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Cristiane Oliveira. Foto: Andrés Cuenca

Entrevistamos a Cristiane Oliveira, directora del film uruguayo-brasileño “La mujer del padre”

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La mujer del padre, escrita y dirigida por Cristiane Oliveira, registra la vida de sus protagonistas de un modo seco y lacónico, a la vez que deja vislumbrar un universo brumoso, avanzando en un ambiente detenido en el tiempo. Se apropia de la cadencia propia del pueblo en el que transcurre, descubre el lugar que allí se le asigna a la mujer, y registra procesos personales sin valorarlos, entre el campo, el polvo y el silencio de la noche. Esta primera película de Oliveira documenta una cultura en pleno proceso de cambio, y se acerca a la coproducción uruguaya con Brasil que la precedió (Boi NEON, de Gabriel Mascaro –2015–), aquella suerte de road movie por el ambiente rural nordestino, con peones que trabajaban en un tipo de rodeo. Algo que también se puede rastrear en la novela De ganados y de hombres, de Ana Paula Maia, en la que se construye un universo poblado exclusivamente por hombres y animales, alternando western y prototipos camperos.

Cuando entró a un café para mantener esta charla con la diaria, la televisión mostraba al Ejército en las calles de Brasilia, donde se producían manifestaciones para reclamar la renuncia del presidente Michel Temer. Oliveira prefirió no extenderse sobre la compleja situación política que vive su país, pero admitió que la consternaba. “La corrupción está desde el principio de nuestra historia en Brasil, y es necesario cambiar eso. Es imposible seguir así. Es muy triste ver cómo hay personas con tanto poder que no quieren revertirlo”, dijo.

–¿Cómo fue el proceso antes de comenzar a rodar?

–Tres años antes del rodaje invité a la fotógrafa, Heloísa Passos, para que conociera el guion y comenzara a trabajar conmigo. En esa etapa previa intercambiamos muchas referencias sobre pintura, fotografía y películas. Ella también es directora, hace documentales, y durante muchos años fue asistente, por eso es una fotógrafa que tiene el dominio de la técnica, a la vez que es creativa. De modo que se dio una colaboración muy rica. Hablamos de muchos autores, pero cuando llegamos al pueblo [Vila São Sebastião, a unos 30 kilómetros de Bagé], y nos dedicamos a mirar la pampa, cambiaron muchas cosas para nosotras, y empezamos a pensar cómo podíamos trasladar eso a la película. Toda la planificación previa recibió el impacto de la vivencia en el pueblo.

–¿Cómo llegaste a São Sebastião?

–En 2009 ganamos un premio, un fondo de desarrollo de Santander Cultural, que nos posibilitó viajar por toda la frontera, desde el límite con Argentina hasta el Chuy. En ese recorrido conocimos, de un lado y del otro, todos los puntitos que se podían ver en el mapa, porque en esa época no teníamos GPS. Así fue como llegamos a saber de ese pueblo. Unos años después volvimos con Heloísa para decidir las locaciones, y también para que a ella la impactara esa cultura, como me había sucedido a mí. Cinco meses antes del rodaje fuimos con ella y Gonzalo Delgado, que sería nuestro director de arte –pero que por cuestiones personales no pudo salir en el rodaje–, y ahí él pensó toda la concepción del arte hasta que comenzamos a filmar. De ese modo, todos juntos concebimos esta estética del campo y su tiempo.

–¿De qué modo los rasgos del pueblo fueron determinando la película?

-En varios aspectos: principalmente en lo relacionado con la situación de la mujer, porque, por ejemplo, en el pueblo sólo hay un bar, al que sólo pueden ir los hombres. Por la noche las mujeres se quedan en su casa. Y para la película me pareció muy fuerte que esa niña se tuviera que quedar todas las noches con su padre, sin tener a dónde ir, sin que hubiera nunca una fiesta o algo así. Hay una suerte de intimidad impuesta que se vuelve necesaria, y así es como todo se hace más pesado en esa relación.

–Pero en la película son las mujeres las que desarrollan la historia: la abuela que se muere, Nalú que se quiere ir del pueblo, Rosario y sus clases.

-Es que se trata de una cultura que tiene al hombre como figura central, pero nuestro protagonista masculino está en un lugar muy frágil, porque depende de otras personas. Sin embargo, se ve que las mujeres, a su vez, intentan mantener esa cultura en torno al hombre, y no de ofrecerle condiciones para que adquiera autonomía. Entonces, la película habla mucho de eso: de dependencia y autonomía, porque el límite entre el afecto y la obligación es muy tenue cuando se habla de familia.

–Lo bueno es que no se juzga, sólo se muestra, y así es como el film se convierte en un retrato social.

–Sí, intentamos mostrar la complejidad de los seres humanos. No hay un bueno o un malo. Son lo que son a causa de su historia y de su medio. Se trata de un pueblo aislado, y el tema de la dificultad de transporte impresiona mucho. Porque si no hay intercambios con otras culturas, es mucho más difícil pensarse. Con la llegada de internet, las cosas empezaron a cambiar, pero de una forma muy confusa: ahora esas niñas que no pueden salir de noche tienen, en su Facebook, muchos amigos y tienen acceso a otras culturas, aunque a veces eso no es tan real. De todos modos, lo más importante para el cambio es saber que existe algo más. Ahora en el pueblo, por ejemplo, hay una mujer que empezó a estudiar a distancia, y antes eso era imposible de pensar. Y a la vez, sabemos que en el medio rural de Río de Janeiro están comenzando a adaptar el cultivo rural, porque el tema de la sustentabilidad se ha vuelto muy fuerte en los grandes centros urbanos. Todas las familias tienen cultivos en sus casas, y están tratando de tener un papel más protagónico en la cultura de la sustentabilidad. Entonces la mujer, incluso en una cultura masculina, puede hacerse su espacio.

–Me imagino que el rodaje debe de haber impactado en la cotidianidad del pueblo, aunque a la fiesta que hicieron cuando terminó sólo se animaron a ir dos mujeres...

–Sí, porque es una cultura que concibe a la mujer en la casa. Lo que también pasó, y es lindo de contar, es que había una mujer que tenía un restaurante pequeño, y que después de que se hizo la película compró un espacio mayor. También el hombre que tenía ese único bar, después del rodaje, decidió ampliarlo y puso un mercado. Había un militar que nos ayudaba a cortar las rutas cuando teníamos que rodar, y él nos contó, después de ver la película en la función que hicimos para la gente del pueblo, que lo había cambiado mucho convivir con personas con culturas tan distintas. Decía que eso le había dado ganas de crecer, de seguir conociendo más cosas. Cuando esas personas se vieron en la pantalla, se sintieron retratadas por primera vez, no podían creer que estuvieran viendo los lugares y la gente de su pueblo. Eso también es parte de la construcción de una identidad.

–La idea de la película surgió cuando filmaste el corto Messalina [2004], sobre una chica ciega, y acá el referente masculino también es no vidente. ¿Qué fue lo que más te movilizó en ese sentido?

–Durante la filmación de aquel corto conocí un gran problema que se da en quienes se quedaron ciegos: el de la angustia de perder la memoria visual, porque todos nosotros olvidamos las imágenes de muchas cosas, pero podemos ver una foto o un video, o volver a ver a una persona querida. Ellos no. Entonces pensé: ¿será que así la memoria también se apaga? Esto se conectó con mis ganas de trabajar sobre la relación de un padre y una hija, y también incidió la cuestión de que la ceguera te pone en otro lugar, por el hecho de prestarles más atención a los demás sentidos. Creo que el sentido del tacto está muy relacionado con la intimidad y con las fronteras que se generan entre los seres humanos, porque la piel funciona como una frontera entre el espacio exterior y el interior. Ese límite en relación con el espacio del otro es lo que viven Rubén y Nalú.

–La frontera atraviesa toda la película: Brasil y Uruguay, el pueblo y el afuera, la edad, el rol, el sexo.

–Pensé que ubicando la historia en esa cultura ganadera adquiriría tonos más fuertes y más complejos para la relación entre un padre y una hija. Sobre todo porque el lugar de la mujer ahí es muy especial. Por eso, habla mucho del papel que el hombre, y en especial el padre, ocupa en la construcción de la identidad de la mujer. Pero también sucede que con Uruguay tenemos una frontera muy abierta, y estos cambios que para mí son muy importantes, relacionados con evolucionar, con ampliar la visión del mundo, se dan muchísimo en esos sitios. Por eso mismo, me pareció muy natural que la cultura ganadera y la frontera se dieran en el límite con Uruguay, permitiendo que otras culturas impactaran en nosotros. La frontera es importante de por sí, porque demarca una identidad, pero también es importante que exista tolerancia con el otro, ese poder situarse en el lugar del otro.

–Son muy interesantes los procesos personales que viven Rubén y Nalú, hasta que en un momento se da un acercamiento extraño entre ellos. ¿Cómo trabajaste eso?

–Eso ya estaba pautado desde el guion, y tenía que ver con las ambigüedades del sentimiento que uno tiene con su padre. Hay una forma de erotismo que es muy aceptable en la infancia, pero Nalú nunca tuvo ese tipo de relación con su padre. Cuando la intimidad se produce, es en un momento dislocado en el tiempo, pero esa necesidad de contacto, de acercarse, está ahí, en algún lado. Y así es como aparece, de un modo que se mezcla con el descubrimiento sexual de ella y con el redescubrimiento sexual de él.

–Por lo que sé, tu interés por el tema de los vínculos entre padre e hija tiene que ver con tu historia personal, porque tenías una relación distante con tu padre hasta que, cuando llegaste a la adolescencia, se acercaron.

–Cuando yo tenía 16 años nos hicimos amigos. Antes teníamos una relación distante, pero en aquella época de mi adolescencia nos aproximamos, nos acercamos, y ahí comenzó una construcción similar a la de una amistad, que para mí se volvió muy rica.

–¿Y cómo se dio tu acercamiento al audiovisual?

–Desde niña siempre me gustó dibujar. Incluso lo hacía en todas las clases. Y tuve la oportunidad de estudiar arte. Tenía una tía –hermana de mi abuela– que era profesora de artes visuales. Cuando mis padres trabajaban, yo me quedaba mucho tiempo con ella. De adolescente hice un viaje con mi madre por todas las ciudades principales del nordeste, y por primera vez me dieron ganas de guardar para mí algunas imágenes que veía. Sentía una voluntad muy fuerte de guardar algunas cosas para mí. Ahí comenzó mi relación con la fotografía. Cuando tuve que elegir un curso en la universidad, no había cine, pero sí comunicación, y en paralelo hice un curso de fotografía. Así que empecé por ahí, después comencé a trabajar con animación, a partir de mis fotografías. Con la animación llegué a hacer unos efectos para un cineasta que, como no tenía fondos para pagarme, me ofreció un curso de guion. Ahí escribí el guion para lo que fue mi primer cortometraje: a él le gustó tanto que logró producirlo, consiguió financiación en un concurso local, y ese corto terminó ganando más de 13 premios. Después ya no volví a la animación. Trabajé como asistente de dirección, productora, coguionista... Empecé por el rubro más cercano a lo manual y recién después empecé a escribir mis propias cosas.

–Hablaste del nordeste, y la anterior coproducción uruguayo-brasileña fue Boi NEON, otro retrato de un momento de transformación de una sociedad rural.

–Sí, la vi. Logra un retrato de una cultura de campo que está cambiando. Me parece que las dos películas hablan un poco de eso. Y las dos son coproducciones con Uruguay. Por eso es que son tan importantes estos instrumentos de relaciones institucionales, que en Brasil se dieron en los últimos años a raíz de políticas para el sector audiovisual. Boi neón y La mujer del padre son coproducciones gracias al fondo del ICAU [Instituto del Cine y el Audiovisual Uruguayo]. Por ejemplo, yo podría tener sólo un productor y tres actores, pero gracias al fondo de cooperación pude tener un director de arte, un director de producción, un asistente de dirección; muchos otros técnicos, que aportaron mucho en lo creativo del proceso. Cuando comencé, en 2001 o 2002, no existían fondos para este tipo de cine. Los grandes empresarios o la elite brasileña no invertían en cultura, sí en grandes espectáculos o en grandes museos, pero jamás en películas tan pequeñas. Con el tiempo logramos tener una agencia fuerte, pero es un trabajo que viene desde 2001, con muchos años de lucha. Y todavía seguimos por ese camino.

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