaspar de Francia, en el que su ubica la obra.

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