Lo primero con lo que uno se topa al entrar al cuarto de Nandy Cabrera son las portadas de La perla del tango y del candombe y Por el color de mi piel, míticos vinilos del sello Macondo. Ahí, coronando la habitación, Lágrima Ríos -completamente vestida de blanco, con el conventillo Mediomundo elevándose a sus espaldas, sin saber que en poco tiempo sería demolido hasta los cimientos- y Rodolfo Morandi -en guardia, cómodamente sentado en un sillón y mirando de soslayo con un cigarrillo entre los dedos- parecen oficiar de santos patrones de la casa, escrutando a cada nuevo invitado con un aire entre severo y familiar.
El resto de la habitación muestra un colorido sincretismo de modernas computadoras, teclados y amplificadores que se entremezclan con estatuas tribales, cajones de fruta repletos de vinilos, cuadros lisérgicos, libros, suelo de tablones y una foto de la cantante brasileña Zilah Machado clavada en la pared. Podría ser consecuencia del síndrome de Diógenes, pero en el caso de Nandy Cabrera, más conocido en el circuito bolichero como DJ Selectorchico, muestra una forma de vida, un proyecto antropológico. “Voy a la feria siempre: todo lo que ves es de Tristán Narvaja. Soy un militante de eso. Por una razón ética, entiendo que en todo lo que fue dejado de lado por la sociedad y está acumulando polvo es donde hay más valor, no en lo que promociona la industria, esa obsesión descartable por lo nuevo, con los mismos libros y los mismos discos. Me parece que hay que rechazar el consumo de eso y volver atrás”, sostiene.
Cabrera habla mirando a los ojos, con voz grave y segura. Entre frase y frase deambula por la habitación, toma un disco y detalla fecha de producción, estudio, y alguna que otra condición en la que fue grabado. Algo de su apariencia física parece relacionarse con su pasión y su vida: un labio superior partido, como las múltiples lenguas que aprendió a hablar desde chico; dos orejas que sobresalen como antenas para escuchar todo lo que hay en la vuelta; y una nariz ancha para olfatear algún material inconseguible, entreverado entre celulares revendidos, controles remotos, autopartes y pedazos de muñecas.
Su caprichoso olfato lo llevó a toparse con varios álbumes del sello Macondo, fundado por el chileno Luis Onel, quien a mediados de los años 70 se convertiría en un Médici de la música tropical uruguaya. Originalmente dedicado a una amplia gama de estilos, muchos de ellos con fuerte contenido político -editó Canciones de la Guerra Civil Española, de Rolando Alarcón, y también el rock politizado de Dino con Montevideo Blues, El Sindykato y el particularísimo Un tal Leo Antúnez-, la llegada de la dictadura y la censura lo condujeron a materiales menos combativos. Fue entonces que la música tropical, que sonaba fuerte en boliches como el Platense o el Éuskaro, y que a su vez se fundía en el ADN candombero uruguayo, se le presentó como una excelente oportunidad artística y de negocios. Tras los LP Exclusivo!, de Sonora Borinquen, y Tropical caliente, de Sonora Cienfuegos, se sumaron al catálogo Grupo Manatí, Sonido Cotopaxi, Conjunto Casino, Grupo Antillano y Combo Camagüey, con géneros provenientes de Cuba (guaguancó, guaracha), Colombia (porro, vallenato y cumbia), Puerto Rico y Panamá (merengue, pero sobre todo plena). Cabrera decidió hacer una curaduría de ese material, con exposiciones como Revisitando a Macondo, donde se exponían más de 40 portadas del sello y, finalmente, una edición física en formato vinilo, a cargo del sello Vampisoul, que se presentará mañana a las 21.30 en Bluzz Live (Daniel Muñoz 2049), con actuaciones de Sonora Borinquen y Chico Ferry.
Un modo de patria
De todo aquello, el género que terminó prevaleciendo, mutando -y eventualmente lavándose- hasta el estallido de los años 80 y 90 fue la plena, más adaptable a la forma de bailar uruguaya y combinable con el candombe. Dice Cabrera: “En Uruguay siempre parece que estamos referenciados a otra cosa, como que para existir debemos diferenciarnos de otra cosa o de otro país, pero si bien esta música no habría existido sin sus influencias, no hay nada que suene exactamente como la mezcla que se produjo acá. Es por eso que siempre me referí a esto como ‘música subtropical’. Algunos pueden considerarlo una herejía, pero creo que es una herejía necesaria”. Hace varios años fundó el Club Subtropical, donde se funde el sonido de aquellos discos con samples de hip hop y funk.
Ese proceso de asimilación y acomodación, de fusión y diferenciación, tiene que ver con sus raíces familiares: es hijo de Sarandy Cabrera (1923-2005), poeta, periodista y traductor uruguayo fundamental -pero injustamente olvidado- de la generación del 45. Debido a la persecución política (con hermanos encarcelados durante la dictadura) y el exilio, Nandy nació en Suecia, pasó su infancia entre Viena y Ginebra, y llegó a la tierra de sus padres cuando tenía 13 años. Sin un lugar claro de pertenencia, su tierra eran sus discos, y no pasó mucho tiempo antes de que conociera, en el boliche Amarillo, a varios integrantes de bandas con las que concretaría proyectos intersectoriales como Spanglish Tracks. Además, colaboró con la también políglota banda Plátano Macho.
“Soy sueco, pero primero fui apátrida; eso decía en mi carné de identificación. Después me hicieron uruguayo. Tengo una visión de mucho amor por la cultura afrouruguaya y por la cultura negra mundial. Creo que es una cultura de resistencia, incluso cuando a veces no sabe que lo es. Ahí ves este disco de Lágrima Ríos en el Mediomundo, todo divino, y después lo tiraron abajo. Es una larga historia de usurpación y manoseo. Eso es lo que pasa. La música tiene que ser la transformación de una dinámica colectiva en una dinámica de resistencia”, considera.
Esgrimiendo esa idea más amplia de resistencia, se deslinda de la visión izquierdista habitual, que históricamente consideró a la música tropical un producto no comprometido. “Esta música fue vilipendiada en mi casa como algo superficial, pero yo creo que hay música superficial y sustanciosa en todos los géneros. Todos tenemos prejuicios, pero con el tiempo uno los va limando. Se puede redimir los prejuicios de otros mediante el trabajo. La verdad es que mi padre me enseñó muchísimo en diseño, en letras, en la ética, en la política, y me dejó caminos prontos, abiertos, para transitar, con amor y sin ningún tipo de rencor”, dice. Por momentos, el proyecto Macondo revisitado parece seguir desde arriba los complejos trazos de esas líneas de Nazca parentales: por un lado, reconstruyendo un nuevo canon, derribando prejuicios de sus antecesores; a la vez, intentando resignificar y dar nueva voz a estos músicos que, como pasó con Sarandy Cabrera, terminaron relegados a la apreciación de algunos conocedores, sin ser objeto de todo el respeto que merecían.
Nandy señala que un criterio importante a la hora de conformar la antología fue elegir temas de compositores uruguayos, teniendo en cuenta que la música tropical muchas veces se prendió de foráneos anteriores. En ese marco de referencias a creadores que usualmente no son revisitados, el disco está dedicado a Mario Maldonado, uno de los principales compositores, arreglistas y trompetistas de una década dorada de la música tropical uruguaya. Cuenta que cuando habló con Maldonado, hoy en día profesor de arreglos orquestales en la UTU, este le dijo: “Para mí Uruguay es el bulevar de los sueños rotos. Los que triunfaron siempre fueron los que se fueron; después estamos los que nos quedamos acá”.
Plenamente
No se trata de una labor museística relacionada con gente ya retirada o muerta: muchos de los integrantes del catálogo mantienen una vida plena y activa. “Chico Ferry tiene 81 años. Hace tres años lo llamé para decirle que me habían encantado La salsa nostra y unos EP, y me dijo: “Todo bien, botija, yo estoy para tocar, yo estoy tocando”. El loco va con el pendrive, tiene 81 años, se viste de traje, camisa, un moreno de un metro ochenta. Va y canta temas en una pizzería de 8 de Octubre, tiene unos piques en una tanguería, en un baile, está anclado en la contemporaneidad. No es una figura de época, vive en 2017, acá, usa Whatsapp, todo. Tiene un celular mejor que el mío, que uso un Nokia 1100. Borinquen, lo mismo; decís “fenómeno de época”, pero los tipos tocan en cinco boliches por noche, se bajan de la van, está el viejo [Carlos] Goberna con su campera capitoneada de DT, arman todo y los músicos, unos más veteranos y otros más jóvenes, son todos unos cracks, tocan perfecto”.
Ni bien dice eso, saca un vinilo de El duelo, de Sonora Borinquen y Combo Camagüey. La habitación se inunda de un sintetizador moog con un notorio pitch. Se ríe y dice: “No me digas que esto no es vanguardista: se parece a una base de Dr Dre, bo”.
Hoy en día, lo que se conoce como “cumbia cheta” acapara las radios, mientras que el reggaetón dejó de quedar en los recovecos oscuros de los boliches y suena prácticamente en todos lados. Sin embargo, a personas como Nandy les parece que la situación es contradictoria y que hubo una victoria pírrica, un avance del género borrando todo lo que lo hacía particular. “Yo no sé si bajó de nivel, lo que sucedió es que la sangre dejó de estar ahí y pasó a estar en otro lado. A partir de los años 80 hubo otras creaciones que estuvieron más en manos de empresarios y mánagers que de los músicos. El intento de “sonar internacional” pudrió un poco la onda; lo lavaron. Parte de la particularidad del sonido de los 70 estaba, justamente, en las limitaciones de grabación -no de ejecución, porque los tipos no pegaban una afuera-. Tampoco es por tirar piedras, mi ética está más cerca del punk que del saquito con hombreras y el ‘está todo bien’ de la música de los 80. Entiendo que deben tener cosas buenas, pero no me interesa. Acá los mejores cantantes en lo tropical siempre fueron negros; cuando empezaron a blanquear todo, la cagaron”.
Al pasar en limpio la entrevista compruebo que en varias partes el grabador no registra la conversación, a la que tapa la música de los vinilos que, una y otra vez, pone y saca Cabrera. Al final, pese a los dolores de cabeza, uno termina dándose cuenta de que, palabras más, palabras menos, en el fondo se trata de eso, de la voz de Chico Ferry o los arreglos de Maldonado, mientras la púa trae esas canciones como si fuera la primera vez.