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La travesía. Foto: María Fernández, Comedia Nacional

La infamia de la vida real

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Como se ha dicho infinidad de veces, ninguna obra de arte puede huir de su tiempo, ni ser interpretada por fuera de él. Por eso, el estreno mundial de la última obra del catalán Josep Maria Miró disparará varias lecturas, aunque una será la que se imponga: las víctimas que escapan de persecuciones, de la guerra y el hambre se enfrentan a una desesperación rampante, y las soluciones momentáneas, como los proyectos de ayuda humanitaria, pueden convertirse en la otra cara del horror.

Después de que en 2015 Mario Ferreira adaptara El principio de Arquímides, Jorge Denevi volvió a Miró y, en el marco de los 70 años de la Comedia Nacional, estrenó La travesía, una obra que el catalán comenzó a gestar en 1996, cuando trabajó en Bosnia como voluntario de una ONG. “No aprendemos y parece que no aprenderemos nunca -dice-. En estos 20 años [desde su trabajo en Bosnia] han vuelto a fallar los organismos internacionales encargados de velar por la seguridad y la paz, las instituciones, nuestros gobiernos que nos representan y a los que deberíamos exigir sin concesiones que garanticen que determinadas cosas no pasen”.

La protagonista de La travesía es una monja (personaje logradísimo por Roxana Blanco) que trabaja en un poblado de ayuda humanitaria en una zona de conflicto y que descubre un episodio de tortura y abuso que la lleva a cuestionar los cimientos de ese mundo que se hunde.

Lejos de referencias geográficas o temporales, la puesta remite a los conflictos, a la destrucción, a la masacre que se continúa repitiendo a lo largo de la historia. Pero también a un grupo de gente cualquiera, entre voluntarios, ventajistas sin escrúpulos, mediadores y trabajadores. Es una obra que interpela a las narrativas del presente, tanto en lo simbólico como en sus reformulaciones, sus deformaciones, sus espacios en blanco y sus ficciones.

Como quien espía con permiso lo que es de la intimidad, la pieza sigue el tormento y la duda de esta mujer que debe enfrentar las reglas sociales y religiosas que ponen en duda su sospecha. Con un muy buen desempeño escénico, los dos grandes momentos de la puesta se articulan a partir del largo monólogo de un camionero (Lucio Hernández) sobre ese mundo alienado de poblados vacíos.

Los 100 minutos que podrían resentir el devenir de La travesía van construyendo una dramaturgia marginal: desde lo que se dice -personajes y escenarios- hasta cómo se dice. Voces de tipos anónimos, solos, explotados. Sus memorias van tejiendo, en primera persona, los vacíos, el agobio de días sepultados por el recuerdo de la pesadilla. Hacia el final, con la tormenta, llega la liberación del que intenta sobrevivir. Aunque el bienestar no espante la desesperanza y la impotencia.

El mismo año en que se estrenaba la versión local de El principio de Arquímedes, la fotografía de un niño sirio muerto en la playa conmovía al mundo. El diario británico The Independent se preguntaba cómo podría cambiar la actitud de Europa frente a los refugiados, si imágenes tan potentes no lo lograban. Tiempo después, todo sigue igual: miles siguen luchando por una vida lejos de la guerra y la miseria. Miró decide detenerse en la grieta y admitir que tal vez La travesía surgió de la conmoción causada por esa foto. Para él no hay paz en el capitalismo, y mucho menos cuando “el individualismo pasa por encima de nuestros propios principios”.

Rodaje y extras

Oscurece en La Comercial. Una larga fila de personas quiebra la tranquilidad de la cuadra y se encuentra en la noche. Desde el muro de la ex cárcel de Miguelete, un guardia maniobra un foco de luz, mientras pregunta, “¿Nacionalidad?”, “¿Refugiados?”, “¿Olvidados?”. Cuando se habilita la entrada, los espectadores se disgregan en el patio interno, repleto de maniquíes, luces, caretas, calesitas; múltiples espacios conviven entre ruinas oxidadas y un parque de diversiones descompuesto. Entre estas piezas y el público, una troupe de actores y músicos intenta seguir con su vida en un islote olvidado. En ese universo posapocalíptico todo gira en torno a la posibilidad de huida, aunque se adivine lejana e incierta.

La creación es una obra estructurada a partir de un borde incómodo en el que todo está a punto de suceder. En la que los personajes -más allá del terror que inspira la vigilancia que imaginan cerca- parecen ir recuperando de a poco su voz, su identidad, incluso cuando jueguen a desempeñar un papel asignado. Y, sin saberlo, descubren que son capaces de crear, colectivamente, un hecho estético. Entre tambores, un hombre araña andrajoso, gritos y susurros del grupo, los límites de la aventura comienzan a difuminarse y la creación de Teatro Rex adquiere un carácter simbólico, enfatizado en los cuerpos y en la forma en que, a partir del desplazamiento, la gestualidad y el fraseo, los personajes pueden comunicarse con otros.

Si bien la obra se desarrolla en un espacio abierto, durante todo el espectáculo se percibe una sensación de encierro, de agobio; aunque el ex penal se ha reconfigurado, sus paredes y patios preservan los ecos de su historia. Desde el panóptico se siguen proyectando el miedo y la ambigüedad, y de ahí la paranoia de los actores. El andamiaje formal plantea una pregunta esencial: ¿Todo lo que pasa responde a un guionista -a grandes poderes- que pauta comportamientos y prácticas? Aquí, un grupo decide acatar la orden con la esperanza de liberarse, aunque en verdad todos comprenden que están solos, a la deriva. “Siempre hay alguien que se quiere ir, pero ¿a dónde va a ir?”. La pregunta que se repite, gestando un clima extraño y ominoso, dialoga con el espacio físico concebido para el control y la reclusión. La puesta resignifica así al gran palomar, a los muros perimetrales, las rejas y los grandes portones que ya no retienen a nadie.

Con este espectáculo, Teatro Rex continúa con sus apuestas: después de debutar con Teatro y noche: el arca de papel (2008), estrenó en 2010 una recordada puesta de teatro callejero en La Tierrita, Esperpento, el insolvente niño distinto, y luego continuó con La Kermesse de Pan. En La creación el público vuelve a ser parte del espectáculo, y los sobresaltos, los quiebres y los exabruptos se suceden como parte de una escena infinita. Ese universo sensorial aporta al hecho teatral una performance definida y siempre en construcción; no se aspira a un sentido unívoco, sino a lo contrario.

La obra -que hacia el final decae, por su extensión- propone una escena dentro de la escena: una pieza de teatro en la que se lleva a cabo un rodaje en el que una serie de personas se encuentran al extremo de sí mismas, sufriendo el olvido y el desarraigo. El público deberá descubrir e interpretar cada escena con mecanismos que activan múltiples sensibilidades. Ahora, en ese espacio que creaba cuerpos retraídos y miradas bajas, el teatro llama a sublevarse. “El mundo es un islote que se perdió”, dice uno de los personajes. Y ese lema recorre la escena, inspira al público y toma forma en el cuerpo de los actores. Y aunque nunca se llegue a formular, a lo largo de la puesta resuena una sentencia que puede devolverle el sentido a ese deambular constante. Sobre todo porque, hasta ahora, las palabras no se han olvidado.

La travesía

De Josep Maria Miró, dirigida por Jorge Denevi. Con Roxana Blanco, Fabricio Galbiati, Leandro Íbero Gutiérrez, Lucio Hernández y Cristina Machado. En sala Verdi: viernes y sábado a las 21.00, domingo a las 17.00. La creación, de Alberto Sejas. Con Eduardo Álvez, Andrea Arostegui, Juan Pablo Bonetti, Alejandro Bonilla, Sebastián Carballido, Eduardo Delgado, Cecilia Gallinares, Noelia Herrera, Luis Ortiz, Pablo Rueda, Nancy Salaberry, Daniel Sica, Ignacio Villalba. En Espacio de Arte Contemporáneo: viernes a las 22.30, sábado y domingo a las 21.00.

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