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El actor Warren Beatty (c) explica un error en la presentación de la mejor película de los premios Oscar, ayer, en Hollywood, California. Foto: Kevin Winter, AFP

Una entrega de los Oscar que comenzó como sátira política y terminó como comedia de errores

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La 89ª entrega de los Premios de la Academia de Hollywood, ese acontecimiento que fascina tanto a quienes lo admiran como a los que lo detestan, no era tan sólo una nueva edición de la conocida y frecuentemente tediosa y autoindulgente ceremonia. Este año venía cargada como nunca de un contexto sociopolítico que lo presentaba como un acontecimiento que iría mucho más allá de la simple concesión de cocardas artísticas y de los acuerdos o desacuerdos que esta causara.

Luego de una relación tensa con el gobierno de George W Bush (2001-2009), que colisionó frecuentemente con el liberalismo (es decir, el progresismo) humanista predominante en Hollywood, la industria cinematográfica pasó casi una década de relativa paz con el muy carismático Barack Obama, para entrar luego en una fuerte campaña mediática contra Donald Trump, incluso cuando su llegada a la presidencia era considerada por todos una pesadilla poco probable. Aunque, paradójicamente, Trump es el presidente más relacionado con el mundo del cine y el espectáculo desde el no muy afectuosamente recordado Ronald Reagan, el mundo de Hollywood le declaró -no sin motivos- una guerra preventiva, y muchas, tal vez demasiadas, de sus estrellas participaron en actos de campaña de Hillary Clinton y en spots críticos o directamente hostiles al candidato republicano. Trump, que ha demostrado una inteligencia reptiliana para estas cosas, recogió el guante a menudo, involucrándose personalmente en impresentables -al menos para el presidente de la principal superpotencia mundialconventillos con algunas de esas estrellas criticonas (el caso más notorio fueron sus intercambios mediáticos con Meryl Streep), y se consolidó una antipatía mutua que, en vista del tono que habían adquirido los discursos en premiaciones previas como la de los Globos de Oro, se esperaba que eclosionara en la entrega de los Oscar.

Sin embargo, también comenzaban a multiplicarse las críticas a este autoasignado rol de los artistas cinematográficos como portavoces de la resistencia al nuevo presidente; por un lado estaba la evidencia, bastante incontrovertible, de que esto no sólo no incidió mucho en las elecciones, sino que incluso tuvo algunos efectos contraproducentes para el campo demócrata-progresista, por la autosuficiencia, el paternalismo y la soberbia endogámica con la que muchos de esos artistas se referían al amplio -y en definitiva decisivo- electorado de Trump, en gran parte bastante alejado de las piscinas de Beverly Hills desde donde pretendían darles clases acerca de qué sentir, qué pensar y cómo hablar.

Por lo tanto, y mucho más que por la mera incógnita de si La La Land iba a batir algún récord de premios, o si se lo merecía, la fiesta de los Oscar se presentaba como una noche en la que, más que algunas películas, serían juzgados Hollywood y su capacidad de influencia frente al poder fáctico. El resultado final no pudo ser más extravagante.

Entre el ego y el mareo

Todo arrancó bien, o mucho mejor de lo que se esperaba, con un enérgico show musical a cargo de Justin Timberlake, que debe ser el tipo más simpático que haya salido de una boy band. Casi de inmediato, el anfitrión Jimmy Kimmel comenzó a dispararle flechas no siempre graciosas pero con bastante clase a Trump, y a desarrollar una rutina que sería lo más divertido de la noche, al menos para los que pudieron entender de qué se trataba. Desde hace ya 11 años, Kimmel y Matt Damon mantienen un falso enfrentamiento mediático, luego de que el comediante usara el nombre del actor como un chiste recurrente al final de cada uno de sus shows televisivos, disculpándose siempre porque por algún motivo no había tenido tiempo de entrevistarlo en ese programa. Damon, un actor reconocido por su humor, le siguió la broma y grabó un clip con la entonces novia de Kimmel, la comediante Sarah Silverman, en el que ambos interpretaban un tema llamado “I’m fucking Matt Damon” (me estoy cogiendo a Matt Damon), que se convirtió en un enorme éxito, y desde entonces las pullas recíprocas se han reiterado periódicamente. Ayer, con Kimmel como maestro de ceremonias de una fiesta en la que Damon suele ser uno de los principales animadores, la oportunidad era ideal para que el comediante chicaneara, saboteara y se burlara del actor, y lo hizo en muchas ocasiones, en algunas con muchísima gracia, aunque tal vez sin mucho sentido para quienes no estuvieran en conocimiento de la riña ficticia.

El aire comenzó a enrarecerse un poco ante el emocionado discurso de Viola Davis al recibir el Oscar a mejor actriz de reparto por su rol en Fences. Davis, cuyo parlamento fue saludado en forma automática por muchos medios como “lo más emotivo de la noche”, pontificó acerca de la capacidad del cine de rescatar y recordar las vidas olvidadas de la gente chiquita que no tuvo la oportunidad de llegar a la gran pantalla, una idea un tanto compleja pero a la que le agregó además una frase tan desafortunada como “me volví una artista, y gracias a Dios que lo hice, porque somos la única profesión que celebra lo que significa vivir una vida”. Una declaración un tanto irritante para los millones de personas que creen que sus profesiones no artísticas también les pueden haber enseñado algo sobre la celebración de estar vivo. Otro momento significativo de la incapacidad de Hollywood para percibir la dramática distancia que separa a su mundo de ese otro al que quieren oficiarle de portavoces no requeridos fue el momento, incomodísimo, en el que, como una broma “encantadora” al mejor estilo de las joditas de Marcelo Tinelli, un grupo de incautos turistas de Chicago fue conducido hasta el lugar donde se realizaba la ceremonia, con el pretexto de un simple tour, y se encontró por sorpresa frente a la elite de los actores sentados en primera fila. Esto, que en otro contexto tal vez habría sido gracioso, pareció forzado y poco natural, pero sobre todo tuvo cierto aroma a limosna simbólica, de dioses del Olimpo que generosamente permiten que un grupo de mortales pispee durante unos segundos entre las bambalinas de la exclusividad.

Estos momentos coincidieron con la acumulación de algunas señales de cansancio o desorientación de Kimmel, con segmentos que hoy en día parecen apurados (el otrora emotivo “In memoriam”), y una mayor apelación a lo autorreferencial (los repetidos homenajes a la “perseguida” Meryl Streep, un segmento victimizante sobre los tuits agresivos que reciben los actores), pero cuando la ceremonia entró en su tramo final y la mayor parte de las incógnitas ya se había develado, todo desembocó en ese final histórico que hará de la 89º entrega de los Oscar algo inolvidable.

Lo que pasó con la entrega del premio a la mejor película ya es a esta altura vox populi, pero hay elementos simbólicos que parecen guionados por alguien bastante maligno. Elegir a Warren Beatty y a Faye Dunaway para entregar el premio más importante era muy significativo: no sólo se cumplían 50 años de que compartieron protagonismo en Bonnie & Clyde (Arthur Penn, 1967), tal vez la película más importante en la renovación vivida por el cine estadounidense a fines de los años 60, sino que además Beatty es uno de los símbolos vivientes de la izquierda hollywoodense, y una de esas personas cuya mera presencia es una declaración. Pero justo cuando terminó de decir “nuestra meta en la política es la misma que nuestra meta en el arte, y es llegar a la verdad”, abrió el sobre con el resultado, y era un sobre equivocado. Lo que demuestra que, más allá de las metas de Beatty (que en realidad fue totalmente inocente del error e intentó evitarlo), la verdad es más extraña que la ficción.

Los tribunales inestables

Todo esto puede parecer accesorio en relación con el (supuestamente) auténtico epicentro de la premiación, es decir los premios propiamente dichos (cuyo detalle nos ocuparía mucho espacio y puede consultarse en cualquier parte), pero, siendo sinceros, esta entrega no va a ser recordada por eso. Esencialmente, se puede decir que el tsunami que parecía ser La La Land terminó perdiendo un poco de fuerza, tal vez por cierta reacción adversa al exceso de entusiasmo con que se la presentaba como la película del siglo. Finalmente se le otorgaron seis estatuillas: algunas de ellas con justicia, como las ganadas por su música y su diseño de producción; alguna discutible, como el premio a mejor director para Damien Chazelle, y alguna claramente injusta, como el galardón a Emma Stone como mejor actriz, en detrimento de un trabajo exquisito como el de Isabelle Huppert en la ninguneada Elle. La mejor de las candidatas en términos más bien convencionales, Sin nada que perder, de David Mackenzie, no le hizo honor a su nombre y perdió en todas las categorías en las que estaba nominada. El premio al mejor documental tuvo un ganador indiscutible -OJ Simpson: Made in America, de Ezra Edelman- y el de mejor película en idioma extranjero pareció ser en gran medida simbólico, ya que se le otorgó por segunda vez al iraní Asghar Farhadi, ausente en la ceremonia como protesta por las iniciativas de Trump en materia de inmigración, y no a la favorita, la alemana Toni Erdmann, de Maren Ade.

En el rubro de largometraje animado, que ha ganado mucha relevancia, el premio -en un año sin títulos excepcionales, por lo menos entre los estrenados aquí) fue para la nueva vuelta de tuerca sobre Rebelión en la granja que proponía la agradable pero previsible Zootopia, de Bryan Howard y Rich Moore. La impactante La llegada sólo se llevó un merecido premio menor a la edición de sonido, y la sobrevalorada Manchester junto al mar se quedó con dos Oscar -mejor guion original (Kenneth Lonergan) y mejor actor (Casey Affleck)- que eran sus dos puntos más fuertes, aunque los ganadores tal vez no fueran los mejores en sus categorías.

Aunque no haya recibido tantas estatuillas como La La Land, la auténtica triunfadora de la noche -más in extremis que nunca- fue Luz de luna, de Barry Jenkins. Esta victoria puede haber tenido que ver con su temática antidiscriminatoria, pero, aun con algunos evidentes fallos, el film presentaba una propuesta más ambiciosa y original que las de sus competidores. De todos modos, quizá se recuerde más el extrañísimo merengue burocrático del final que los auténticos méritos de esta obra, pero puede decirse que el momento en el que recibió el premio fue, tanto en forma como en contenido, la culminación sorprendente y divertida de una noche desigual, interesante, irritante y, como de costumbre, antecedida por excesivas expectativas de todo tipo.

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