Carlos Real de Azúa era –es– escurridizo. Todavía queda ver cuándo se desplazaba realmente y cuándo simplemente practicaba maniobras evasivas. En 1965, por ejemplo, inició con Arturo Ardao una larga polémica sobre la naturaleza del movimiento llamado “tercerismo”, al que ambos creían haber pertenecido. Ardao lo defendía como una corriente de izquierda, posterior a la Segunda Guerra Mundial, con arraigo uruguayo en la Federación de Estudiantes Universitarios del Uruguay, pero de espíritu cosmopolita, que buscaba no alinearse con Estados Unidos ni con la Unión Soviética; Real pedía situar los orígenes del movimiento un poco antes, en la década de 1930, para incluir en él los fascismos y los nacionalismos que se presentaban como una “tercera vía”. Tras los primeros intercambios, la discusión derivó en argumentos ad hominem y Ardao le recordó a Real su simpatía juvenil por el falangismo español. Podía preverse que Real se defendiera –la hegemonía cultural de la izquierda obligaba, y él había logrado insertarse en su epicentro, la revista Marcha– y que lo hiciera recurriendo a su ruptura pública con el régimen franquista, que materializó en el libro España de cerca y de lejos, de 1943. Lo desconcertante fue que se defendiera sin abjurar de su militancia temprana; por el contrario, la resignificó en el panorama de los nacionalismos populares de ciertos peronistas fundacionales y algunos brasileños cercanos a Getúlio Vargas. “No me siento incómodo al lado de esos ‘equivocados’”, desafiaba Real, porque sabía que tocaba un punto sensible para la izquierda de la época: la necesidad de establecer alianzas, en clave antiimperialista, con sectores nacionalistas y conservadores.
Real, además, se desplazaba entre las disciplinas. Abogado de profesión, fue docente de literatura, incursionó en la sociología histórica, en la historia de las ideas y de la cultura, en el análisis político de corto y largo plazo, y en la teoría política; muchos de sus aportes fueron pioneros localmente en esos campos, en una época en la que un mismo estudioso podía cruzarlos sin pedir muchos permisos. También sus adhesiones partidarias trazaron zigzags curiosos: colorado antibatllista, blanco herrerista, ruralista, compañero del socialismo, adherente fundacional del Frente Amplio, sobreviviente en la dictadura. Para el escritor y periodista Valentín Trujillo (Maldonado, 1979) no debe de haber sido fácil trazar el plan de su biografía. Una “biografía intelectual”, además, en la cual el adjetivo está definido por una carencia: Trujillo tuvo acceso a papeles de trabajo, correspondencia y apuntes de Real, pero no a su diario personal. En esas circunstancias, debe de haber parecido sensato hilar cronológicamente las intervenciones públicas del biografiado –sus libros, sus contribuciones en la prensa– y tratar de insuflarles “vida” con testimonios y crónicas de la época. Como resultado, el libro es el primer trabajo extenso que busca presentar en panorama la obra de Real, a la vez que colocarlo en un contexto nacional e histórico; tal vez por eso haya merecido el premio Bartolomé Hidalgo 2017 en el rubro Biografía y testimonio.
La interpretación y su freno
Era, de todos modos, una tarea complicada la de “biografiar intelectualmente” a un pensador muy mentado pero poco estudiado integralmente. Podría decirse que Trujillo se limitó a describir la sucesión de escritos de Real y que dejó para el lector la interpretación. Esto, si el lector consigue distinguir en qué momento el autor está citando y en qué momento está parafraseando: tal como están presentadas, las glosas pasan por valoraciones de Trujillo (la autoría de las citas de terceros, por el contrario, muchas veces está doblemente consignada), pero para los realmente interesados esa confusión se liquida al consultar las obras originales. El verdadero problema es que Trujillo sí sugiere, aunque en contadas ocasiones, de qué manera leer a Real desde los debates actuales. “Ya adentrados en el siglo XXI, con un nuevo progresismo que en muchos casos hereda y reivindica ideas del dogma batllista, El impulso y su freno responde a sus lectores con tono de oráculo”, escribe. Corresponde entonces recordar que él es el director de Programación Cultural de la Intendencia de Maldonado, cuyo titular es Enrique Antía, del Partido Nacional. Después, o antes, tratar de leer su obra biográfica desde el presente.
Para empezar, habría que cuestionar el encare episódico de una biografía intelectual. Si Real fue un mutante, un caso único, una excepción y otros lugares comunes que se repiten –sobre todo, uno sospecha, por pereza–, ¿no convendría haber averiguado qué constantes,si las había, orientaban tantos cambios? Dicho de otro modo: ¿había algo esencial en el pensamiento de Real o se trató sólo de un ensayista brillante, poseedor de intuiciones certeras y recursos analíticos superiores? ¿Se limitó a cuestionar con herramientas heterogéneas distintos órdenes dominantes –el batllismo como hegemonía ideológica; la modernidad como condición histórica global; el gobierno, fuera el que fuese, como encarnación coyuntural de la pérdida de rumbo nacional– o había una visión común en sus exámenes de enemigos tan voluminosos?
Trujillo está cerca de esbozar una respuesta en los tramos en que sigue la evolución del pensamiento de Real respecto de José Enrique Rodó, posiblemente el intelectual uruguayo que más influyó en las generaciones compatriotas formadas a principios del siglo XX. Describe con acierto cómo Real modera sus críticas iniciales al maestro, pero no aventura los motivos de ese cambio. El material que cita, sin embargo, permite especulaciones. Si Real, cuando era un joven católico radical, le criticaba a Rodó la tibieza de su espiritualismo, es posible pensar que ajustó ese juicio una vez culminado su romance con el falangismo, el movimiento que consideraba llamado a renovar el espíritu de Hispanoamérica por medio de un nuevo imperialismo. En España de lejos y de cerca hay rechazo al autoritarismo, pero sobre todo hay decepción por la falta de una auténtica dimensión religiosa en el régimen de Francisco Franco. Esta u otras formas de hacer entrar en juego el ajuste de las expectativas de Real respecto del espiritualismo de diversos pensadores y movimientos políticos están muy poco marcadas en la historia que pinta Trujillo.
Sin embargo, la preocupación por la dimensión espiritual, que reaparece claramente en los últimos papeles sueltos de Real –en los que aboga por una especie de revolución pastoril–, podría ser una pista no psicologizante para entender su antibatllismo raigal. El impulso y su freno, su mayor contribución a la “literatura de la crisis” sesentista, es la culminación de una de las líneas inamovibles de su pensamiento; el libro apareció en 1964, cuando el mal que combatía, el batllismo, amenazaba con volver al poder (no lo hizo, aunque sí el Partido Colorado) tras la decepción producida por los dos gobiernos blancos que comenzaron en 1958. Si Real había criticado y recuperado a Rodó por derecha, en El impulso y su freno hizo un balance comparable del medio siglo batllista. Su dictamen fue implacable: situó en la mismísima concepción de justicia social del batllismo la semilla del estancamiento moral de la sociedad; en las ideas de José Batlle y Ordóñez y sus colaboradores estaba el germen de la decadencia posterior, afirmaba. Para Real, el batllismo estaba especialmente equivocado en su aversión al sufrimiento, en su rechazo a la seducción de un ideario trágico, épico, trascendente. El batllismo había intentado, según Real, cortar los vínculos con la tierra, con el sentimiento nacionalista, y en cambio promovía el conformismo, la inercia y, valga el anacronismo –Trujillo se permite otro: le endilga “populismo”–, su falta de estímulo al emprendedurismo.
Hoy podemos situar sin demasiados problemas a alguien que defiende simultáneamente la tradición y el ánimo empresarial; tal vez hace medio siglo fuera más difícil, así como hoy producen confusión los intelectuales “indignados” con la agenda de derechos de los gobiernos del Frente Amplio. Lo cierto es que en su momento la crítica de Real fue un aporte considerable a la corriente crítica –que incluyó decenas de ensayos sobre la inviabilidad del país, más los correspondientes informes económicos y una narrativa que encarnó mejor que nadie Mario Benedetti– que ponía el ojo en el agotamiento del sistema político-partidario uruguayo. Es posible entonces que algunos, como Ardao, hayan percibido los riesgos que implicaba incorporar una visión como la de Real al aparato crítico de la izquierda, pero eran épocas de acumular –lo de tragar sapos y abrazarse con culebras no empezó en este siglo– también ideológicamente. La propia deriva sectorial de Real, que se acerca al Partido Nacional y luego al ruralismo, y después acompaña a los decepcionados del ruralismo en una alianza con el Partido Socialista, es paradigmática del camino que recorrieron muchos intelectuales –entre ellos, varios de los del grupo Nuevas Bases– y también del esfuerzo por suturar ideológicamente a la izquierda “pura” con los movimientos nacionalistas, que representó bien el socialista Vivian Trías.
Asunto pendiente
Más arriba decía que lo “intelectual” de esta biografía implica una ausencia, porque falta revisar, y Trujillo tal vez lo menciona como avance, los escritos más personales de Real. ¿Es importante? Sería fundamental para los estudios queer, y tal vez para las “bellas letras” (Real escribía con mucha gracia y la edición de sus diarios sería irresistible para el gusto actual, orientado a lo íntimo), pero también, y sobre todo, para que en las siguientes biografías de Real se empezara a poner su pensamiento en otro contexto: si bien sería disparatado atribuir la singularidad de su obra a su condición de “distinto” en un ambiente poco tolerante con la diversidad sexual, también es cierto que, mientras no se aborde el tema, esa ausencia seguirá siendo un obstáculo para estudiar su ideología profunda.
En este sentido, Trujillo da cuenta de las semblanzas de Real trazadas por Emir Rodríguez Monegal, Tulio Halperin Donghi y, sobre todo, Ruben Cotelo, que iluminan la génesis, dentro de la estructura familiar, de algunos elementos afectivos que marcaron la trayectoria del biografiado: su padre, médico, fue un batllista convencido; su madre, devota católica; el padre prefería a su hermano; él prefería a su madre. Por supuesto, esto no alcanza para explicar el antibatllismo furioso y la radicalidad religiosa que dejaron marcas fijas, aunque no siempre evidentes, en la obra de Real. No fueron esas las continuidades que Trujillo prefirió destacar en su trayectoria; más bien, sus mutaciones y contradicciones fueron puestas al servicio de la leyenda de la imprevisibilidad, de la excepcionalidad de una rara avis, o sea, de la imposibilidad de abordar productivamente su pensamiento.
Real de Azúa: una biografía intelectual, de Valentín Trujillo. Ediciones B, 2017. 384 páginas.