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Si Tom Wolfe nos embiste con su ímpetu torrencial, si Hunter S Thompson nos hace viajar entre el pánico y la locura -o entre el miedo y el asco-, si Norman Mailer nos planta de cara a los mitos y las realidades de la guerra, y Rodolfo Walsh presagia una tragedia que no se advertía, ese otro tótem del periodismo que es Gay Talese (nacido en 1932) descubre personajes impensados, traza pinceladas mínimas y muestra detalles insignificantes que descubren la esencia descarnada -o demente, o injusta, o magnámima- de la conducta humana.

El padre del llamado Nuevo Periodismo, el legendario cronista, el referente del reportaje está de regreso. En los 80, Talese ya había publicado emblemáticos libros sobre sus años en The New York Times, al que entró a trabajar como cadete (y del que contó historias y rivalidades internas en El reino y el poder, 1969); memorables retratos de personalidades como el boxeador Joe Louis o el capo mafioso Frank Costello (Fama y oscuridad, 1970); una investigación de siete años que atravesó el corazón de la mafia neoyorquina y que décadas después inspiró Los Soprano (Honrarás a tu padre, 1971); o perfiles maestros como el famosísimo “Sinatra está resfriado” (recopilado en Retratos y encuentros, 2003), que escribió en 1966 cuando en Esquire también colaboraba Wolfe: todo surgió cuando Frank Sinatra citó a Talese en un hotel de Las Vegas y el periodista estuvo una semana tratando de entrevistarlo, mientras el cantante cancelaba sistemáticamente cada encuentro agendado. La crónica de ese fracaso se convirtió en un texto de referencia para el periodismo, con recordados fragmentos como “Sinatra con catarro es un Picasso sin colores o un Ferrari sin gasolina, sólo que peor. Porque los catarros corrientes roban a Sinatra esa joya que no se puede asegurar, su voz”.

A lo largo de su vida, Talese se negó a publicar cuando no podía revelar la identidad de los protagonistas. Por eso titubeó cuando, poco antes de editar una investigación de más de 500 páginas sobre las conductas sexuales de los estadounidenses (La mujer de tu próximo, 1981), le llegó una carta anónima que le prometía una historia impactante a cambio de mantener anónima su fuente. Esa historia, que recién se publicó el año pasado, es la de El motel del voyeur: quien le envió la carta fue el megalómano -entre otras peculiaridades- Gerald Foos, y en ella le contaba que era dueño de un motel en Denver, en el que había instalado dispositivos para observar y registrar los encuentros sexuales de sus huéspedes desde una especie de desván.

Cuando recibió la misiva, el escritor viajó a Colorado, visitó a Foos y se hospedó tres días en el motel, para comprobar la veracidad de su historia. Más de 30 años después, y empleando los copiosos manuscritos de aquel individuo, Talese publicó una larga crónica en la que rastrea la oscura naturaleza del ser humano. Foos, que observó los encuentros íntimos de sus clientes desde los años 60 a los 90, no se veía a sí mismo como un mirón o un pervertido, sino como un “pionero de la investigación sexual”. “Puesto que no tenía nada mejor que hacer -escribió en su diario-, decidí observar a esa pareja tan poco atractiva. Mientras se registraban, observé que el marido no mostraba ninguna emoción. Es gerente de una fábrica de coches y ronda los 45, 1,75, bien arreglado, con gafas. Su mujer también rondaba los 45, delgada, unos 48 kilos, con la boca pequeña. Cuando entraron en la habitación, observé que el marido tenía la misma expresión adusta que en la oficina. Ella fue la primera en ir al cuarto de baño, y cuando salió dijo: ‘vamos a cenar’”. A la vuelta, cuando ella “se puso amorosa [...], eso pareció liquidar cualquier perspectiva de que él tuviera una erección”.

A lo largo del libro, Talese transcribe largos fragmentos de los diarios de Foos, así como pasajes de entrevistas y charlas telefónicas con él, intercalando comentarios y reflexiones sobre el hotelero, sus prácticas y sus obsesiones, conformando el territorio de una aventura en la que los límites se borronean permanentemente. Cuenta que el mirón no sólo recordaba “las posiciones y los ángulos específicos” de un centenar de cuerpos en la cama, sino que también había archivado sus nombres y sus números de habitación. En sus registros se suceden “la encantadora pareja de maestras lesbianas de Vallejo, California”; “la pareja casada de Colorado, en la cama, con un joven semental que trabajaba en su empresa de aspiradores”; “la hermosa mujer del vibrador de Misisipi que durante un tiempo fue camarera del Manor House”; “la desconcertante candidata a Miss Estados Unidos procedente de Oakland, que durmió en la habitación 5 con su marido durante dos semanas sin practicar el sexo ni una sola vez”. Pero también observó transas de droga, golpes e incestos. Sólo por la temática, entre los interesados en el libro está la industria cinematográfica: ni bien se publicó, Steven Spielberg compró los derechos para adaptarlo al cine, y se le sumó el director británico Sam Mendes -Belleza americana, 1999-.

En El reino y el poder, Talese decía que la mayoría de los periodistas eran “incansables voyeurs que ven las verrugas del mundo, las imperfecciones en las personas y en los lugares”. Aquí descubre que Foos consideraba que “no tenía otra elección” que el voyeurismo, que lo hacía sentirse “digno de crédito e importante”.

Pero, ya que mencionamos la cuestión de ser digno de crédito, resulta que el libro fue, al menos en parte, el resultado de un engaño. Un periodista de The Washington Post constató imprecisiones y contradicciones en los testimonios de Foos. El propio Talese había hecho algún comentario al pasar sobre los arrebatos de fantasía del mirón, pero no sabía en qué medida le había mentido, como luego tuvo que admitir el escritor: Foos no tuvo a su cargo el motel durante la mayor parte de los años 80 (lo vendió poco después de la visita de Talese y lo recuperó luego), y no hay dato alguno sobre el presunto asesinato de una mujer a la que aseguró haber visto. Muchos arremetieron contra el octogenario autor por su negligencia en la verificación del relato, pero más allá de las ambigüedades y deficiencias en materia periodística, El motel del voyeur puede leerse como un texto literario (en la categoría de los culebrones sabrosos: “Creo que al final lograré observar esos pechos, pero no, ¡él de inmediato sale de la cama y apaga las luces y el televisor! Ahora estoy completamente furioso e indignado con ese hijo de puta y me entran ganas de matarlo. Vuelve a la cama y comienza a hacer el amor en el ambiente en el que se siente más cómodo: a saber, en la oscuridad. No pienso aguantarlo de ninguna manera”), o como la exploración de una mente turbia, aun cuando el procedimiento estilístico de Talese se agote y se vuelva reiterativo entre el comentario y la reproducción. De todos modos, su estilo aún brilla, aunque sea con menor intensidad que antes, en los sórdidos vaivenes de la historia, por medio de pequeños hallazgos y del rescate de mínimos elementos reveladores.

Muchas de las críticas más feroces a Talese invocaron sus viejas lecciones sobre el rigor y la precisión periodísticos. “Yo escribo reportajes, y un reportaje no es ficción. Hay que poner mucho cuidado en no imaginar absolutamente nada. Que imagine el novelista. El escritor de no ficción tiene que trabajar el interior del personaje, su entorno, la atmósfera en que existe. Todo eso le da a la crónica un aire de ficción, pero hay diferencias y matices. En un buen reportaje, los hechos se han de subordinar al personaje, no al revés”, dijo hace unos años. En su última obra, en cambio, fue seducido por la fuerza de una historia, y por la obsesión de este Balzac de los hoteles que sólo deseaba celebridad y redención. El motel del voyeur es el retrato de esa ambición.

El motel del voyeur

De Gay Talese. Alfaguara, Buenos Aires, 2017. 227 páginas.

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