No es fácil meterse con Shakespeare. James Joyce, un escritor con recursos virtualmente infinitos, debió dedicar un capítulo entero de su Ulises a una discusión sobre Hamlet de la que emergen buena parte de los temas de la novela: la ausencia del padre, la naturaleza del arte, el enigma de las madres; a la vez, debió también recurrir a la caricatura más grotesca cuando -acaso a modo de venganza, acaso a manera de castigo autoinfligido: no en vano habló Harold Bloom del agón de Joyce con Shakespeare en su imprescindible El canon occidental-: en el capítulo de la medianoche y los burdeles, Stephen y Leopold se miran juntos en el espejo y lo que ven es a Shakespeare deformado por una parálisis facial.
Otros escritores y escritoras han seguido a Joyce -con mayor o menor suerte- en la apropiación de Shakespeare en general y de Hamlet en particular, y ahí aparecen, por ejemplo, la fascinante The Black Prince (1973), de Iris Murdoch, y Gertrude and Claudius (2000), de John Updike, que retrocede hasta las fuentes de Hamlet en la Gesta Danorum, de Saxo Grammaticus, y los cuentos de las Histoires tragiques, de François de Belleforest, a su vez traducciones de la obra del italiano Matteo Bandello.
Nutshell (traducida al castellano como Cáscara de nuez), la última novela de Ian McEwan, entonces, ya desde su título (que cita el soliloquio de la segunda escena del acto segundo de Hamlet: “I could be bounded in a nutshell and count myself as king of infinite space”, algo así como “podría estar encerrado en una cáscara de nuez y creerme rey de un espacio infinito”), se pone los guantes y sale al ring a pelear con el centro del canon literario.
Un escritor con menos talento, habilidad o recursos no haría más que un papelón, pero McEwan, qué duda cabe, ha probado hace rato que es uno de los narradores más interesantes de la literatura contemporánea en lengua inglesa. Es cierto, de todas formas, que sus últimos libros -Operación dulce (2012), La ley del menor (2014)-, aunque fueran sólidos y bien cincelados, habían perdido el lustre de trabajos como Niños en el tiempo (1987), Amor perdurable (1997) o Expiación (2001); eso hace acaso más interesante que el riesgo corrido en Cáscara de nuez haya dado buenos frutos, ya que no hay una sola página de esta novela que no contenga una dosis concentrada de placer estético y literario. Prueba superada, seguramente. Y con creces.
La novela sigue la historia de (Ger)Trudy y su amante Claude(ius), que planean asesinar a John Cairncross, esposo de la primera y hermano del segundo; todo sucede en tres o cuatro días y en un único lugar (como si la novela se hubiese esforzado por mantener las famosas unidades aristotélicas), una casona eduardiana en decadencia desde que John y su esposa decidieron separarse, semanas atrás. Hasta acá los paralelismos son casi obscenamente claros, pero McEwan dispone capa tras capa de alusiones, cada vez más sutiles, y después de narrar que el veneno elegido para matar a John es anticongelante vertido en un licuado, se permite referirse a un podcast en el que se habla de la efectividad de otro veneno administrado por el oído.
Pero hay más. La novela está narrada por el equivalente de Hamlet en esta historia, pero no sabemos su nombre. ¿Por qué? Porque es un feto, el hijo no nacido de Trudy y John, que desde la cáscara de nuez del útero escucha los planes de su tío y repite los estados emocionales de su madre, hormonas y vino mediante. También, por cierto, escucha todo lo que hace a la cultura de su madre: mayoritariamente documentales, programas de radio y podcasts, de los que el futuro príncipe Hamlet, por llamarlo de alguna manera, ha derivado la historia completa de la civilización occidental -algo notoriamente artificial e inverosímil, por supuesto, pero convengamos en que en una novela narrada por un feto de ocho meses, pensar en lo “verosímil” reclama salirse de lo convencional-. Y, de hecho, así es como narra: desde todo ese bagaje, en una prosa cuidada y preciosa, plena de alusiones y referencias literarias, históricas, filosóficas, artísticas y musicales. En ese sentido, es como si el Humbert Humbert de Lolita, un poco atemperada su vocación estilística barroca, se dispusiera a reescribir a Shakespeare.
Quizá resulte un poco excesivo decir que Cáscara de nuez es una “hazaña”, pero esto es así porque los mecanismos puestos en marcha por McEwan son bastante visibles: a la poderosa ruptura con lo verosímil de su voz narrativa le impone un asunto esencialmente universal y atractivo, uno de los temas más fértiles, digamos (no hace falta una lista, pero pensemos en los celos, la rivalidad entre hermanos, el papel del asesinato como gatillo narrativo, etcétera), a modo de “compensación”, del mismo modo en que el contexto general funciona como una comedia cruel, irónica (no faltará quien hable del “humor inglés”), a la vez que -como si todo tuviera su reverso- el soliloquio del feto no deja de pasar revista a los temas más acuciantes del presente, desde la crisis ecológica (que, por cierto, McEwan investigó en profundidad para su novela Solar -2010-) hasta el terrorismo, el capitalismo tardío y demás.
En ese sentido es también la “voz” del feto una apropiación o reescritura de la del príncipe de Dinamarca, y por ahí funciona otra de las capas de la parodia del texto de Shakespeare: hay, incluso, una discusión sobre el suicidio (algo que el feto parece muy capaz de llevar a cabo) y un permanente andar en círculos que orbitan alrededor del placer sensual del lenguaje. Palabras, palabras, palabras, en un libro pastoral-cómico, histórico-pastoral, trágico-histórico, trágico-cómico-histórico-pastoral, al decir de Polonius.
En última instancia, más allá del juego conceptual (eso que podríamos pensar como “parodia contemporánea de un texto central en el canon literario occidental”) y de la trama en sí (que McEwan lleva adelante magistralmente), el centro jugoso del libro está en las felicidades lingüísticas del feto. Me limito, entonces, a una única cita, a modo de ilustración: “No todo el mundo sabe lo que es tener a unos centímetros de la nariz el pene del rival de tu padre”.
Cáscara de nuez
Ian McEwan, Anagrama. 217 páginas.