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Truman Capote. Foto: s/d de autor

Antes del desayuno

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Crítica de “Los primeros cuentos”, de Truman Capote.

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La detenida cadencia pueblerina que no oculta las tensiones debajo de la alfombra, la soledad a la intemperie, niños que se aventuran en la oscuridad del bosque, grandes porches con columpios, la crueldad de los celos adolescentes, la exclusión de los negros, membrillos que logran templar las angustias de la pobreza. Una serie de relatos leídos desde una región que aún busca su identidad en las historias de los derrotados, los marginados y los excluidos. Junto al tardío hallazgo de la maravillosa narradora estadounidense Lucia Berlin, este año comenzó con otra buena noticia editorial: la publicación en Argentina de Los primeros cuentos, en la que -con traducción de Alan Pauls- se rescataron 13 narraciones previamente inéditas que dan a conocer el talento precoz del estadounidense Truman Capote, y que, de algún modo, responden a la interrogante de quién era ese periodista y escritor antes de convertirse en un dandy neoyorquino, antes de publicar la gran novela americana de no ficción -A sangre fría (1965)-, antes de convertirse en un verdadero genio literario que fue devorado por su propio personaje.

Aquel niño que padeció el abandono después del divorcio de sus padres y de que su madre (que lo había dado a luz cuando ella tenía 17 años) lo enviara al campo de Alabama a vivir con sus tías, se asoma entre las páginas de estos cuentos que, casi 80 años después, fueron hallados en 2014 por una pareja de editores suizos (Peter Haag y Anuschka Roshani) en la biblioteca pública de Nueva York. Lo que llama la atención es que esta antología de Lumen deje afuera uno de los textos encontrados (“Los caminos se separan”), incluido en la edición de Anagrama del año pasado, Relatos tempranos, en la que se recogen por lo demás los mismos cuentos.

Al acecho de la gloria

Al igual que otras grandes figuras de la literatura estadounidense del siglo XX, como William Faulkner, su admirada Flannery O’Connor, Carson McCullers y Tennessee Williams, provenía del legendario y sensual sureste de su país: el autor de Desayuno en Tifany’s (1958), que nació en Nueva Orleans en 1924 y falleció en Los Ángeles en 1984, debido a una pausada y repetida sobredosis de pastillas y alcohol, se llamó en realidad Truman Persons. Se enfrentó al mundo con ese rostro rubio, frágil y afeminado que se volvió ícono, y se mantuvo alejado de su madre y de su padre, que había caído preso, hasta que un día la primera lo llamó a su lado para que su nuevo marido, un cubano llamado Joe García Capote, lo cuidara y le diera su apellido. En ese entonces, el joven Truman ya había conocido la desdicha y el desencanto, pero había logrado mitigarlos por medio de la escritura. O al menos había sospechado que eso era posible. Ya de adolescente tenía plena conciencia de su deseo de trascender mediante la literatura, e incluso en el liceo escribió un poema en el que sentenciaba: “Como el poderoso cóndor, [...] he aguardado y acechado a mi presa. Mi víctima es la inmortalidad. Ser algo y ser recordado”.

En 1942, con 18 años, empezó a trabajar como corrector en su venerada revista The New Yorker, pero pronto se desilusionó, al comprender que no tenía ni una remota posibilidad de publicar allí sus textos. Sin embargo, encontró su espacio en otras publicaciones menos elitistas, como Harper’s Bazaar o Mademoiselle, entre publicidad de modas y textos de autores como Virginia Woolf, WH Auden y McCullers. En 1948, con sólo 23 años, el prometedor Capote publicó su primera novela, la escandalosa Otras voces, otros ámbitos, con la que sacudió la puritana modorra estadounidense, planteando de forma abierta el tema de la homosexualidad, acompañada de una gran capacidad, que muestra ya desde sus primeros relatos, para combinar lo sombrío y lo poético, revelando la angustia que se desliza debajo de la calma del día, y desatando un imparable torrente para describir el mundo que lo rodeaba.

En definitiva, siempre vivió entre lo oscuro y lo épico, entre la farándula y los criminales de A sangre fría, y algo de eso rescata Capote, la película de Bennett Miller protagonizada por Philip Seymour Hofman, por la que ese actor se llevó un merecido Oscar en 2005 (poco después, curiosamente, se estrenó otro film sobre el escritor, Infame, dirigido por Douglas McGrath y protagonizado por Toby Jones, que se centró en el mismo período de su vida: el relacionado con la escritura de A sangre fría).

En su último libro publicado en vida, Música para camaleones (1980), una colección de trabajos cortos en la que combina ficción y no ficción, Capote desplegó una diversa muestra de todas sus variantes como escritor, entre cuentos, una novela breve sobre una historia real y entrevistas, lo cual le exigió un trabajoso esfuerzo de edición y escritura, al tiempo que batallaba para mantener a raya sus fatales adicciones. De hecho, en el prólogo de esa obra llegó a escribir: “Entre tanto, aquí estoy en mi oscura demencia, absolutamente solo con mi baraja de naipes y, desde luego, con el látigo que Dios me dio”, asumiendo que “cuando Dios le entrega a uno un don, también le da un látigo; y el látigo es únicamente para autoflagelarse”.

En uno de sus textos más reveladores, el escritor dejó entrever de dónde surgía ese don infalible, que captaba la cadencia esencial de la lengua inglesa con la musicalidad del habla cotidiana: “Los escritos más interesantes que realicé en aquella época consistieron en sencillas observaciones cotidianas que anotaba en mi diario. Extensas transcripciones al pie de la letra de conversaciones que acertaba a oír con disimulo. Habladurías del barrio. Una suerte de reportaje, un estilo de ver y oír que más tarde ejercitaría verdadera influencia en mí, aunque entonces no fuera consciente de ello”.

El pantano inicial

Después de A sangre fría, esa novela con la que -como dijo el argentino Rodrigo Fresán- produjo un sismo en los penthouses de Manhattan, Capote nunca volvería al mismo lugar de agudeza y virtuosismo. Su gran triunfo literario se convirtió en el comienzo de un declive incontenible, y aquel muchacho melancólico y atormentado, que siempre permaneció dentro de uno de los escritores más mediáticos de la historia, comenzó a perderse en la vorágine y el vértigo, sin desaparecer del todo: a los 11 años le escribió a su padre biológico, Arch Persons: “Como sabrás, mi apellido ya no es Persons sino Capote, y me gustaría que en el futuro te dirigieras a mí como Truman Capote, ya que todo el mundo me llama así”. El mismo niño asomaba cuando, poco antes de morir, le mandó un telegrama a su pareja, Jack Dunphy, que sólo decía: “Te extraño te necesito escríbeme cuando puedas te espero amor Truman”.

A la inversa, en Los primeros cuentos -que escribió antes de cumplir los 20 años-, ya se asoma el futuro escritor: en esos escenarios mínimos resuenan las profundidades del pantano, resurgen los sensoriales ecos sureños como una melodía silbada con timidez. A la melancolía agridulce de los adolescentes que padecen las miradas del entorno se suman una serie de niños protagonistas de historias diversas, un novio perfecto que deja el pueblo para estudiar en Nueva Orleans, veteranas que temen la muerte y otras que elucubran asesinar a sus maridos, así como un acabado relato sobre una negra que llega a Nueva York para trabajar como cocinera, y en el que una recordada cita de Faulkner tintinea como un mantra: “¿Cuántas veces he estado a cubierto de la lluvia bajo techo ajeno, pensando en mi hogar?”. En esa narración, Lucy dice que siempre quiso ir al norte y “vivir como un ser humano”, pero un día descubre que “la ciudad no es lugar para alguien que viene de la tierra”. Otro de los mas logrados es la historia de la extraña y sensible señorita Belle Rankin: “Yo estaba sentado en el porche, mirando a una negra que se acercaba y preguntándome cómo podía llevar sobre la cabeza semejante atado de ropa sucia. Se detuvo y respondió a mi saludo con una risa, esa risa oscura y arrastrada de los negros”.

Se trata de textos simples, certeros y realistas, contados desde la experiencia de alguien que ha sobrevolado esa plaza de sueños marchitos, o esos rodeos “donde comienza el mundo”, y que ha logrado reducir a su mínima expresión humana composiciones que se abren como un abanico, tienen giros inesperados y causan sonrisas e inquietud a quienes comprenden sus pinceladas tempranas.

El sur que describe Capote se parece a los alrededores de los pueblos de Faulkner, donde el paso del tiempo se representa con la múltiple fluidez de la conciencia y la aflicción. Estos experimentos literarios les dan forma a los primeros rasgos de quien se volvería un ícono del siglo XX, y pocas cosas son tan seductoras como estos seres que sueñan con perderse -o encontrarse- antes del final, que, como sabemos, nunca es feliz.

Los primeros cuentos

De Truman Capote. Buenos Aires, Lumen, 2017. 133 páginas.

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