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Entrevista con el fotógrafo Roberto Fernández Ibáñez

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Nació en Parque Batlle en 1955, y es uno de los fotógrafos uruguayos con mayor proyección internacional. Después de estudiar química, comenzó su camino en la fotografía de forma autodidacta: a mediados de los 80 construyó su primer laboratorio. Se interesó por la cultura japonesa y los haikus, comenzó a trabajar alrededor de las fronteras, transformando a sus obras en verdaderos poemas visuales, mediante fórmulas propias y libros que cruzan poesía, dibujo, fotografía y técnicas mixtas. En sus nuevos proyectos mantiene sus obsesiones: el tiempo, la fugacidad, los misterios de los paisajes y el poder de la experimentación. Así, Montañas de la incertidumbre cruza gráficas y estadísticas, Zetgeist traza distintas versiones de una mitología contemporánea, Gurfa rescata al agua como recurso limitado y Afterfracking rastrea los nuevos procesos de extracción subterránea de combustibles. Hasta el 4 de marzo, el Centro de Fotografía (CdF) exhibe Diálogo oriental: Roberto Fernández Ibáñez. Prima Mater, con más de 100 obras de ocho series fotográficas de este artista, que en varias ocasiones ha sido invitado de honor del FotoFest de Houston (Estados Unidos) y seleccionado para el Foro Latinoamericano de Fotografía de San Pablo, además de haber ganado importantes premios nacionales y extranjeros (hoy, a las 19.30, habrá un encuentro abierto con él en la sede del CdF -18 de Julio 885-). “Aprendí a fotografiar mirando revistas”, cuenta Fernández Ibáñez desde su estudio. Pero sólo logró incorporar la fotografía a su mundo cuando conoció al óptico y fotógrafo estadounidense Ralph Eugene Meatyard, y sus puestas en escena de niños enmascarados, casas abandonadas y muñecos mutilados. Su humildad y sus innovaciones lo marcaron “en el modo de encarar” el oficio.

–Lo primero que me llamó la atención cuando leí el dossier del CdF fue que destacaran tu “intensa curiosidad alquímica y tu inquietud filosófica”. ¿Siempre estuvieron presentes?

-Si miro para atrás, cuando en quinto de escuela tuve que hacer una redacción temática, la cuestión del investigador solitario ya estaba presente. Y como hijo único siempre tuve una vida interior muy movida: aunque tuviera a mis amigos de la calle y jugara a la pelota, también me hacía mis propios juguetes, o podía jugar a la baraja solo. A su vez escribía algunas cosas y tocaba un poco la guitarra. Después entré a la facultad [de Química], y cuando tenía 30 años caí en cama, con gripe, y mi mujer me regaló una revista de fotografía [Popular Photography]. Y ahí se me abrió un mundo nuevo. Era una publicación en la que había análisis de cámaras o de lentes, o entrevistas con fotógrafos, o ensayos fotográficos en imágenes. Algo que a mí me llamó mucho la atención, y que tiene que ver con el tema que estoy trabajando ahora, fue cuando el año pasado viajé como invitado al FotoFest, la bienal más importante de fotografía [en Houston]. En el museo de Houston tenían una obra mía que habían comprado hacía muchos años; cuando entramos me dijeron “venga por aquí, que tenemos algo para usted”, y me llevaron al archivo fotográfico del museo. Era impresionante, con góndolas y góndolas donde tenías a los maestros de la fotografía. ¿Podrás creer que la única fotografía que estaba colgada y enmarcada en una pared era una de Bruce Davidson, que fue el primer fotógrafo al que yo presté atención en aquella revista? Una sorpresa total, porque fue como si se cerrara un ciclo: comenzó cuando a mí me impactó Bruce Davidson, y la única fotografía que estaba enmarcada a la vista, en ese archivo donde guardaban mi foto, era la suya. Yo le encontré un sentido a esto y fue muy removedor.

–Yendo al objeto fotográfico: si para el alquimista y el artesano no hay dos experiencias iguales, imagino que para vos tampoco.

-Hay procesos dentro de la fotografía que son más estándar, donde hay una matriz que se replica. Eso puede darse muy fielmente dentro de lo digital. En cambio, en la fotografía analógica y en el laboratorio, si bien hay una similitud, porque uno tiene una matriz, que es el negativo, y la puede imprimir tantas veces como se quiera, siempre variará en algo. Pero, además, uno, intencionalmente, puede comenzar a incluir otras variables u otros parámetros, que vuelvan las impresiones cada vez más divergentes unas de otras, para forzar que no existan dos iguales. Dejando de lado la fotografía tradicional analógica, existen otros procesos alternativos en los que la pieza se vuelve única a partir de las manipulaciones -de la gelatina, el papel o las interacciones químicas-. Es otra instancia de la reproductibilidad, porque transforma a la maqueta en única.

–En Ojos de topo, por ejemplo, trasladaste a una serie tu percepción alterada por la miopía.

-Quería mostrar cómo veía sin lentes. Yo acepto las sorpresas o el azar, y dependo mucho de eso. Mirar a través de la cámara [sin lentes] me reflejó los días escolares de cuando me enteré de que era miope. Dentro de este proyecto, inevitablemente surgió un deseo de volver a la escuela y a mi salón de clase, al que no había regresado nunca. Cuando lo hice, en aquel salón, donde me habían descubierto la miopía, empezó a desarrollarse un proyecto en el que tenía que encontrar una técnica que reprodujera fielmente cómo veo sin lentes. Comencé desenfocando y no alcanzaba, la foto múltiple tampoco. Entonces opté por una técnica híbrida para el desenfoque y tonos múltiples -porque veo en color, y por eso tuve que cambiar la estética de mis trabajos anteriores, que eran monocromáticos-. Y como, por la miopía, veo los colores de determinada manera, yo mismo tenía que imprimirlas en el laboratorio. Fue todo un aprendizaje trabajar con total oscuridad, porque para el blanco y negro uno puede trabajar con luz roja, pero para el color no.

–Aunque vayan por caminos distintos, esa interpretación del mundo propio recuerda a Evgen Bavcar, el fotógrafo ciego.

-Sí, claro. Él apela a algunos asistentes para recrear su mundo, y para registrar cómo la memoria sigue actuando. Para hacer sus obras se basa en lo que aprendió durante sus primeros años de vida, cuando todavía no había perdido los ojos.

–Aunque tu metodología sea compleja, ¿cuál fue la técnica para lograr, por ejemplo, Montañas de la incertidumbre, entre gráficas, estadísticas y ese mundo cotidiano interponiéndose?

-Por ensayo y error uno va descubriendo técnicas, y las va perfeccionando. Pero después uno tiene que ver qué dice con eso. A mí me gusta que haya coherencia entre la idea, la técnica y lo material. No me gustan mucho las estadísticas, pero sí las gráficas, los dibujos, la representación de los datos. Incluso cuando te hacen un electrocardiograma, de alguna manera esos surcos y valles son un paisaje de tu corazón. Y cuando encontré esta técnica -entre las cuestiones de matemáticas y los gráficos-, resonó con unas pinturas que había en el living de mi casa cuando era niño, que remitían a paisajes montañosos chinos. Y a mí me gustan mucho las montañas, tal vez porque acá no hay. Así fue como me pareció que podía ir reuniendo cosas que estaban disociadas entre sí, y que fueron surgiendo naturalmente, primero con bocetos y bosquejos en papeles, y después tratando de llevar esos paisajes montañosos y esas laderas a las montañas de la incertidumbre.

–Que, a su vez, interpelan a los datos de la realidad.

-Hay una intención de que, mediante una expresión fotográfica, la gente pueda observar una realidad, y que eso se dé a través de un marco estético. Entonces tú mirás esos paisajes montañosos pero en realidad estás observando una serie de datos que, en algunos casos, son muy preocupantes. Y la fotografía te lleva a ser consciente de una realidad que, tal vez, de otro modo no te sorprendería tanto. Aquí la fotografía es un vehículo de denuncia. Cuando empecé tenía una serie de situaciones disímiles entre sí; ahora lo que estoy haciendo es intentar trabajar en ramas: por un lado la serie Melting Point [punto de fusión], que está en el CdF y que se relaciona con el tema específico de la Antártida, el mar Ártico y los cambios que se están dando en la masa de hielo; otra está dedicada a la urbanización y se llama Ciudades en las que vivimos; otra se relaciona con las migraciones; cuestiones económicas; cuestiones ambientales. Son diferentes sesgos para ir mostrando distintas realidades y quehaceres de la vida cotidiana.

–Has dicho que el laboratorio es el aula de tu aprendizaje. ¿Cómo definirías el proceso?

-Me encanta el laboratorio pero me cuesta entrar, porque sé cuándo entro pero no cuándo salgo. No es que todos los días entre al laboratorio. Cuando uno prepara productos, se trata de productos perecederos, así que tiene que saber que cuando entra por lo menos tiene que empatar el partido, y si puede, ganar por goleada. Lo del aula se relaciona con dos cuestiones: una tiene que ver con el método, con el trabajo sistemático para ciertas etapas del proceso fotográfico; la otra está en el sentido griego de escuela: skhole: ocio, tiempo libre. Ese tiempo libre a mí me permite jugar y experimentar, y aprender por vías alternativas. Estoy abierto a pruebas, a tomar apuntes, a aceptar lo inesperado y sacar provecho de todo, porque lo que hay detrás de esto son mis intereses, mis gustos y mis ideas. Hay ideas que sólo sé expresar con la palabra, y otras que expreso mediante la pintura o la fotografía. A veces palabras y fotografías surgen juntas, y en esas ocasiones no me alcanzaba sólo con escribir haikus. Y no lo fuerzo, sólo son cuestiones de convergencia de dos disciplinas que se unen en un punto. Se trata de diferentes ideas que necesitan distintas vías de expresión. Hay que trascender las barreras y no limitarse.

–Imagino que en los 90 no era nada fácil el cruce.

-No, al principio me costó y asumí muchos riesgos. Me acuerdo cuando en 1992 comencé a hacer fotografía y haikus, tuve muchísimas críticas. Siguen presentes clichés como “una imagen vale más que mil palabras”, y también a veces hay palabras que valen más que mil imágenes. Sobre todo en esta época, cuando hay muchísimas imágenes que no dicen nada. A veces una sola palabra, o el silencio, dicen mucho. Pero en aquella época yo seguí con lo que tenía que hacer cuando consideraba que la palabra y la fotografía debían ir juntas. Asumía el riesgo y seguía adelante, aunque sabía que me exponía a la no aprobación de algunos colegas. Pero uno no trabaja para eso.

–Ahora, tantos años después, ¿cómo vivís el laboratorio?

-Es un estado especial. Hay momentos -y no lo digo en un sentido religiosoque son meditativos o evasivos, uno pierde la noción del tiempo en los movimientos rítmicos, por ejemplo, en el lavado de una fotografía. No escucho música en el laboratorio, entonces oigo el agua que corre, el sonido que acompaña al movimiento repetido de las manos en determinada etapa del proceso, y a la vez vivo esa lucha de sentarse un buen rato dentro del laboratorio para investigar un negativo, o simplemente estar con la hoja del papel fotográfico en blanco, viendo qué se hace. Saco provecho de las ideas, de la dudas y de los bloqueos; para mí se vuelven, simplemente, paréntesis. Porque no es una catarata permanente de acciones. Tengo proyectos suficientes para hacerlos en catarata, pero eso no me dejaría tiempo de reflexión, y yo disfruto con la evaluación, la crítica que me impongo en el propio proceso, o al tomarme el tiempo para descartar lo que no se sustenta. Son ritmos, como en la vida.

–En cuanto a la reflexión, las imágenes y los tiempos, ¿dónde creés que radican las mayores limitantes de la fotografía?

-Creo que se trata de lograr cada vez más libertades, y los límites siempre están del lado de la persona. Las libertades y las limitaciones las pone uno. Si tuviese que juzgar cuáles son mis propias limitaciones en el trabajo, diría que se relacionan con el tiempo del que dispongo y con mis energías físicas, porque mi cuerpo no me va a acompañar para hacer todo lo que proyecto. En trabajos ajenos, las limitaciones que observo tienen que ver con lo que se quiere comunicar. Hay una proliferación de imágenes que se vuelven muy repetitivas. Se cuenta la misma historia una y otra vez, por distintas personas y en distintas partes del mundo, porque muchos siguen tendencias. Y lo que me interesa de los demás -y de mí- es la autenticidad. Si después el trabajo es bueno o malo técnicamente, seguramente ya habrá oportunidades para corregirlo, para rehacerlo, para mejorarlo. Pero cuando no hay una buena idea, eso se vuelve el primer límite, la primera barrera.

–¿O sea que buscás la autenticidad como punto de partida de tus obras?

-Sí, trato de ser auténtico. Cada serie que hago refleja mi sentir y mis intereses en un período. Hay fotografías en las que están muy presentes lo lúdico y el humor, que disfruto mucho. Pero también disfruto del rigor de algunos procesos que implican ciertos riesgos y cuidados necesarios. También se trata de la adrenalina. Te puedo asegurar que en el laboratorio hago procesos que me aceleran mucho el corazón. A veces por cuestiones que van apareciendo y que no esperaba, y eso es un descubrimiento que te da un goce muy especial. Y por otro lado, cuando trabajás con sustancias que son letales, tóxicas, complicadas, existe otro tipo de adrenalina, porque tenés que respirar muy bien antes de sumergirte en aguas profundas.

–¿Y cómo es tu vínculo con la fotografía digital?

-En algún momento voy a tener que incursionar en eso más a fondo. Tengo una cámara digital, y uno de los proyectos que están en el CdF lo hice digitalmente, además de Gurfa. El asunto con lo digital es que me aburre un poco. Y cuando tengo que editar, corregir o retocar una imagen para subirla al sitio, realmente sufro frente a la pantalla. Lo que más disfruto es cuando se me ocurre una idea y la empiezo a explorar, investigando cuestiones históricas, filosóficas o científicas, y el acto mismo de fotografiar. La tercera etapa, que ya es un goce extraño, es el laboratorio, porque nunca quiero entrar, pero una vez que estoy adentro disfruto como loco. La pantalla genera otro tipo de ansiedades. Y si bien respeto el trabajo en ese terreno de muchos buenos fotógrafos, en lo digital estamos siguiendo programas. Uno tiene posibilidades de combinaciones casi infinitas, pero hay poco espacio para el imprevisto. Mucho de lo que integro a la obra es esa incertidumbre que nos acompaña en la vida, y que también se da en las reacciones químicas.

–Te interesan la pintura, la escritura, el montaje. ¿Por qué seguís fotografiando?

-Y, es inevitable. Hay cosas que recién las estoy descubriendo ahora, y por eso me pregunto por qué no tendré 30 años menos; aunque 30 años atrás no habría pensado mucho de lo que pienso hoy. Veo que si bien antes concretaba uno o dos proyectos por año, y de manera poco ortodoxa -fotografiaba y después veía si tenía un hilo conductor-, ahora se ha invertido el proceso. Si me interesa una temática, pienso cómo puedo decir lo que me inquieta. Entonces, ¿por qué sigo haciendo fotografía? Porque ahora, a esta edad, y en estos momentos que estamos viviendo, veo que tengo cosas para comunicar y aprender. Y lo que aprendo, trato de compartirlo.

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