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Ellen Duthie. Foto: Andrés Cuenca

Con Ellen Duthie, alma máter del proyecto de filosofía con niños Wonder Ponder

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La semana pasada visitó Montevideo, con una agenda muy apretada, la británico-española Ellen Duthie. Llegó el lunes de Buenos Aires, y se fue el miércoles a Santiago de Chile, tras participar en talleres con niños y docentes, y en la presentación del proyecto Ludosóficos en el Centro Cultural de España. Especializada en hacer filosofía con niños, es, junto a la ilustradora Daniela Martagón y la editora Raquel Martínez Uña, una de las tres mujeres que están detrás del proyecto editorial Wonder Ponder, Filosofía visual para niños: una serie de cajas con 14 fichas ilustradas (que se pueden conseguir en Uruguay por intermedio de www.ludosoficos.com.uy), que plantean infinidad de preguntas y ninguna respuesta; una invitación a reflexionar y debatir, sin imponer una verdad a priori que sea más válida que las otras . Duthie se hizo un ratito para charlar con la diaria sobre su experiencia y sus proyectos.

–¿Por qué filosofía para niños?

-Realmente, creo que para niños y para adultos. Hay una necesidad muy grande de contar con espacios para detenerse un momento y mirar alrededor. Si para los adultos es difícil, para los niños lo es aun más, en la vorágine del día escolar; responden casi con hambre. En mi caso, el interés viene de mi formación filosófica y, luego, también de mi interés en la literatura infantil; algo ahí se unió con naturalidad.

–La filosofía no suele relacionarse con la educación primaria, más allá de que los niños son grandes “preguntadores”.

-Lo son, pero es curioso lo rápido que dejan de preguntar. Las preguntas que hacen cuando tienen tres, cuatro o cinco años dejan de hacerlas cuando tienen seis, siete u ocho y se dan cuenta de que eso no toca. No me gusta mucho cuando se dice que son filósofos naturales: desde luego, tienen un interés común con los filósofos, en el sentido de que quieren entender el mundo y entenderse a sí mismos en el mundo; desde esa perspectiva, la filosofía tiene mucho que aportar a sus intereses naturales.

–¿Cómo te ha ido al proponer tu trabajo en instituciones educativas?

-Nadie me ha puesto muros, pero no es fácil hacerlo mainstream, abiertamente. Prefiero las propuestas en escuelas públicas mediante talleres voluntarios, porque por lo general los profesores, e incluso los centros educativos, son más abiertos a dejarte entrar y hacer. Manejar planes más ambiciosos, como convencer a un colegio entero de que adopte determinadas dinámicas, es muchísimo más difícil. Hay mucha gente a la que le interesa la filosofía para niños, se forma en ella y lo hace muy bien, pero luego sus proyectos son excesivamente grandes y a veces resultan paralizantes.

–¿Cómo se inició Wonder Ponder?

-Surgió en un aula con niños de cuatro años, en un proyecto voluntario en una escuela pública, donde seguí la trayectoria de un grupo a los tres, cuatro y cinco años: iba cada dos semanas y teníamos una sesión de diálogo filosófico. Solía utilizar álbumes ilustrados, pero para la reflexión es fundamental comparar distintas realidades y luego sacar conclusiones; con un solo texto, suele haber un ángulo, quizá dos, de cada personaje; yo sentía que para sacar más fruto de los diálogos necesitaba un abanico más amplio. Eso se combinó con las ganas de abordar con los niños el tema de la crueldad, porque les atrae; a veces les causa rechazo, pero al mismo tiempo intentan saber hasta dónde pueden llegar, conocer sus límites, algunos llegan a pasarlos... No encontraba ningún álbum que me ayudara a empezar a formular una definición de la crueldad. Fui anotando escenas que mostraban distintas perspectivas: una persona matando a alguien con intención, otra matando a alguien por accidente; varias situaciones que necesitaba que se compararan. Contacté a Daniela Martagón, la ilustradora, un poco inocentemente y otro poco nada inocentemente, porque sabía que le iban a atraer el tema y el reto de plantearlo de un modo que no fuera ñoño, que resultara atractivo. Fue muy intenso: ella dibujó en una noche todas las escenas que yo le había planteado, al día siguiente las llevé al aula, y la inmediatez con que se engancharon los niños me hizo pensar que habíamos hecho algo que estaba muy bien para trabajar con los de cuatro años. Sobre todo me llamó la atención lo directo que fueron al centro del asunto. Se lo comenté a Daniela, también a Raquel [Martínez Uña], la editora, y arrancó.

Mundo cruel se plantea como un juego y como una guía flexible: no hay principio o fin, ni un orden establecido. ¿Cómo funciona en los talleres?

-El contenido y la forma están pensados para la práctica. Una cosa que queríamos evitar, por encima de todo, era el uso rígido del material, tanto en el orden de las escenas como en el orden de las preguntas. Por eso intentamos introducir en el diseño una serie de características que te llevaran a no sentir la necesidad de leerlo entero, que te permitieran abrir la caja, sacar una ficha y dejar lo demás para otro día. Además, da muchas posibilidades de dinámicas de trabajo: puedes clasificar las fichas, sacar tres y compararlas, crear pequeñas unidades de análisis que te permitan fijar la atención en determinado grupo de preguntas. Y luego hay algo vistoso: la parte física de meter la mano en la caja, de apropiártelo físicamente, tiene un efecto en la implicación mental, en el enganche con el material.

–Se suele decir que “los niños son crueles”, muchas veces como sinónimo de su sinceridad sin concesiones. ¿Cuál es el discurso adulto sobre la crueldad, en relación con los niños?

-De negación. De incomodidad. Y eso es interesante porque también se les transfiere a los niños, por la forma en que se educa en valores. Una de las cosas más difíciles es romper esas ganas que tiene el niño de complacer, de contestar exactamente lo que se supone que tiene que contestar.

–Eso también tiene que ver con el molde que significa la escuela.

-Tengo una anécdota muy graciosa que viene a cuento de esto. Estaba trabajando con Mundo cruel, con la escena de los leones, en la que hay un león adulto con una cabra entre sus fauces, y detrás aparecen los leoncitos cachorros queriendo comer. Al preguntarle a uno de los niños, de edad preescolar, si le parecía cruel la escena, respondió: “Sí, porque no está compartiendo”; en esa escena terrible, lo que detectó fue que no se estaba cumpliendo con el mandato de que “hay que compartir”. Si habrá cosas que derrumbar: es algo que está fuerte ahí, instituido.

–¿Has notado diferencias en los distintos lugares en los que has dado talleres?

-Lo interesante es que no, y creo que mucha gente asume que sí. Una de las cosas que siempre se presuponen es que a estos talleres concurren niños de ciertos sectores sociales, cuyos padres tienen determinados intereses, pero la verdad es que he trabajado mucho en colegios públicos -de hecho, prefiero trabajar en ellos- y en instituciones en las que hay niños en situaciones diversas, por ejemplo con sus padres presos, y es llamativo lo similares que son los diálogos y los caminos de los diálogos; también las conclusiones a menudo son muy parecidas. No sé cómo será en lugares muy lejanos culturalmente. Hemos vendido derechos a Corea del Sur, y me intriga saber cómo lo hacen ahí. Tuvimos una situación bastante curiosa con los editores, que nos plantearon que, por motivos culturales, en ese país los padres y los profesores necesitaban respuestas, y nos preguntaron si se las podíamos dar. Les respondimos que eso no es cultural: en España también necesitan respuestas; simplemente no se las damos.

–En una entrevista advertís sobre el carácter “paternalista y limitador” de calificar de “geniales ocurrencias” algunas intervenciones que hacen los niños, como si fueran excepcionales.

-Es un concepto increíblemente extendido. Es curioso también a qué edad el niño, de repente, se convierte en interlocutor válido. Recuerdo una vez que unos talleres estaban divididos en dos grupos: de cinco a nueve años, y de diez a 12. Al final de la serie de talleres, que duraba cinco semanas, se invitaba a los padres, los niños les mostraban sus propias escenas y se establecía un diálogo. Ocurrió que, en el grupo de los más pequeños, había padres que, en cuanto su hijo abría la boca, le decían: “No, tú no piensas eso”, pero tenían también un hijo en el grupo de los más grandes, y a ese lo trataban con absoluto respeto. Entonces surge la pregunta: ¿a qué edad es que, de repente, un niño se convierte, a los ojos adultos, en alguien que dice cosas que hay que escuchar? Hay mucho que pensar ahí.

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