Algunos matan por elección, otros por avaricia, algunos sólo lo intentan por desesperación. Aunque comenzó a escribir a los 56 años, hace tiempo que el nombre de Pierre Lemaitre ha recorrido el mundo, asociado a hipnóticas historias que atraviesan el noir y la novela social a partir de un realismo alucinado, siempre a punto de desbarrancarse, desplegando sus mecanismos internos con un ritmo sorprendente. Sus personajes deben convivir con una soledad ineludible y una desolación que se vuelve cada vez más agobiante (alguno llega a admitir que “la esperanza es una abyección inventada por Lucifer para que los hombres acepten su condición con paciencia”), a la vez que afrontan el vértigo de una sociedad en crisis. Así como Patrick Modiano se ha vuelto el topógrafo de la memoria, Lemaitre apuesta por sostener su universo narrativo en torno a la responsabilidad moral del hombre y a escenas capaces de conmover o perturbar a cualquier lector habituado al género.
La vida de dos soldados que vuelven de la Gran Guerra y ensayan una nueva supervivencia se vuelve una explosión en el infierno (Nos vemos allá arriba, novela que se convirtió en un fenómeno editorial cuando en 2013 ganó el premio Goncourt, vendió más de medio millón de ejemplares y se tradujo a 18 idiomas). Alain Delambre, un cincuentón desocupado que no encuentra ninguna posibilidad de empleo y se siente cada vez más marginado, decide intervenir en la brutal lógica salarial (Recursos inhumanos, 2010). El atormentado Camille Verhoeven, pequeño comandante de la Brigada Criminal (y protagonista de Irene -2006-, Alex -2011- y Camille -2012-), debe convivir con su metro y medio en un mundo cada vez más hostil: “Camille no sabía, en aquella época, a quién odiaba más, a esa madre envenenadora que le había fabricado como una pálida copia de Toulouse-Lautrec, sólo que menos deforme, a ese padre tranquilo e impotente que miraba a su mujer con la fascinación de los débiles, o a su propio reflejo en el espejo: a los 16 años, todo un hombre que se había quedado a medio hacer”.
En medio de una gira latinoamericana impulsada por sus editoriales en español, Alfaguara y Salamandra, Lemaitre llegó a Montevideo y conversó con la diaria sobre las elecciones francesas (“esta es la última posibilidad para la República”), la situación del país, la violencia, su concepción de la novela negra. Quedaron afuera los homenajes a otros escritores -Carson McCullers, William Faulkner, Norman Mailer, Antonio Muñoz Molina- que explicita al final de sus libros, su opinión sobre Michel Houellebecq, sobre quien dijo una vez: “Es un escritor de derecha, reaccionario, y yo soy un escritor de izquierda; no me gustan sus libros, ni lo que dice ni lo que representa”. En definitiva, Lemaitre es mucho más que un escritor que habla de su propia obra: también es un narrador oral que seduce y crea nuevos relatos mientras reflexiona, como un verdadero personaje que no olvida su destino, la literatura.
–¿Cómo lleva la gira?
-Mira, ya llevo 15 días y más de 50 entrevistas. Pero no me voy a quejar de que la gente se interese por mi trabajo. Estar cansado por una gira de promoción es lo único que está prohibido.
–Para usted la literatura en español se ha vuelto una presencia muy fuerte, por medio de autores como Javier Marías, Gabriel García Márquez y Antonio Muñoz Molina. ¿Se ha acercado a algún escritor uruguayo?
-No, sí a latinoamericanos, e incluso recientes. Sigo leyendo a [Mario] Vargas Llosa, a [Paco Ignacio] Taibo y a [Ramón] Díaz Eterovic, que son autores contemporáneos. Sucede que hablo francés, y en mi país hay una costumbre editorial de traducir muchísimo otras lenguas. Incluso es una especialidad casi mundial; creo que somos el país que más traduce. Y, por ahí, tenemos acceso a traducciones de todas las lenguas, una posibilidad de elección enorme, y el lugar de la novela en español es bastante relativo. Leo autores chinos, japoneses, vietnamitas, coreanos. El español es un idioma entre otros.
–Eso no deja de ser paradójico, dado el viejo concepto hegemónico de las letras francesas.
-La literatura francesa fue bastante hegemónica, pero eso es un viejo cuento. En la actualidad tenemos una hermosa literatura, pero encuentro que es bastante normal que, a nivel global, tenga un lugar menos hegemónico que el que tuvo antes. No hay ninguna razón para pensar que deba ser superior a las demás. Y esto no siempre lo supo.
–Llegó por primera vez a Latinoamérica en medio de las elecciones francesas, en las que votó a [Jean- Luc] Mélenchon -y el domingo a Emmanuel Macron-, y hace unos días dijo que Marine Le Pen va a gobernar su país.
-Sí, eso se lo dije a un periodista [de The New York Times]. La idea era que si a Macron no le va bien y no logra pacificar al país, es la última elección antes del Frente Nacional [FN]. Porque muchos franceses tienen ganas de intentarlo. Esta vez no lo hicieron, pero si ves la cifra del FN de hace 15 años y la actual, la progresión es continua, y por segunda vez estuvo en la carrera final. Diría que esta es la última oportunidad para la República. Por eso no voté a Macron en la primera vuelta, porque pienso que no está bien ubicado para hacerlo. Los franceses eligieron a alguien contra Marine Le Pen, y no me voy a quejar, aunque no fue mi candidato.
–¿Cómo se configura la izquierda en ese contexto?
-La pobre izquierda se dividió en dos: hay una izquierda de derecha, muy socioliberal: globalmente, la política del presidente [François] Hollande, que creo que va a ser proseguida por Macron; no es mi izquierda. La otra izquierda es representada por La Francia Insumisa: no es una izquierda comunista sino del compartir, del reparto de las riquezas. La lucha contra las desigualdades entre los más ricos y los más pobres es un volcán mundial. Por el momento, evidentemente los pobres adoran votar por los ricos, pero en un momento van a comprobar que, contrariamente a lo que esperaban, los ricos no enriquecen a los pobres. Los ricos enriquecen a los ricos. Entonces, cuando los pobres se den cuenta, va a ser muy, muy complicado. Es un volcán.
–En su último libro que circula por Montevideo, Recursos inhumanos, lo más brutal del neoliberalismo se lleva todo por delante y sólo encuentra una mínima y aislada resistencia.
-En los regímenes autoritarios es muy fácil que la gente haga lo que el poder ha decidido. Pero en los países democráticos eso se complica. No hay un policía detrás de cada ciudadano, no hay un militar detrás de cada familia. Por lo tanto, es difícil hacer cosas para que la gente actúe como el poder quiere. Así, el problema del poder es lograr que los ciudadanos hagan, espontáneamente, lo que las elites deciden.
–En sus obras que se tradujeron al español, una lectura posible es que el crimen se posiciona del lado de los sectores sociales más educados; los criminales no vienen de los bajos fondos: en Irene el asesino imita crímenes de novelas negras, en Camille se trata de un tipo instruido, en Recursos inhumanos el que quiebra la ley es un ex directivo, y lo mismo ocurre en Nos vemos allá arriba.
-Comprendo tu pregunta, y creo que tiene que ver con la diferencia entre la novela policial y la novela negra: en la policial, la culpa siempre es individual, es “de alguien”. Esa es la base de la novela policial. En la novela negra, en cambio, la culpa es colectiva, social. Y con frecuencia lo que se hace -por razones narrativas- es que alguien, un personaje, encarne y represente al sistema. Pero, en el fondo, sólo está allí porque representa al sistema. Esta es una de las grandes divisiones entre el policial y la novela negra: la culpa individual, de orden psicológico, y la culpa social, de orden sociológico.
–¿Cree que la novela negra se posiciona como la novela social de estos tiempos? Usted, además, le reivindica una función trágica.
-Porque lo trágico no se opone a la novela social. Pienso que la culpa es colectiva y social, pero el drama es individual, la tragedia tiene que ver con un personaje representativo de la humanidad. Mirá a Edipo: él no actúa como personaje sino como un ejemplar de la humanidad entre otros. En ese plazo no hay antonimia.
–Pero, en paralelo, también insiste en que se ha incrementado la violencia simbólica.
-Es cierto, creo que no podemos hablar en “europeo” como hablaríamos en América Latina. Vengo de Buenos Aires, de un país que conoció muchos años de dictadura; antes estuve en Santiago de Chile, que vivió 17, y no estoy seguro de que el discurso que yo mantengo, que creo que es válido en un continente relativamente pacífico desde la Segunda Guerra Mundial, sea transferible a América Latina. Digo que los países occidentales de Europa viven una paz material y física prácticamente total. La criminalidad no ha cesado de bajar desde hace un siglo. O sea que muy muy pocos franceses han visto un muerto en la calle, mientras que muchos chilenos y argentinos sí. Allá la violencia física está alejada de nuestra mirada, pero la simbólica está muy próxima. Eso es lo que ocurre en Recursos inhumanos.
–Hablamos de la culpa social y de la violencia, pero, al mismo tiempo, sus personajes están terriblemente solos y desencantados, aunque vivan en comunidad. ¿Qué es lo que más lo moviliza en ese sentido?
-Cuanto más pesimista sea la situación, más optimista se debe ser en la acción. Tengo la impresión de no tener mucha elección: no es necesario esperar para emprender algo. No es necesario tener éxito para perseverar. Lo que me mueve es una concepción del mundo; sé que es minoritaria, y que tengo pocas chances de ver mis ideas aplicadas, pero lucho con constancia. Y el capitalismo también lucha con constancia. No hay ninguna razón para que sea menos cabeza dura que él.
–En Nos vemos allá arriba decidió cambiar de rumbo: la novela comienza con una escena desgarradora que editó y reescribió más de una veintena de veces.
-Sí, sí, sí. Oh là là, qué infierno... Porque el inicio de una novela, en mi género -que es la novela negra-, trata de comprometer al lector. Realmente el inicio de la novela debe volverse suficientemente potente a nivel emocional para que el lector entre en la historia y después se quede. Pero hacerlo entrar no es nada fácil. Entonces, la idea es meterlo en un agujero, tapar y esperar a que no pueda respirar y llegue a la apnea, para volver a abrir y decirle: ¿Entendiste de qué se trata? ¿Querés seguir? Por lo visto, ese libro no te descorazonó.
–Tampoco la cabeza del caballo muerto.
-Sobre todo la cabeza de caballo...
–Después se mantienen la tensión, las elipsis y un ejercicio narrativo constante.
-Sí, no soy un escritor muy polimorfo, no sé hacer gran cosa, pero lo que sé hacer no lo hago mal. No es una cantidad enorme de recursos, pero se puede ir muy lejos con herramientas muy simples.
–¿Eso se convierte en el mayor reto?
-Exacto: hacer muy bien las cosas simples. Cuando escribís espontáneamente, te das cuenta de que lo que has escrito es complicado. Espontáneamente nadie escribe de forma simple: siempre proponemos muchas ideas en la misma frase; el orden en el que se da la información no es puramente cronológico; mezclamos varios planos en la misma frase y, por lo tanto, no se entiende nada. Y, de hecho, una vez que lo bajaste al papel, lo único que tenés que hacer para ser comprendido es simplificar, clarificar, ir a lo esencial de tu tema. Pienso que eso es muy complejo y muy duro, al menos para mí. Más que escribir tres o cuatro frases para definir una situación, cuando podés encontrar dos palabras exactas es lo mejor.
–En paralelo al trabajo de la simplicidad, en su obra se puede rastrear un debate en torno a la responsabilidad moral del hombre, en medio de una sociedad en crisis.
-Lo que trato de hacer es proponer historias que habiliten que el lector pueda opinar moralmente. Ubicarse moralmente, elegir, es su trabajo, no el mío. Lo que hacen los dos soldados en Nos vemos allá arriba, por ejemplo, es totalmente inmoral: se postulan para construir el monumento a los caídos, ante las pobres familias que están aniquiladas y que sólo aspiran a tener un monumento en la plaza de su pueblo con el nombre de sus hijos. Para eso colaboraron con algunos francos, pero estos personajes agarran el dinero y se las toman. Es bastante inmoral. Pero, al mismo tiempo, hay que entender que cuentan con razones lógicas y morales para hacerlo. De hecho, trato de hacer las cosas como para que al final del libro el lector esté en condiciones de saber lo que tiene que pensar, sin que yo no lo haya influido demasiado en ese sentido. Hay lectores que me dicen: “Ay, sí, qué simpático su personaje”, y es una cochinada. Y otros me dicen: “Yo los entiendo, tienen razón”.
–Porque también terminan respondiendo a un sistema en quiebra.
-Es que el mundo es un quilombo. Entonces los personajes se debaten en el quilombo ambiental. Como todos nosotros.
–¿Intentando sobrevivir?
-Tengo personajes que han caído muy bajo; para ellos sobrevivir es muy difícil, porque vienen de más lejos. Y esa es la necesidad de la novela, porque para ser demostrativo, emocional, el héroe de la novela tiene que llegar a caer muy bajo. Y por ahí tiene mucho más camino que recorrer para volver a subir.
–¿Sigue sin haber estrategias frente a la crueldad?
-¿Yo escribí eso?
–En Irene.
-No está mal, ¿eh? Yo siempre escucho citar a autores como Chateaubriand..., pero esta frase no está mal.
–Y también se ha citado a usted mismo.
-Sí, eso me encanta. Pero no es un juego conmigo mismo, sino con el lector. “No hay estrategia frente a la crueldad”. Esa es una frase desesperada. Pienso que el que lo dice está muy desesperado. Es una frase de tragedia. Pero no pienso en tragedias. Como a todos los novelistas, me gustan las fórmulas. Soy capaz de escribir una fórmula falsa si suena bien; me cuesta resistirme.
–Cambiando de tema, ¿en qué quedó la serie estadounidense sobre Camille?
-A lo mejor, la opinión que tengo sobre el liberalismo de Estados Unidos pesó en mis relaciones con los estadounidenses, que se complicaron singularmente. Creo que percibieron bastante bien que funcionaban en un sistema que no contaba con mi total aprobación. Así que estamos un poco enojados y no sé lo que van a hacer, porque los estadounidenses son personas que están convencidas de que, si a uno le pagaron, les pertenece. Para ellos el dinero y la persona son lo mismo, y esa es una de las glorias del neoliberalismo. Y yo no soy alguien que se venda, sólo me alquilo [dice riendo]. Compraron los derechos, y en el fondo no sé qué es lo que van a hacer, pero la buena noticia es que les gusta el dinero. Y, por lo tanto, están tratando de revenderle los derechos para hacer una serie televisiva a una filial francesa. No soy el primero desubicado por la lógica estadounidense, que es a la lógica lo que la música militar es a la música. Algo muy, muy alejado. Pero ya vamos a ver.
–A veces esa lógica logra muy buenas obras. De hecho, usted ha dicho que aprendió más de series como The Wire que de clásicos como La guerra y la paz, de León Tolstoi.
-Creo que sus estructuras son bastante cinematográficas, y no me da la impresión de que, además del tema del ritmo, las series televisivas respondan a la misma gramática que el cine. Pero, al contrario, cuando uno mira seis u ocho horas de narración de una historia, que debería haberse limitado a dos si se tratara de una película, eso le permite a la serie televisiva una estructura novelesca que es bastante nueva. O sea que es sobre todo una cuestión de volumen, y te beneficias adquiriendo líneas narrativas e intrigas.
–Antes de dedicarse a sus clases de literatura, a la carrera de psicología y a los guiones de televisión, ¿cuál era el lugar de los libros en su casa?
-Mis padres eran grandes lectores. Soy de familia humilde, pero de un período en el que todavía no había televisión; sí estaba el cine, que era el único medio audiovisual que contaba historias. La literatura se volvía la vía de acceso a la cultura, mucho más que la música. No escuchábamos ópera, no íbamos a ver ballet. Yo entré a la Comedia Francesa por primera vez cuando tenía 25 años. O sea que la literatura era el modelo de la cultura, y ese es el medio del que vengo.