Esta película suele ser comparada con Crash (Vidas cruzadas, Paul Haggis, 2004) porque es una historia coral, con personajes de diversas clases sociales, edades y tipologías físicas, en la que hay un hecho trágico y violento (en este caso un doble asesinato) que va a repercutir en todos. El asesinato ocurre justo al inicio, luego retrocedemos en el tiempo y seguimos las diversas historias paralelas hasta llegar a ese momento en el que habíamos empezado, pero ahora apreciaremos cosas que no vimos al inicio, se establecerá un vínculo entre historias que asumíamos independientes, y seguiremos adelante para un breve epílogo.
Sin duda tiene que ver con Crash, pero es curioso que nadie haya mencionado a Woody Allen, muy presente también. La película está dirigida por Tim Blake Nelson, mejor conocido como actor y que interpreta uno de los personajes. Como Allen, Nelson es un judío neoyorquino enamorado de Manhattan (donde se ambienta la mayor parte de la acción) y tiene un rostro que expresa inteligencia pero también timidez, desconcierto, cierta indecisión, algo de fragilidad. Su condición de actor y dramaturgo redunda en un gran énfasis en los personajes, las actuaciones y los diálogos; la cinematografía es muy elegante y funcional, pero simple, austera, clásica, destinada a poner de relieve lo que se muestra sin llamar la atención sobre sí misma (la única excepción es el discurso de Walter cerca del final, en el que además de verlo a él mientras habla, presenciamos imágenes de las distintas historias en un montaje bastante hábil). La mirada es pudorosa: pese a los asuntos serios y adultos, y a algunos hechos violentos, no hay nada que vaya a herir susceptibilidades: se omiten los desnudos, se trata de evitar la sangre.
Se ve que Nelson tiene prestigio, porque con un presupuesto bajísimo reunió un reparto multiestelar, en el que figuran grandes estrellas cinematográficas como Kristen Stewart y Glenn Close, y varios rostros popularizados en series televisivas (Sam Waterston, de La ley y el orden; Corey Stoll, de House of Cards; Michael K Williams, de The Wire). El recurso de producción para disponer de esas personas muy ocupadas es el mismo que suele usar Allen (y es uno de los motivos prácticos para hacer películas corales cuando no se dispone de mucha plata): fuera de un par de actores centrales que tienen mayor tiempo de pantalla (en este caso, Waterston y Stoll), los demás famosos pueden hacer la totalidad de su rol en dos o tres días de rodaje. Por ello cobran un mínimo, muy por debajo de sus cachets habituales, pero se dan el gusto de participar en algo distinto a lo que hacen habitualmente, y se benefician con un elemento de prestigio en sus carreras. Se alcanza así una buena ecuación que combina un costo bajo y la taquillera posibilidad de enumerar nombres y rostros conocidos en la propaganda de la película.
En este caso, el recurso no sirvió de mucho: Crímenes y virtudes fue un fracaso rotundo de boletería. Pero rotundo de verdad: su recaudación global de apenas 26.000 dólares podría ser la de una película uruguaya en el mercado interno. Y no apareció en ninguna de las premiaciones famosas del cine estadounidense, en categoría alguna. Por un lado, es una lástima, porque si bien no es una obra que vaya a suscitar grandes entusiasmos, posiblemente sea mejor que mucha cosa que fue vista por mucha más gente. Pero de pronto quedó a mitad de camino, le faltó la personalidad fuerte necesaria para que uno se acuerde de ella o se disponga a recomendarla.
Como en el cine de Allen, la película lidia con ideas y sentimientos nihilistas: el profesor Walter Zarrow, personaje central, enseña filosofía, y el asunto es Schopenhauer. Sin embargo, el correr de la historia nos depara tantas muestras de belleza, amor y sabiduría que el clima no termina de ser totalmente amargo. Lo que no hay de Allen es comedia explícita. Tampoco se respira lo opuesto, es decir, ese clima pesado y deprimente de Crash. La música de presentación prepara un clima ligero, de feel good movie, y aun cuando ocurre el asesinato, minutos después, la música se entristece pero sigue siendo dulce. El final resulta ambiguo: es como seco, no preparado, uno no lo ve venir y parece señalar la muerte; pero simultáneamente funciona como un indicador de cierta placidez y de realización vital.
La perspectiva de la película es iluminista, y parece coincidir con la de Zarrow en su discurso de despedida a los alumnos de filosofía: en una existencia en la que no distinguimos una justificación para tanto sufrimiento, “en una era oscurecida por la falsa sombra de la insensibilidad [o “impenetrabilidad”, la palabra en inglés es imperviousness] ustedes y aquellos que se detienen a cuestionar llevan la luz”. La oscuridad, en cambio, estaría en ciertas características del pensamiento posmodernista: relativismo radical, escepticismo en cuanto a la posibilidad de un consenso ético. Son opiniones que me caen muy simpáticas, pero de pronto resulta muy inverosímil, casi enajenado, el conjunto de personajes creados por Nelson para conducir su moraleja. Todos son muy inteligentes y muy instruidos. El adolescente que reparte sus días entre pajas y porros explica sin problema el sentido y la etimología griega del término dicotomía, el yonqui miserable que les afana a mujeres para comprar droga cita a San Agustín, aclarando que sólo lo leyó en una traducción, la esposa del profesor reconoce de inmediato una referencia a Montaigne. La joven deprimida que se flagela con el rizador de pelo hace, en su primera sesión de terapia, una exposición sobre la crueldad del mundo y su soledad en él, no muy distinta de los discursos de Zarrow, salvo porque interpola unos “fucking” entre sus palabras bonitas. Todos articulan sus ideas con claridad, amplitud de vocabulario y concisión. Es un mundo del que están excluidos el sofisma, la voluntad de prevalecer tramposamente en las discusiones, la mala intención.
Y claro, el medio generado por esos personajes es una belleza. Aun el más desgraciado de ellos tiene gente que lo ama, dispuesta a hacer sacrificios por él. Las pequeñas mentiras se desarticulan pronto y todo es amorosa sinceridad. Las familias se reúnen para arreglar sus problemas, y todos son comprensivos. Los conflictos terminan siendo muy superficiales, porque todo el mundo tiene una enorme capacidad y disposición para considerar la perspectiva del otro, apoyar y comunicarse, y nadie asume que sea más que nadie.
Las discusiones filosóficas aluden al pesimismo: las bondades del mundo serían un espejismo, ya que, en el fondo, estamos solos y nada tiene sentido. Los personajes más afectados por esa perspectiva amarga buscan un peligroso refugio en la marihuana, el alcohol y la heroína. Pero es al revés: el espejismo es que todo está mal, porque si miramos objetivamente, todos se aman, todos tienen valor. La peligrosa excepción es el personaje marginal carente de educación, que es resentido y no tiene herramientas intelectuales y culturales para contener su ira. Si excluimos de la consideración esa marginalidad y la tomamos como un “afuera”, ese mundo que la película muestra tiene como único problema los rollos personales de algunos, que los hacen sentirse solos aunque en realidad no lo están. Los traumas duelen, pero nunca deforman, y con dos o tres conversaciones amorosas y convincentes todo se arregla.
Qué bien que alguien haya hecho una película acerca del valor de la educación y la filosofía para mejorar el mundo, o incluso como única esperanza. Qué agradable convivir virtualmente con estas personas durante una hora y media de proyección. Pero faltó una articulación dramática un poco más verosímil y compleja para que la moraleja llegara a convencer y la película pudiera acompañarse con mayor entusiasmo.
Crímenes y virtudes (Anesthesia)
Dirigida por Tim Blake Nelson. Estados Unidos, 2015. Con Sam Waterston, Corey Stoll, K Todd Freeman. Cinemateca 18, Life Cinemas Alfabeta.