Hace algunas semanas hablábamos sobre la enorme ofensiva con la que la plataforma de streaming Netflix decidió apoderarse del mercado de la comedia stand-up televisada, mediante el simple procedimiento de comprar por cifras astronómicas espectáculos de los principales exponentes del género. Fiel a su tradición de embarcarse en cualquier viaje y ver qué pasa después, Netflix arrancó 2017 con dos pesos pesados, Amy Schumer y Dave Chappelle, y su propósito es lanzar hasta fin de año un especial de comedia todos los fines de semana, para lo cual, tras invertir una cantidad acalambrante de dólares, el canal ya se aseguró shows exclusivos de Chris Rock, Sarah Silvermann, Tracey Morgan y nada menos que Jerry Seinfeld; es decir, toda la primera línea del stand-up estadounidense. Y en la lista no podía faltar el actual pope de la comedia oscura y depresiva, el humorista -ya casi devenido dramaturgo- Louis CK.
La modalidad que cultiva CK no es un territorio nuevo en términos de stand-up, y no me estoy refiriendo al simple humor negro -que es parte intrínseca de cualquier forma de humor que vaya algo más allá de andar en un monociclo y usar unos zapatones así de grandes-, sino a una forma de comedia que se emparenta con los monólogos dramáticos de corte existencial, y que incorpora tanto la idiosincrasia del humorista como elementos más o menos exagerados o alterados de su propia biografía. Ya Lenny Bruce, el padre del stand-up moderno, introducía ese tipo de componentes en sus espectáculos de los años 60, convirtiéndolos en algo en lo que era difícil diferenciar la comedia de la diatriba política y la queja personal por las persecuciones que sufría. Una década después, el mayor comediante de stand-up de todos los tiempos, Richard Pryor, utilizó algunas de sus experiencias personales más terribles -por ejemplo, cuando, presa de un ataque de psicosis inducido por la cocaína, se prendió fuego a sí mismo-, con insólitos resultados humorísticos. George Carlin, aunque nada afecto a lo autobiográfico, solía dar rienda suelta a su misantrópica y pesimista visión del mundo en los espectáculos de comedia que realizaba, y Bill Hicks solía denominarse a sí mismo “pequeño poeta oscuro” (haciéndole honor a esa denominación con rutinas que solían ser dominadas por la furia y la exasperación).
Louis CK es el mayor representante actual de esta escuela. Tal vez el transgresor y desesperado Doug Stanhope sea su exponente más exasperado y talentoso, pero CK ha alcanzado un dominio y control del estilo que le permite incursionar en aguas muy tenebrosas sin alejarse por ello del público masivo, mientras que el mucho más nihilista Stanhope permanece como un comediante de culto. Pero CK ha jugado en el filo de lo accesible, asumiendo riesgos como el de la devastadora serie para internet Horace and Pete, que produjo y escribió, y que horrorizó a mucha gente que la había confundido con una sitcom cuando en realidad se trataba de un deprimente (en el buen sentido del término) drama inspirado en el trabajo del inglés Mike Leigh. Durante el año pasado, CK estuvo abocado a esa serie y, por primera vez en mucho tiempo, no hizo ningún especial de comedia, pero Horace and Pete casi lo llevó a la quiebra, de modo que no es para extrañarse que haya decidido regresar al escenario. Su distanciamiento temporal del stand-up había generado una expectativa mayor a la habitual frente a sus otrora frecuentes espectáculos (además de la incógnita de saber cómo reaccionaría CK ante los grandes cambios culturales vividos en Estados Unidos durante el último año) y Louis CK: 2017, su primer trabajo para Netflix, viene a dilucidar esas dudas.
Entre mundos
Aunque ahora es, sin lugar a duda, uno de los tres o cuatro principales nombres del stand-up mundial, vale la pena recordar que el despegue de CK fue tardío si se tiene en cuenta el tiempo que lleva trillando clubs de comedia y teatros. Durante los años 90, CK era solamente una cara más dentro del numeroso pelotón de comediantes más o menos graciosos que desfilaban como invitados en los programas de medianoche de David Letterman o Conan O'Brien, para quienes solía trabajar también como guionista. CK no se destacaba por mucho más que por su entonces poblada cabellera roja, por su tendencia a reírse de sí mismo con cierta crueldad y por su capacidad para usar distintas voces y gritar bastante más de lo necesario. Pero a mitad de la primera década de este siglo introdujo -según ha dicho, inspirado en el hiperactivo George Carlin- un cambio drástico en su aproximación a la comedia. Abandonando las rutinas y recursos de probada efectividad que había perfeccionado en su trayectoria anterior, CK se lanzó a escribir un espectáculo completamente distinto todos los años -como hacía Carlin-, además de guionar, protagonizar y producir desde 2010 la notable serie Louie. De hecho, los especiales que comenzó a lanzar anualmente se articularon con la serie en un continuo de obra semiautobiográfica, en la que CK reflexionaba, alternadamente con humor y seriedad, acerca de su rol social como padre cuarentón y divorciado al que el éxito le había llegado con bastante demora, al mismo tiempo que desarrollaba una suerte de metacomedia, en la que se observaban las dinámicas de la vida de un comediante.
Tanto en Louie como en sus espectáculos anuales, el trabajo de CK alcanzó un nivel expresivo de un rango emotivo inédito, y -aun para quienes son indiferentes a la comedia stand-up- se volvió un referente sombrío y desopilante a la vez de una cultura y un tiempo. Ese prestigio acumulado -e incentivado por la experiencia de Horace and Pete, que fue uno de esos fracasos cuya excelencia termina acrecentando de alguna forma retorcida a su responsable-, sumado a la atención generada por la movida de Netflix, le otorgaron a Louis CK: 2017 cierta aura de evento importante, y en cierta forma lo es, pero también se trata de uno de sus espectáculos más irregulares.
CK, que ha sustituido las remeras que delataban su pobre estado físico por un elegante traje, arranca el especial diciendo “quiero hablarles sobre el aborto” y cumple con ese propósito, ya que a continuación desarrolla una divertida y bastante escandalosa rutina sobre el aborto, en la que expone, llevándolos al absurdo, los dos argumentos centrales de sus defensores y adversarios, sin hacerse el salomónico pero dando cuenta de la complejidad humana del tema. Es un buen ejemplo del estilo de su comedia social, que le ha permitido ingresar en terrenos sumamente transgresores o chocantes en estos tiempos de grandes sensibilidades (estamos hablando del tipo que no hace mucho estuvo haciendo chistes sobre pedofilia en un programa televisivo), sin que las fuerzas del moralismo y la seriedad vigilante lo conviertan en un paria.
Su sistema es en realidad muy simple: CK desactiva preventivamente los ataques que pueda recibir, dejando clara su posición ideológica antes de usar un tema como objeto de ridículo. Por ejemplo, en este espectáculo expresa en un momento un cálido apoyo a la enseñanza pública y quienes se dedican a ella, para luego reírse de los mismos profesores a los que elogiaba, calificándolos de “perdedores” por elegir una tarea tan ardua y con tan pocas recompensas. Se trata de un maestro del amague y de la apelación empática inmediatamente interrumpida, y si bien desliza pensamientos e ideas tan divertidas como originales u obscenas y provocativas, nunca se desbarranca del terreno sólido y aceptable en el que está parado, ayudado, en cierta forma, por su habilidad para elegirse a sí mismo como el objetivo de lo más despiadado de su humor. CK no tiene la excusa o el atenuante de pertenecer a ninguna minoría, así que su resguardo es no mostrar jamás el menor indicio de arrogancia u orgullo.
Sin embargo, el componente autobiográfico está bastante atenuado en Louis CK: 2017 en relación con sus espectáculos anteriores, y de hecho el comediante -al no recurrir tanto a lo que es su principal recurso- parece un tanto desorientado. Por un lado, el show evoca la cualidad sombría y filosófica de esa enorme despedida que fue Life is Worth Losing It (2005), el espectáculo menos gracioso de George Carlin pero tal vez el más profundo y mejor escrito de los muchos que realizó; pero por momentos pierde el ritmo y el tono, apelando -tal vez para compensar la semiseriedad de sus parlamentos sobre Aquiles o acerca de las responsabilidades parentales- a la diversidad de voces y la profusión de gritos que eran distintivos en los comienzos de su carrera, y culminando con una extensa rutina sobre sus supuestas dudas sobre su identidad sexual al filo de los 50 años (disparadas por la experiencia de ver en televisión por cable la película Magic Mike, sobre un grupo de strippers masculinos), que no termina de cuajar ni por su lado payasesco-guarango ni por sus observaciones psicológicas.
Louis CK: 2017 no es un fiasco como The Leather Special, el espectáculo de Amy Schumer lanzado por Netflix este año, ni algo tan polémico y removedor como los shows de Dave Chappelle presentados por la misma empresa; da más bien la impresión de cierta falta de motivación en el comediante. Tal vez la impresionante capacidad creativa de CK hoy en día ya no esté guiada con el mismo grado de entusiasmo por la intención de hacer reír que por la de generar la angustia existencial que producen los mejores momentos de Horace and Pete, o incluso de Louie, y por eso el artista no haya podido, como en shows anteriores, encauzar su pesimismo en forma hilarante. En comparación con especiales suyos ya clásicos, como Hilarious (2010) o Live at the Beacon Theater (2011), en los que lucía absolutamente invencible, 2017 parece una obra menor. Pero, por supuesto, un espectáculo menor de CK sigue siendo superior a los de casi cualquier otro comediante de su generación o más joven, y al menos en un momento -curiosamente, uno de los más luminosos y livianos del show- en el que narra un simple malentendido lingüístico de su hija (que no voy a glosar para no arruinar su gracia), resplandece y ratiica que es mucho más que un ruidoso epígono de George Carlin.
Es un rasgo significativo de su enorme personalidad que en ningún momento de este espectáculo haga la menor referencia a Donald Trump y al panorama político estadounidense actual, ni siquiera cuando habla de religiosidad o abortos. Tal vez eso habría sido demasiado siniestro, hasta para su generalmente oscuro modelo de comedia.