La idea de que el planeta Tierra tiene poco más de cuatro mil millones de años es, medida justamente en términos geológicos, en extremo reciente. También es reciente, en esos parámetros, la idea de que los animales cambian con el tiempo para adaptarse al medioambiente. Y más reciente aun es la aceptación de la idea de que los continentes se mueven, causando terremotos y modificando el paisaje. Tal vez por ello, cuando en la Europa continental, y lejos del mar, se encontraron los primeros dientes fósiles de megalodón, un tiburón gigantesco extinto hace unos seis millones de años y que llegaba a medir más de 16 metros de largo, se pensó que se trataba de lenguas o escamas de dragones.
Las cosas hoy son distintas: un megalodón animatrónico nos recibe en el medio del Parque Roosevelt. Sus dientes enormes y su gran tamaño hacen que el terrible tiburón blanco de nuestros días parezca una mojarrita. Y en este caso las apariencias no engañan: estudios realizados para estimar su fuerza de mordida lo posicionan como uno de los carnívoros más potentes que jamás haya existido en el agua o en la tierra. Su tamaño y voracidad fueron el resultado de la evolución, que lo llevó a adaptarse a un nicho del ambiente marino, y en ese sentido no hay nada desproporcionado en el megalodón. Su gran tamaño, sus dientes filosos y su poderosa mordida son el resultado de tratar de sobrevivir en un ambiente competitivo. Y aun así, sabiendo que ese grandísimo tiburón apenas cumplía con la parte que le tocó en la intrincada cadena alimenticia de los mares, nadie dudaría de tildarlo de monstruo.
Tan monstruoso es el tamaño del megalodón que los organizadores de Monstruos del mar lo eligieron para darles la bienvenida a quienes se acerquen a esta muestra, pensada para que el visitante se encuentre cara a cara con algunos de los seres vivos marinos extintos más increíbles y otros que, como el tiburón tigre o el tiburón blanco, aún respiran en las profundidades oceánicas.
Bestias en carpa
Los monstruos del mar, 29 réplicas de animales, animadas con movimientos robotizados, esperan al visitante aleteando, pestañeando, respirando y emitiendo rugidos y bramidos que resuenan en la inmensa carpa de 2.500 metros cuadrados montada en el medio del Parque Roosevelt, que incluyó la muestra en el marco de la celebración de su centenario. Los niños presentes cuando recorrimos la exhibición quedaban maravillados por las enormes dimensiones de esos animales, todos de tamaño natural, y por sus movimientos, a veces lentos y a veces imprevistos, como en el caso del pliosaurio del Jurásico, que espera quieto y de pronto abre su enorme bocaza y extiende su lengua hacia ellos. Y eso, que podría pensarse que es un truco para atraer la atención, tiene bases sólidas detrás.
Es que la muestra está curada por los paleontólogos argentinos Sebastián Apesteguía y Adrián Giacchino, este último director de la fundación argentina de historia natural Azara, que es la responsable de la exhibición. Por lo tanto, los tamaños, colores, sonidos y articulaciones de las réplicas cibernéticas se ajustan a lo que la ciencia sabe hoy en día sobre esas criaturas. El plesiosaurio, famoso por ser supuestamente el “monstruo del Lago Ness”, cocodrilos del tamaño de un camión con zorra como el purusaurio, los dientudos mesosauros, amonitas del tamaño de una rueda de tractor, el pez acorazado del género Dunkleosteus y el imponente cuello largo del elasmosaurio son sólo algunas de las atracciones, que incluyen también animales del Devónico, el Cretácico, el Triásico, el Jurásico, el Paleógeno y la era moderna.
Sin embargo, quienes vayan buscando encontrarse con dinosaurios se llevarán una decepción. Es que no todos los reptiles gigantes del Cretácico o el Jurásico eran dinosaurios. Muchos de los reptiles que presenta Monstruos del mar tienen más que ver con los peces o los cocodrilos que con las aves, descendientes alados de aquellos dinosaurios que se creyeron los reyes del planeta hasta que un meteorito cayó, hace 65 millones de años, y nos recordó a todos que la vida está a merced de contingencias que a veces no podemos manejar. Los dinosaurios que ayer reinaban hoy llenan los tanques de combustible de millones de autos que contribuyen con sus emisiones al calentamiento global, tal vez la contingencia que destrone a los actuales soberanos del planeta.
Pero a no desanimarse: sin dinosaurios, Monstruos del mar igual cautiva, como cautiva siempre comprobar cómo la evolución fue moldeando distintas criaturas en su frenética lucha por dejar siempre la mayor cantidad de descendencia posible. Para que la experiencia resulte más llamativa, a las réplicas tamaño natural se les suma el efecto de las luces y los fondos de telas y plantas. Por eso, se recomienda visitar Monstruos del mar al caer la tardecita o de noche, cuando la luz del sol no se cuela a través de las carpas blancas, y el resultado es mucho más contundente. Dicho esto, nuestro recorrido fue durante el día y aun así el efecto de la iluminación azulada y con brillos, sobre la piel rugosa de los autómatas, permitía que el ojo sintiera por momentos estar mirando debajo del mar.
Claro que en todo eso se fija un adulto. Para los niños alcanza con sumar a los movimientos robotizados la fascinación por los dinosaurios y el poder de su imaginación. El tamaño de los animales, los sonidos, el no poder salir de la sorpresa ante una bestia de seis metros y toparse al instante siguiente con una como el elasmosauro, al que sólo el cuello le mide esos seis metros, hacen de esta muestra una linda ocasión para despertar el interés en la paleontología, la biología, la evolución y, por qué no, el respeto y la admiración por todas las formas de vida.
Hay un llanto infantil desconsolado. Graciela de León, productora encargada de la exposición, se acerca preocupada, temiendo que haya ocurrido algún accidente. Entonces escucha, entre llantos, a un niño de cerca de cinco años que le pide a su madre que por favor lo deje llevarse el cocodrilo prehistórico a su casa. Misión cumplida.
¿Y por casa?
Fósiles de algunos de los protagonistas de Monstruos del mar pueden encontrarse en Uruguay. Consultado al respecto, el paleontólogo del Museo Nacional de Historia Natural (MNHN), Andrés Rinderknecht, señaló que quien quiera ver dientes del gigantesco megalodón debe ir a Colonia y visitar ya sea el Museo Paleontológico Armando Calcaterra, ubicado en las inmediaciones del Real de San Carlos, o el Museo Municipal de Colonia Dr. Bautista Rebuffo, en pleno corazón del casco antiguo de Colonia del Sacramento. Es que el MNHN, uno de los más antiguos de su tipo en el mundo, no está abierto al público desde el año 2000, cuando su sede fue trasladada para realizar las reformas del teatro Solís. También señaló que, sin ser tan impresionantes como el purusaurio, aquí hay dos fósiles extraordinarios de Uruguaysuchus, un cocodrilo del tamaño de un yacaré que fue descrito por primera vez en Uruguay (de allí su nombre) y que, según Rinderknecht, por su estado y completitud “son los dos mejores fósiles del mesozoico que se han encontrado en nuestro territorio”. Lamentablemente, ambos pertenecían a la colección privada de Gregorio Aznárez, quien nunca quiso donarlos al MNHN. De hecho, tras su fallecimiento la colección fue rematada, y actualmente se desconoce el paradero de los dos únicos ejemplares de Uruguaysuchus aznarezi. Suena un poco irónico que el apellido de Aznárez haya sido inmortalizado en el nombre de una especie animal y que, al mismo tiempo, él nunca haya querido que los fósiles fueran admirados por científicos y público ávido de saciar su sed de conocimiento.
Leo Lagos
Info
"Monstruos del mar" se exhibe en el Parque Roosevelt hasta el domingo 16 de abril, de lunes a viernes de 8.00 a 20.00, y los fines de semana de 10.30 a 20.30. Los menores de tres años no pagan, los de hasta 11 años abonan $ 240, y los mayores de 12, $ 400.