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Lejos de casa

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Seguramente la mayor de las virtudes de Tiempo muerto, la más reciente novela de Margarita García Robayo (Colombia, 1980), sea su minuciosa construcción de una atmósfera abrumadora, casi podría decirse infernal por lo oscura y mortecina. Página tras página, a medida que va cristalizando la historia de un amor evaporado, agonizante, entre Lucía y Pablo, una pareja de latinoamericanos de la diáspora, empezamos a sentirnos inmersos en esa tensión, en sus mezquindades, desencuentros y choques. En ese sentido, la novela es básicamente eso, ese ambiente opresivo por el que se mueven los personajes, que lo modelan, lo deforman y lo espesan: un ambiente al que han de algún modo caído, como si hubiesen dejado la utopía de un hogar (sea un lugar físico, una casa, un barrio, una ciudad o un país, o ese que se siente y se ensambla en/desde el amor de pareja). Si bien esto queda claro desde las primeras páginas –el estilo de García Robayo es austero y expresivo, y carga con una buena dosis de extrañeza–, la progresión, acaso la acumulación, es evidente y se sale de la novela como del espacio de una tormenta pesada que no llega jamás a explotar. O no se sale, claro está, o se sale mucho después: está claro también que la novela persiste, sobrevive en el lector, y eso parece proyectar sus 151 páginas y hacerlas valer por otras tantas.

A la vez, no menos claro está que un libro de estas características agradará especialmente a quienes busquen en la novela ante todo climas y personajes, ya que la trama, por decirlo de alguna manera, es mínima y se resuelve en variaciones sobre la situación. Eso sí: con algunos añadidos que hacen que ese interés algo acotado pueda expandirse. Por ejemplo, es especialmente interesante (y sin duda cobra espesor en una relectura) el trabajo sobre las vidas y los sentimientos de los latinoamericanos en la diáspora: argentinos, chilenos o colombianos que viven en Estados Unidos y lidian con el choque cultural y sus maneras particulares de adaptarse o mirar para otro lado. Esto, además, es central en la trama de desamor y sirve de gatillo –en tanto incrementa la tensión que sufren los personajes– a flashbacks y situaciones que ramifican la novela de una manera especialmente interesante.

Otro elemento añadido al tipo de novela tramado por García Robayo es alguna que otra reflexión en plan algo irónico sobre, precisamente, las novelas con tramas complejas y situaciones extraordinarias. Así, en determinado momento Lucía –en relación con una novela que está intentando escribir Pablo– señala, no importa si sinceramente o como agresión, que no disfruta de “las novelas narrativas”: “No me gustan –dice–, no me producen más que un hueco en el estómago que no sé bien cómo llenar”. Después añade: “no soy la típica lectora de novelas: mucho menos de novelas realistas latinoamericanas que se escudan en [...] ‘la sugerencia estética’ para esquivar la intención política”. Esto, notoriamente, complica el gesto de García Robayo; su novela, en última instancia, es tan política como cualquiera que narre el devenir de sus protagonistas en contextos socioculturales que sienten ajenos, y como cualquiera que narre el choque entre dos cuerpos y dos mentes bajo los códigos heredados del matrimonio, el amor y la paternidad. Pero esto no quita que Tiempo muerto esquive la categoría de “novela narrativa”, y así la ironía de su autora se vuelve una marca de posible metatextualidad.

En última instancia, ese pliegue de mayor complejidad termina por volver más interesante al libro. Si bien cabe pensar que García Robayo no tensa demasiado un molde ya algo consabido (ese de las novelas no narrativas que apuestan a cierto minimalismo, no del todo exacerbado, a la hora de presentar conflictos de esos que se llaman “humanos”, con algunos condimentos al uso de la fecha), no por ello su obra se lee como algo poco resuelto o –mucho menos– poco interesante. Por el contrario, se sale (si es que se sale, o si es que se sale rápidamente) de Tiempo muerto con la sensación de haber atravesado un libro denso y rico, y de comprender a su autora como una de las novelistas más atendibles de su generación.

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