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La historia sin líneas

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Susan Buck-Morss es una filósofa e historiadora de las ideas, actualmente profesora de ciencia política en la City University of New York. Ha trabajado sobre la relación entre la modernidad y la revolución haitiana en Hegel y Haití; sobre la obra de Walter Benjamin en Walter Benjamin, escritor revolucionario; y sobre las relaciones entre las vanguardias artísticas y políticas, las utopías y la sociedad de masas en Mundo soñado y catástrofe. La entrevistamos en el marco del coloquio Pasado de Revoluciones, organizado por la Universidad Tres de Febrero en Buenos Aires en abril, en el que, a 100 años de la revolución rusa, se discutió sobre la revolución.

–La primavera árabe terminó, el giro a la izquierda de América Latina fue derrotado, Syriza fue aplastado en Grecia y Donald Trump es presidente de Estados Unidos. ¿Que el centenario de la revolución rusa llegue en este momento es un relampagueo del pasado en un momento de peligro, o una broma de la historia?

–En realidad, soy muy optimista sobre un cambio revolucionario. La respuesta a Trump, por ejemplo, en mi país, fue impresionante. La gente en las calles o la Marcha de las Mujeres el día después de su asunción han sido hechos fenomenales. Hasta The New York Times no ha tenido piedad, no le da ni un centímetro, parece decidido a no normalizar su presidencia. Y en el medio, muchos alcaldes dicen que no van a obedecer sus acciones contra los inmigrantes. Trump ha encontrado una enorme resistencia; y no sólo de la izquierda radical o de los partidarios de Bernie Sanders, ha sido una resistencia muy amplia. Claro que estoy nerviosa, porque las chances de una Tercera Guerra Mundial no se pueden descartar. Lo que me preocupa más de Trump es que es impredecible, da miedo su falta de capacidad para entender la seriedad de la situación. Pero en lo que refiere a la revolución, soy muy, muy optimista. Y vengo acá y un día no puedo llegar porque hay un paro, y al otro día no puedo ir a cenar porque hay un paro y una manifestación por un femicidio.

–¿Te considerás una escritora revolucionaria?

–Sí y no. Tengo una muy querida amiga, Zillah Eisenstein, que es una feminista radical, escritora, activista. También es una feminista antirracista, muy activa, muy comprometida, muy partidizada. Es mi mejor amiga desde hace décadas. Y yo no soy esa persona, aunque la respete enormemente. Trabajo mejor sola, o con grupos muy pequeños de personas. No me gusta estar en multitudes; lo hago, por supuesto, pero no las voy a organizar, ese no es mi fuerte. Así que es difícil decirlo. Escritora revolucionaria, quizá, en ciertas maneras. Pero ¿cuáles? Creo que escribir es una práctica, una práctica revolucionaria, pero puede no parecerlo, porque puede no ser inmediatamente partidaria o inmediatamente implicada. Yo me consideraría una escritora revolucionaria, pero otros quizá no.

–Da la sensación de que está emergiendo en la academia del norte un grupo comunista: Alain Badiou, Slavoj Zizek, Antonio Negri...

–Ese no es el grupo del que soy parte. Es un grupo de hombres que tienen una noción muy clara de qué es la revolución. He trabajado con ellos, con Slavoj, en varias ocasiones, y Michael Hardt es un querido amigo. Esto no es una pelea, no en un nivel personal. Pero en lo que refiere a la visión de la revolución, pienso de manera muy diferente. Creo que ellos están todavía en el modelo marxista y no entienden la importancia de la teoría poscolonial; creo que no entienden la importancia del feminismo y del racismo. Por eso tengo un problema en unirme a ese discurso. Me siento cómoda con Judith Butler, es alguien con quien trabajo; hoy, en realidad, trabajo mayormente con mujeres. No es programático, sólo que empíricamente lo hago notar. Mencioné a Zillah, Wendy Brown; gente así, con la que siento una gran solidaridad. Pero también tengo otros amigos, hombres, con los que me siento así. Sin embargo, no son los grandes nombres de la teoría de izquierda.

–¿Cómo creés que la filosofía política debería pensar a los sujetos que están liderando las luchas sociales del presente, que no son el sujeto comunista o revolucionario de décadas anteriores?

–Allí es donde considero que mi trabajo es muy radical, pero indirecto. Pienso que la concepción de la historia como una marcha hacia adelante ha sido desastrosa para cualquier cambio revolucionario. Eso significa que tenés que desmantelar completamente esa episteme, y eso es un trabajo lento. No se puede apurar a todo el mundo hacia adelante, hacia cierto espacio. Trato de hacer una distinción entre diferentes tipos de vanguardia [avant-garde y vanguard, en inglés]. Creo en el experimentalismo un poco anarquista, en lugar del vanguardismo que dice: somos los teóricos, tenemos las respuestas, y vamos a organizar a la gente. Encuentro que ese modelo es de muy mal gusto. No es que la gente que nombrabas actúe de esa manera, no siempre, pero piensan en ellos mismos como los teóricos que van a conducir a la revolución. Encuentro que eso es un poco arrogante.

–¿Cómo pensarías una historia que no sea progresista o lineal?

–Ningún movimiento está excluido. No podés decir que nada es superfluo. Tenés que ser enormemente plural. No podés tener un pensamiento racional que diga: “Esto es el partido revolucionario y esto no”. Tenés que aprender que podés no saber que esa gente era revolucionaria hasta que aparece y hace algo que importa. Eso significa no seguir el modelo tradicional de la revolución, en ningún sentido. No estoy segura de que la revolución sea una ruptura, en el sentido del “evento” de Badiou; encuentro a esas palabras metafísicas, y que quizá dejan afuera algo que no es ruptura suficiente pero es muy fuerte. Mi comprensión de la revolución es muy pragmática. Es la gente que efectivamente está trabajando, que están viéndose entre ellos en un espacio haciendo las cosas diferentes, siendo solidarios entre ellos, y eso es la revolución. Eso. Es una noción muy práctica. Revolución como lo opuesto a: primero teoría, después práctica.

–Has escrito sobre la política de la estética en la revolución rusa y en la Guerra Fría. ¿Cómo ves hoy el trabajo político de la estética?

–Creo que les han hecho un gran daño a los artistas. Los artistas tienen que ser políticos, y están atrapados en un mundo del arte global que es totalmente controlado por el capitalismo y por nociones de prestigio nacional, y no pueden... Vas a una Bienal y se supone que allí recibes tu educación revolucionaria... ¡Es absurdo! Pero creo que en los años inmediatamente posteriores a la revolución bolchevique los artistas estaban experimentando intensamente: ¿cómo podemos hacer ropa distinta, que trabaje para la gente?; ¿cómo cambiamos los utensilios?; ¿cómo podemos hacer muebles que sean tan móviles como las vidas? Este tipo de proyectos, muy orientados al servicio social. Eso es genial, y muchos de ellos eran muy bellos.

–Como un retorno del valor de uso al arte.

–Y un valor de uso que es bello, ergonómico, cómodo. Esas son palabras estéticas. La estética de la comodidad para el cuerpo, al contrario de la alta moda, que es la cosa más incómoda para poner en tu cuerpo. Creo que esto es extremadamente revolucionario, y que fue interrumpido. Y no fue sólo [Iósif] Stalin, sino que los propios artistas sintieron que tenían que apoyar al partido, a los planes quinquenales, porque había demasiado en juego. Podría haber un retorno a cierto momento del capitalismo... El mercado no es espantoso; la estructura del capitalismo, con un sistema de recompensas basado únicamente en la ganancia, es desagradable, pero los mercados no son en sí cosas malignas, y si no tenemos la garantía del paso del feudalismo a la era burguesa y al socialismo, si eso se fue, era una metafísica que se demostró equivocada, empíricamente incorrecta; tenemos que ir en otra dirección.

–¿Cómo sería esta estética experimental pero no vanguardista?

–La estética bolchevique fue redescubierta en los 60 y 70. Pienso en gente como Barbara Kruger, artistas, feministas, que usaron este tipo de arte hacia la vida. Hacían cosas como colgar un cartel en Times Square con alguna consigna muy provocativa contra la objetivación de la mujer; hubo mucha acción directa de este tipo. Pero la idea de que tenés que dibujar trabajadores, pintar trabajadores o pintar el progreso industrial no tiene ningún sentido. Por supuesto que no todo el movimiento conceptualista de los 60 salió del museo, pero algunos sí lo hicieron, y creo que crearon conciencia. Creo que ahora tiene más que ver con las percepciones creadas en las ocupaciones del espacio público. Se podrá decir que allí no pasó nada, y quizá es cierto... Yo mantengo una colección enorme de imágenes de ocupaciones del espacio público, de todo el mundo. Son miles y miles, en cada país africano, en cada país musulmán, en cada país asiático. Existen una conciencia y una necesidad. Las luchas ecológicas también han sido muy importantes; no se pueden fijar fronteras nacionales entre la naturaleza.

–¿Qué es para vos lo contemporáneo?

–Creo que en la historia del arte el término ha tomado un significado problemático. Para mí es una forma de relacionar el momento presente con el pasado, de pensar la historia no como una continuidad, no como un desarrollo, sino más como Benjamin, como una imagen dialéctica, un aspecto del pasado que está presente de cierta manera y que no te permite seguir pensando de la misma manera. En un texto que estoy escribiendo manejo la idea de que en lugar de entender que hay una historia argentina, una historia estadounidense o que los musulmanes tienen una historia islámica, hay que entender que en realidad tenemos muchísimo en común, porque cada uno de nosotros está vivo ahora. Eso es para mí lo contemporáneo. Nos debemos más los unos a los otros de lo que cualquiera le debe a cualquiera que esté bajo tierra; lo lamento. Sé que honramos el pasado, pero lo que digo es que los que hoy estamos vivos tenemos una oportunidad de hacer algo juntos. Ese es el momento real del presente, y aunque en eso hay ciertos aspectos de [Martin] Heidegger, que habla de la inmediatez de la existencia, él tiene esta loca idea de que lo importante es que somos para la muerte. Que todos estemos vivos ahora mismo me parece algo absolutamente maravilloso, extraordinario; un milagro. Estamos vivos ahora mismo, estamos compartiendo este momento. Pensar eso es revolucionario.

–Nos das una imagen de la revolución como algo que está pasando en las calles, como relaciones, afectos. ¿Cómo pensás la insurrección, la rebelión, estas formas más visibles de interrupción?

–Creo que hemos hecho de la violencia un fetiche: la única gente realmente revolucionaria es la que toma las armas y dispara. Y hay un buen argumento para eso: nuestra estructura presente mata todos los días, por lo que el pacifismo es una ideología violenta, porque permite que eso continúe. Pero alguien como Martin Luther King no es sólo discurso, es una acción muy fuerte; no es fácil salir al espacio público. No fue fácil tomar la plaza Tahrir, no fue fácil en Estambul, en Gezy, no es fácil hacer eso. Creo que es una acción muy potente, pero no violenta. Realmente no creo que debamos disparar y matar.

–¿Cómo te parece que deberíamos relacionarnos con la tradición comunista del siglo XX?

–Ese es otro problema que tengo con la historia, estas herencias de padre a hijo. Para ser revolucionarios leemos a Marx, a Lenin, a Trotsky, estás autorizado a leer a Rosa Luxemburgo, y terminás leyendo toda la tradición, en lugar de ver lo que la gente está haciendo ahora mismo. Eso me parece un problema real. En eso no tengo mucho en común con gente como Slavoj. Hay gente como Jodi Dean, que cree en el partido; en ese tema ella y yo no estamos de acuerdo. Si no es para todos, no quiero jugar. No quiero jugar si la vanguardia revolucionaria minoritaria decide y los demás tenemos que alinearnos. Me encanta la frase “somos el 99%”; es una cosa bella, obviamente no es el 100, pero podríamos ser 99. Y la idea de matar a los capitalistas es ignorante: el capitalismo sobreviviría perfectamente. Habría otros capitalistas.

–¿Cómo ves la evolución del feminismo desde Estados Unidos?

–Durante mucho tiempo fue una cosa occidental. Yo tengo colegas musulmanas que son feministas radicales. La organizadora de la Marcha de las Mujeres en Estados Unidos, Linda Sarsour, usa un velo, y es una mujer feminista maravillosa. No existe una tensión entre las mujeres que salen a apoyarse. Quizá eso no es justo. Algunas mujeres dicen: “Estamos contra el aborto, ¿por qué no nos dejan entrar?”, y hubo algunas tensiones con Black Lives Matter, pero en general no hubo y no tiene por qué haberlas. Las mujeres somos más de 50%, por lo tanto hay un potencial de participación de 50%, después depende de la gente si quiere participar o no, pero el porcentaje está ahí. Los derechos de las minorías son buenos, pero los números y las mayorías importan. Hay algo muy liberador, muy radical, en que sean las mujeres efectivamente haciendo ese trabajo de organización, y ciertamente la violencia tiene una centralidad en la falta de libertad de las mujeres: tener que enfrentar el acoso sexual, la violencia sexual de tantas maneras. Trump es un ejemplo. El tema de la violencia está en el centro: los revolucionarios violentos son machos, incluso si son mujeres. Eso es estupidez de macho, ¿no?

–¿Como pensás la utopía?

–Hace mucho tiempo que no pienso en eso. Me gustan estas frases que son totalmente utópicas, como “ninguna persona es ilegal”. Es una frase maravillosa, claro que no es posible que todo el mundo vaya a todos lados: colapsarían todos los sistemas de salud, por lo que es una demanda totalmente utópica, pero es absolutamente verdadera. Entonces estas verdades solamente pueden expresarse de forma utópica. Esa es una linda combinación. La forma utópica no lo es porque sea falsa, sino porque el mundo está construido de tal manera que la hace imposible.

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