No sin cierto ímpetu humorístico, decía el escritor argentino César Aira, en una entrevista del año pasado, que estaba harto de que se hablase siempre de la cantidad de sus libros antes que de la calidad, y prometía que sus lectores íbamos a tener que esperar dos años antes de que apareciera un libro nuevo de su autoría.
Será acaso por eso -y para mantener el momentum Aira- que Literatura Random House ha reeditado recientemente dos títulos del vasto catálogo del autor, Las noches de Flores (publicado por primera vez en 2004) y Sobre el arte contemporáneo seguido de En La Habana (que compila los dos ensayos del título, publicados en 2010 y 2000, respectivamente), a los que hay que sumar El santo, de 2015, la última novela de Aira hasta la fecha junto a La invención del tren fantasma, editada por Mansalva.
Vale la pena leer al menos esos tres libros publicados por Random House (lamentablemente, El santo no ha sido distribuido aún en Montevideo), y esa lectura logra arrojar cierta luz sobre la obra y los procedimientos de Aira, como si hubiese sido necesaria la pausa de dos años para una mejor comprensión de su trabajo.
Así, Las noches de Flores parece sumarse al conjunto de textos de cierto “Aira clásico”, por llamarlo de alguna manera: aquellas novelas en las cuales el procedimiento que las genera y vincula es claramente visible, y parece de paso estirarse hasta llenar la superficie completa de cada propuesta. Es decir: al vaciar la noción de la obra como producto de un sujeto expresivo, e incorporar en ella elementos generativos -textos que proliferan en la dirección de un juego pautado de antemano- parece operar cierta “distancia” entre lo escrito y la figura del autor -convocada y puesta en circulación por el sistema editorial, de hecho- que, más que “comprometerse” con lo dicho y lo narrado en tanto elementos que hacen a su interioridad, resulta más fácilmente asociado con un gesto, con una postura ante lo literario, como si todos sus libros fuesen algo así como “novelas conceptuales” (por este lado, quizá pueda entenderse la reacción de Fabián Casas en su célebre “Aira nos cagó a todos”).
Esa distancia, de hecho, parece jugar a veces en contra del lustre de los textos, como si de alguna manera resultasen adiciones innecesarias o irrelevantes a un todo más interesante. Sin embargo, otro de los gestos más notorios en la escritura de Aira es proponer un rechazo al artesanado -y, por lo tanto, una construcción de la/su literatura en tanto arte-, para rodear sistemáticamente las reglas de taller literario y las pautas más claras de la narrativa convencional, con novelas que muchas veces terminan de pronto y en principio arbitrariamente, como si su emisor se hubiese desinteresado o aburrido de ellas, y sortear también las pautas de una verosimilitud, digamos, “estándar”. El resultado es una apertura notoria de la imaginación, libre de figuras consabidas o de reglas de género, que también, en virtud de la distancia antes mencionada y de la reiteración del gesto, encuentran en los libros menos interesantes del autor una suerte de agotamiento o atenuación.
Las noches de Flores, sin embargo, logra evitar esa caída, y si bien abunda en procedimientos o giros argumentales que cabría pensar como consabidos de su autor, incluye también asuntos de especial interés, no sólo en el nivel de lo narrado sino también en cuanto a su escritura, tanto en virtud del extrañamiento que genera siempre el modo de narrar de Aira como por su atención, en este caso, a una suerte de mitología porteña, acompañada por descripciones vívidas y evocativas del barrio del título.
Bastante diferente es lo que pasa con El santo, un libro a todas luces mucho más interesante. Hay, para empezar, una suerte de modulación del procedimiento descrito más arriba, que termina por redundar en una apuesta más notoria por lo narrativo y, por tanto, en una trama más “redonda”, al menos a primera vista. Ubicados en la Edad Media, en un poblado de la costa catalana, seguimos a un monje contemplativo casi anciano -un “santo” responsable de milagros, que termina por convertirse en algo semejante a una atracción turística-, que decide pasar sus últimos años de vida en su Italia natal, quitándoles así a su abad y a sus compañeros monjes el recurso económico de su figura convocante de peregrinaciones. La solución que estos hallan es asesinarlo y organizar la veneración futura de sus restos, pero el asesino fracasa y el santo escapa, para caer primero en manos de un traficante de esclavos, y luego llegar a un reino en el corazón de África.
Pero a no engañarse: una vez más, lo que importa en esta novela no son tanto los hechos narrados como la manera de construir la narración. Entonces, si el final resulta, una vez más, abrupto y arbitrario, la revelación inmediatamente anterior -no lo revelado en sí, sino el hecho de que allí algo sea revelado, el lugar estructural de la revelación o vuelta de tuerca, digamos- opera como cierre efectivo del proceso de narrar. Es, por supuesto, una forma más de esa distancia propia de Aira, como si dijera que importaba más el acto de llevar la voz a la narración que lo que efectivamente se ha contado, de manera que, una vez cumplido el ciclo previsto, no han de importar los personajes ni sus peripecias.
Es evidente también el rechazo de Aira -que atraviesa toda su obra- a presentar la “psicología” de los personajes, y si bien eso está clarísimo en El santo, hay que señalar que el gesto no opera de manera exacerbada ni especialmente llamativa, sino que funciona más bien como manera de sugerir una ventriloquía o juego de imitaciones por parte del narrador, que se funde con (o difunde hacia) las palabras de sus personajes -“todos hablan igual”, podría decirse, en oposición al modo realista, por llamarlo de alguna manera, que propone idiosincrasias expresivas y hablas particulares para los personajes- y reflexiona por ellos o en lugar de ellos, vaciándolos de esa sustancia falsa que los lectores ingenuos suelen llamar “carnadura humana”.
Otras novelas de Aira, vamos a añadir, convocan enanos mágicos, extraterrestres grotescos y maquinarias extrañas; El santo lleva ese freak show desde lo diegético hasta la escritura, y abunda así en imágenes sorprendentes, que parecen levantarse desde lo narrado para reclamar un estatus singular, una forma de trabajo poético. Quizá por este lado se entiende que el escritor haya declarado, en la misma entrevista aludida al principio de esta reseña, que La última de César Aira, aquella novela de Ariel Idez que movilizaba todos los procedimientos narrativos de Aira para generar algo así como un lugar permanentemente terminal de su obra, le hizo pensar en cualquiera de sus novelas pero escrita en prosa.
De todas formas, más allá del interés que pueda generar El santo, acaso sea Sobre el arte contemporáneo seguido de En La Habana el más deslumbrante de estos tres libros, no sólo por el valor intelectual de las reflexiones que contiene sino, además, por la manera en que permite ser leído en una zona intermedia o híbrida entre el ensayo, la novela y la autobiografía. Los dos textos compilados incorporan su tema a la manera de un interés permanente en su autor, que termina por contar su historia intelectual y emotiva desde aquello que es expuesto. Esto es especialmente visible en “Sobre el arte contemporáneo”, en el que Aira no sólo discurre con inteligencia y lucidez sobre el proceso inaugurado por Marcel Duchamp en las artes visuales, sino que también nos permite entender que aquí y allá está hablando de su propia obra, asimilable al arte contemporáneo que es objeto del discurso, por el lado de los procedimientos de escritura al estilo de Raymond Roussel. De su propia obra, es decir, y de su vida, de modo que el componente autobiográfico de las reflexiones queda todavía más claro.
Algo similar ocurre con “En La Habana”, que, con el pretexto de la visita a esa ciudad (en su estado más desolado y derruido, inmediatamente después del crítico “período especial en tiempos de paz”, causado por la crisis de la Unión Soviética y el llamado “bloque socialista”) y, en particular, a la casa-museo de José Lezama Lima, convoca a la figura del ya mencionado Raymond Roussel y sus procedimientos generativos.
Posiblemente los dos textos reunidos por este libro permitan pensar no sólo que admiten una lectura tan novelística como autobiográfica, sino también que, acaso, la obra más notoriamente “narrativa” de Aira comporta un gesto ensayístico; novelas-ensayo y ensayos-novela, entonces, se entrelazan en la vasta obra del escritor argentino. Y, en último caso, eso es lo que termina por aportarle su mayor interés; ¿a quién le importan nada más que las historias “bien contadas”, con todo lo conservador y sumiso que cabe leer en esa apelación al artesanado de lo narrativo?
Las obras
"Las noches de Flores", "Sobre el arte contemporáneo seguido de En La Habana" y "El santo", de César Aira. Literatura Random House, 2017, 2016 y 2015, respectivamente. 140, 104 y 141 páginas, respectivamente.