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Seijun Suzuki, el 2 de setiembre de 2001, en la Bienal de Venecia. Foto: Gabriel Bouys, AFP

Innovador y rebelde

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Ayer murió uno de los grandes íconos del cine de posguerra japonés, admirado por cineastas como Takeshi Kitano, Jim Jarmush, Wong Kar-wai y, en especial, Quentin Tarantino. Seijun Suzuki fue considerado el líder del cine clase B asiático y, en paralelo, se convirtió en un renovador del universo visual cinematográfico. Con 54 largometrajes a su cargo, Suzuki se ganó el mote de “director de culto”, alimentado por el amplio reconocimiento internacional a su modo de subvertir, desde adentro, el duro sistema de estudios del cine japonés, derribando y cuestionando estereotipos, y experimentando en el campo visual a través de los géneros: recorrió el melodrama, el musical, el cine noir, el erotismo y las películas de yakuzas (mafias japonesas).

En una entrevista con el periodista estadounidense Gerald Peary, Tarantino habló de su vínculo con el cine de ese maestro japonés: “Lo que me inspiró no fueron tanto las películas de Suzuki en su totalidad como algunos planos y su voluntad de experimentar, de tratar de conseguir imágenes cool y psicodélicas. Para mí es un poco como Russ Meyer: es más fácil que te gusten partes de sus películas que sus películas completas. Con esto no pretendo tirarlos abajo; son simplemente directores que trabajan mejor por secuencias. En lo que respecta a Meyer, lo cierto es que su película Faster Pussycat, Kill Kill! [1965] es una absoluta obra maestra, y Suzuki hizo la suya con Marcado para matar [1967]”. De hecho, más de un crítico memorioso recordó, a propósito de la muerte de Suzuki, que el potente clímax de Kill Bill. Volumen 1 (2003), de Tarantino, hacía suya la ocurrente idea del japonés de filmar el enfrentamiento final de El tatuaje del dragón blanco (1965) sosteniendo la cámara bajo un piso de cristal. También Jarmusch, en su El camino del samurái (1999), homenajeaba fotograma a fotograma una recordada y memorable escena de Marcado para matar, una de las obras maestras de Suzuki y a la vez una de sus obras más anárquicas. Cuando estrenó su película, Jarmusch viajó a Japón para mostrársela, y tiempo después contó que cuando su colega la vio, no logró entender por qué el protagonista, interpretado por Forest Whitaker, demoraba tanto en iniciar una oleada de violencia homicida.

En busca de algo “interesante”

Pero la industria no siempre recibe con gusto la creatividad, y por Marcado para matar Suzuki fue despedido del estudio Nikkatsu, donde había rodado más de 40 películas de 1956 a 1967. “Todos esos proyectos eran asignaciones del estudio y generalmente se trataba de largometrajes de identidad genérica clara y bien definida: policiales duros, comedias, films de guerra, películas de yakuzas, melodramas con prostitutas. A un promedio de tres o cuatro realizaciones al año, Suzuki comenzó a encontrar la forma de hacerlas más ‘interesantes’, lo que generalmente implicaba intensificar lo que ya estaba disponible en el guion: utilizar una puesta en escena e iluminación de origen teatral, mostrar la acción desde ángulos excéntricos, destacar los detalles más inesperados, elevar el nivel del humor absurdo”, ha señalado más de una vez el crítico y guionista británico Tony Rayns, considerado uno de los mayores especialistas occidentales en cine oriental.

La originalidad a la que se refiere Rayns podía llevar a Suzuki a combinar, con un radical estilo visual, elementos de western y de comedia musical con una estética pop, como en El vagabundo de Tokio (1966), y el propio director aseguraba que la base de sus innovaciones estaba en interpretaciones muy personales de la tradición del teatro kabuki, con su uso de colores estridentes, representación de valores simbólicos, artificios y dramaturgia siempre alejada del realismo. En todo caso, como dijo el especialista estadounidense en arte asiático J Scott Burgeson, “de la misma manera en que los tradicionales grabados en madera japoneses eran producidos industrialmente como afiches comerciales, y sólo fueron reconocidos como obras de arte mucho tiempo después, los films de Suzuki son un verdadero triunfo del estilo y la forma sobre las restrictivas condiciones en las que fueron producidos”.

Este contundente esteta de la pantalla nació en 1923, en una familia que se dedicaba al comercio de productos textiles. Con el tiempo, y según él mismo comentó en más de una ocasión, llegó al cine porque no tenía otra cosa que hacer. Fracasó en el intento de ingresar a la Universidad de Tokio -conocida por su exigencia-, cuando volvió de la Segunda Guerra Mundial se dirigió al área de cine de la Academia Kamakura, y al poco tiempo ya contaba con un puesto como asistente de dirección. Después del éxito de su primera película, Victory Is Mine (1956), Suzuki comenzó a rodar el que después fue su tercer largometraje, El pueblo de Satán (1956), en que se dedicó por primera vez a las yakuzas, con un nivel de ferocidad muy poco usual para las producciones de aquellos tiempos. Pero la obra que lo colocó en la categoría de cine de autor fue La juventud de la bestia (1963), en que comenzó a jugar con los formatos clásicos, a parodiar los lugares comunes y a desplegar excéntricos delirios visuales, que con el tiempo se convirtieron en su definida marca personal.

Tres años después estrenó El tatuaje del dragón blanco, uno de sus films más influyentes -y el director del estudio le llamó la atención por primera vez-, y en 1967 hizo la mencionada El vagabundo de Tokio, una película en que el personaje central, siempre de riguroso traje celeste, puede llegar a cantar un tema como si se tratara de un musical y no una dura película de matones, que reflexiona sobre el mundo de posguerra. Sin embargo, fue por Historia de una prostituta (1965), que algunos situaron a Suzuki nada menos que a la altura de Akira Kurosawa.

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