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Prank.

Revelaciones y mentiras

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El Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente (Bafici) es el acontecimiento cultural anual más masivo de la capital argentina, punta de lanza de la política cultural de su municipio. Las veintipocas películas que vi, a un promedio de más de cuatro por día, no son sino una partícula de la inmensidad de la programación, que contó con unos 450 títulos de 56 países de todos los continentes, que a su vez son apenas una fracción de la abundancia de actividades, que incluyó conferencias, workshops, publicaciones y un laboratorio de proyectos en desarrollo. De lo único que se puede dar cuenta en términos globales es -más allá de tal o cual película- del clima de excitación general, con salas llenas y gente ansiosa que aprovecha encuentros casuales en las colas (con conocidos o desconocidos) para intercambiar pareceres, que no dejes de ver tal maravilla o no vayas a perder tu tiempo con ese bagayo que no se entiende qué hace en un festival como este. Con respecto a las películas en sí, no puedo más que compartir mi recorrido personal, que me deparó algunas maravillas, varios títulos muy buenos y, por suerte, no más que un par de garrones.

Algunas de las luminarias del Festival de Cinemateca fueron premiadas en el Bafici: la chilena El pacto de Adriana, de Lissette Orozco, ganó una mención en la Competencia de Derechos Humanos; la ecuatoriana Un secreto en la caja recibió el premio Fipresci (de la crítica internacional), y su autor, Javier Izquierdo, fue considerado el mejor director de la competencia latinoamericana. La estadounidense La bruja del amor, de Anna Biller, fue presentada como “estreno latinoamericano”, pero había sido exhibida por Cinemateca el año pasado.

Dos de las más premiadas fueron españolas: Estiu 1993 ganó el premio Signis (de la Asociación Católica) y el del público en la competencia internacional, en la que su autora, Carla Simón, recibió además el oficial a la mejor dirección; Niñato, de Adrián Orr, fue considerada la mejor película en la misma competencia. No vi ninguna de las dos.

Cinefilia y reflexividad

Dado el ambiente de cinefilia reinante, no sorprendió que entre los films ganadores hubiera algunos en los que el cine es un asunto central. El premio del público en la competencia argentina lo recibió Las cinéphilas, un documental de María Álvarez que acompaña a mujeres jubiladas de Buenos Aires, Montevideo y Madrid que van al cine prácticamente todas las tardes. Lo hacen porque así “viven mundos” enteros, se enamoran de los personajes/actores, se entretienen, palian su soledad, e incluso disfrutan de la calefacción en invierno y del aire acondicionado en verano. Muchos de los espectadores del Bafici se habrán sentido identificados con la forma en que una señora porteña planifica cuidadosamente su cronograma para asistir a varias películas por día en el Festival de Mar del Plata. Hay otra señora, Lucía, asidua al Cine Universitario en Montevideo, que se roba la película con sus observaciones acerca de la vida y, sobre todo, con sus descripciones vívidas de algunas escenas de películas de Federico Fellini, Ingmar Bergman, Akira Kurosawa y Andréi Konchalovski que tiene impresas en su memoria. En buena medida, ve el mundo a través del cine, y dice que la realización de este documental en cierta forma la preparó para morir: ahora una parte de ella está registrada para proyectarse en una pantalla. Efectivamente, algunos miles de personas tuvimos y tendremos la suerte de conocerla por ese medio, así como a las demás entrañables veteranas cinéfilas que Álvarez logró encontrar y retratar con tanta calidez, admiración e intimidad. Sólo parece un poco contradictoria la música de tono vetusto y melancólico que recubre las imágenes con cierto sabor a naftalina, desviando hacia la decadencia crepuscular un film que evidentemente busca rendir tributo a una forma de expresión que anima la vida.

El jurado de la competencia argentina consagró a La vendedora de fósforos, y es la tercera vez que una película de Alejo Moguillansky gana ese premio. Es una mezcla de ficción y documental, realizada durante los ensayos para el estreno argentino en 2015 de una ópera del mismo nombre (1996) del gran compositor alemán Helmut Lachenmann. En la ficción, un director escénico porteño es el régisseur de la obra, que discute con su esposa. Mientras tanto, la pareja se las tiene que arreglar con problemas prosaicos (dónde dejar a su hija chica mientras trabajan, cómo volver a casa durante un paro de transporte, cómo bancarse mientras aguardan el siempre demorado pago del Estado por los trabajos artísticos). La banda musical involucra todo a un linaje de compositores germanos (Bach, Mozart, Beethoven, Schubert) que culmina con la extrañísima “música concreta instrumental” de Lachenmann. Pero también suena, con mucho destaque, el compositor preferido de este, Ennio Morricone. La superposición de elementos (documental y ficción, Argentina y cultura europea, el teatro Colón y el cuento de Andersen, una película de Robert Bresson y spaghetti western, reflexivos artistas superentrenados e inocencia infantil, prosperidad y miseria) propicia todo tipo de choques poéticos que, a su vez, disparan reflexiones sobre la vanguardia, la política, lo real y la representación, lo serio y lo lúdico. Hay humor, inteligencia, ternura y una mezcla muy saludable de irreverencia y tributo a las expresiones artísticas aludidas.

Le concours (Francia), de Claire Simon, es un documental observacional que acompaña el concurso de 2014 para ingresar en La Fémis, la más prestigiosa escuela de cine de Europa. Cada año hay miles de candidatos para los 40 puestos disponibles. En las entrevistas individuales con algunos de ellos, llama la atención la importancia de la práctica cinematequera que transmite la venerable herencia del cine nacional: quienes inspiraron a los futuros cineastas fueron Jacques Demy, François Truffaut, Jean Cocteau, Jean Grémillon, Jacques Prévert. En las discusiones entre los evaluadores tenemos material para reflexionar sobre lo arbitrario de ese tipo de procesos, los prejuicios que imponen filtros a pesar de la ejemplar seriedad de la elección, y ante todo sobre la naturaleza del cine: ¿qué señales pueden indicar, entre esos pretendientes a estudiantes, a alguien que aportará a las distintas ramas del quehacer cinematográfico? Si se detecta en un candidato, por ejemplo, una evidente habilidad para venderse a sí mismo, ¿eso lo desmerece con respecto a otros de mayor talento pero más recatados o, al revés, se trata de un rasgo que lo ayudará a proyectarse en la selva competitiva, para llevar adelante una carrera consecuente? Si uno evidentemente talentoso parece medio chiflado y se anuncia como un probable alumno-problema, ¿eso es motivo para dejarlo afuera o, justamente, para incluirlo?

El prolífico surcoreano Hong Sang-soo es uno de los cineastas del momento. On the Beach at Night Alone (Bamui haebyeoneseo honja) se proyectó con la enorme sala del cine Gaumont totalmente llena, y en la platea se distinguía a una cantidad de directores de cine, intelectuales y críticos prestigiosos. Como siempre, los personajes son profesionales de cine winner-losers, es decir, gente reconocida y, sin embargo, aplastada por crisis e insatisfacciones personales (en este caso, una actriz y un director). Vemos planos extensos en los que charlan de trivialidades, se emborrachan, comparten la tibia emoción de estar juntos -que nunca llega a encubrir una sensación de soledad compartida- y, pese a su vigorosa juventud, se muestran tristemente conscientes de la transitoriedad y el envejecimiento. Hay una delicadeza inefable en las obras de este director, aunque aquí empieza a dejar cierto gusto a fórmula.

Out There (Japón/Taiwán), de Takehiro Ito, también aborda a un actor y un director en crisis, con resultados más profundos y peculiares, y más énfasis en lo metacinematográfico. Transcurre en entrevistas, tests y ensayos de un naturalismo que podría ser documental, alternados con largas escenas de contemplación cotidiana y algo de fantasía (de vez en cuando vemos a una fantasma). Distintas texturas visuales (un blanco y negro especialmente rico en matices de gris, video casero en color) se combinan en forma arbitraria con distintas texturas sonoras (sonido directo comprimido, sonido editado y con un énfasis sensual en los ruidos, dominio casi absoluto de la voz o de la bonita música incidental). Ese énfasis en lo estilístico termina confiriendo una poesía inusitada a determinados planos, relatos y momentos. El espectador compenetrado agudiza su capacidad de ver, de oír y de relacionar los elementos. El actor sorprende a la actriz en una estación de tren y le saca una foto; ella desde lejos lo ve -como si ser fotografiada la hiciera percibirlo-; y cuando se revela la foto, se ve el lugar pero ella está ausente (¿imaginación? ¿espejismo?), pero luego el personaje vuelve a ver la foto y ella sí está en la imagen (¿una forma no realista de mostrarnos que el recuerdo del lugar y del momento la trajo a colación, o que algo cambió y propicia una nueva forma de mirar?). Son especialmente poéticas las imágenes de una especie de club abandonado, que incluye las ruinas de una sala de cine con la pantalla agujereada y pedazos de película deteriorada entreverados con la maleza.

No intenso agora (Brasil), de João Moreira Salles, es, en un nivel, un documental más sobre el mayo de 1968 en Francia, que vuelve a encarar la intensidad de informaciones, sorpresas e indagaciones propiciadas por ese momento tan especial. Hay dos dimensiones que lo vuelven peculiar. Una es la búsqueda personal: el director vivía entonces en Francia con su familia, recupera elementos de su infancia y los combina con otros datos, también familiares y políticos (el turismo de su madre por China en 1966). La otra dimensión es cinematográfica: las imágenes son analizadas desde un punto de partida formal, para derivar sentidos connotativos que casi nunca son intencionales. El mismo ojo aguzado que se abre a las maneras en que el cine revela el mundo advierte también las maneras en que el cine miente, y esas mentiras a su vez son reveladoras. 1968 fue un episodio político armado a partir de la renovada conciencia del poder del audiovisual, y se jugó en buena medida en la representación: televisión, cine, coreografía callejera, poéticos eslóganes grafiteados. Utopía, desencanto, esperanza, transitoriedad, permanencia, la abundancia y la ausencia de sentido, tributo a los grandes documentalistas y a los anónimos personajes que empuñaron sus cámaras de aficionados para registrar aspectos de la vida que hoy son historia.

Más cine en el cine

Toda película dice algo sobre el cine, y en un festival eso es más evidente. La surcoreana Asura: the City of Madness, de Kim Sung-su, se ubica en un ámbito de corrupción policial, política y judicial, de mafias y drogadictos miserables que son informantes. El detective Han (interpretado por el carismático Jung Woo-sung) está lejísimos de la corrección, pero a su manera busca, aunque sea, la vía menos desastrosa. Esa radiografía de la podredumbre social hace pensar en The Wire, y el tributo se explicita con la canción “Way Down in the Hole”, de Tom Waits. Sólo que aquí, a diferencia de lo que ocurría en aquella serie estadounidense, somos llevados a un final catastrófico y la película termina por falta de personajes. Se notan también probables deudas con Sidney Lumet y Taxi Driver, de Martin Scorsese.

The Mole Song - Hong Kong Capriccio (Mogura no uta: Hong Kong kyoso-kyoko) es la continuación de una comedia de 2013 del mismo realizador, el prolífico y ecléctico japonés Takashi Miike, sobre un policía infiltrado en una banda de yakuza. Es un entrevero vertiginoso que incluye elementos del humor más primario imaginable (las morisquetas a lo Jerry Lewis del actor Toma Ikuta, una verdadera obsesión con las amenazas y agresiones a los testículos de distintos personajes, o con las erecciones incontenibles del protagonista frente a la abundancia de mujeres súper sexies), hipérboles caricaturescas, absurdo (una sopapa enchastrada de caca usada como instrumento de tortura) y una mezcla irreverente de técnicas (efectos digitales, collages) y estilos. Cuando uno piensa que los desbordes llegaron a su ápice, entra en acción un tigre cabalgado por una preciosa china fatal y se amplía la masacre.

La canadiense Prank, de Vincent Biron, está producida por una firma llamada Romance Polanski. Un adolescente solitario finalmente encuentra su barra en un grupo de guachos un poco mayores que él, que en cierto sentido lo adoptan como compañero para las bromas más o menos elaboradas a las que dedican su vida, que registran con el celular y suben a internet. Se lidia aquí con los costados graciosos y amargos del crecimiento, el enamoramiento adolescente, la búsqueda de identidad, la timidez y las presiones grupales. Uno se ríe y casi que llora al mismo tiempo. De vez en cuando Jean-Sé le cuenta a Stefie sobre una de las películas que este no tuvo oportunidad de ver, y esas narraciones están siempre ilustradas con montajes de ilustraciones pintadas. La creatividad visual es excepcional y colabora mucho con el humor a veces medio quirky de la película.

Beduíno (Brasil), del veterano vanguardista Júlio Bressane, gira alrededor de un hombre y una mujer. No son propiamente personajes: son más bien vehículos para distintas representaciones, en las que encarnan personajes en escenografías armadas casi todas en el interior de un mismo apartamento: una pareja burguesa e intelectual, un beduino y su amada, una prostituta y un potencial cliente, dos soldados que se disparan, un asesino serial y su víctima. A veces esos personajes derivan de películas del propio Bressane a comienzos de los años 70, que vemos alternadas con las imágenes nuevas. Los diálogos son dichos con teatralidad exagerada, “literaria”. Un tren de juguete cruza un paisaje abstracto, espléndidamente iluminado, donde el cuerpo de la mujer desnuda es una montaña. La amplitud de referentes culturales se amplía con mayas precolombinos y samba humorístico de los años 30, y el todo funciona como una especie de tratado sobre el deseo, el erotismo, la cultura y la representación, tan caótico y arbitrario como su amalgama temática. De vez en cuando la cámara -mirona, ávida, juguetona- capta el propio equipo de filmación en el set, visto a través de un recorte con forma de ojo de cerradura.

Dhogs (España), de Andrés Goteira, funciona en dos dimensiones. Por un lado, tenemos la historia de una mujer secuestrada y violada, y las distintas etapas de su desgracia son mostradas en forma cruda y contundente. En distintas etapas, el relato se transfiere a otra dimensión, en la que espectadores inertes, neutrales, ven lo que pasa como si ocurriera en una sala de teatro o en un cine, y aquí a veces el protagonismo es asumido por el más secundario de los personajes. Más adelante, los mismos acontecimientos ganan una dimensión más, la de un juego de video. La película es incómoda, en tanto se planta con una discutible indiferencia ante los hechos terribles que muestra, o quizá esa aparente indiferencia está allí para interpelar a los espectadores que, naturalmente, nos encontramos en el lugar de esos otros espectadores hipnotizados mostrados en la pantalla.

The Assignment (Estados Unidos/Francia/Canadá), de Walter Hill, es una producción clase B o C, basada en un guion truculento y que pretende impactar con frases breves como “Una 45 nunca miente”, dichas con una caricatura de voz ronca de film noir. Pero la película tiene una característica realmente fuera de lo común en su carga de ambigüedad sexual: el súper asesino Frank Kitchen es capturado por la súper cirujana Jane que, para vengarse de que él mató a su amante, le hace una cirugía de cambio de sexo. De modo que Frank, interpretado por Michelle Rodriguez, se vuelve un varón en un sensacional cuerpo femenino, mientras que la cirujana (Sigourney Weaver), pese a que se supone que es heterosexual, actúa y se viste como varón. Lo grueso de la historia estará en el sangriento recorrido de Frank para vengarse a su vez de Jane. Entre escena y escena, hay fotogramas que se trasmutan en dibujos, entablando una conexión con la historieta oscura, a lo Sin City, que esta historia podría ser.

Animación

My Entire High School Sinking into the Sea (Estados Unidos), de Dash Shaw, es una película de animación independiente no sólo en los medios de producción, sino también en los criterios estéticos, que no tienen nada que ver con la animación mainstream: contornos espesos que parecen hechos con drypen, fondos pintados con crayola o acuarela, collages, efectos con líquidos derramados, ninguna pretensión de ilusión de profundidad. La historia es lo del título: el liceo se está hundiendo en el mar como si fuera un barco. Ante el desastre, un trío de nerds que puntúan muy bajo en popularidad liceal tiene cierta ventaja por su inteligencia. No es una película exclusivamente adulta, pero definitivamente no es para niños chicos: la mayor parte de los estudiantes muere violentamente. Pero aun esa masacre está llevada en forma lúdica, en medio de una fiesta de colores y del ritmo imparable de sucesos sorpresivos en esta cruza de cine catástrofe con high school movie. El director tiene el prestigio suficiente como para haber podido contar con las voces de Susan Sarandon, Jason Schwartzman y Lena Dunham, y se entiende.

The Red Turtle (Francia/Bélgica/Japón), de Michaël Dudok de Wit, está coproducida por los estudios Ghibli. Es la clásica animación dibujada en celuloide, como en los animés. El visual es menos neto y detallado que en las películas de Hayao Miyazaki, pero increíblemente expresivo de ciertos detalles, y de una belleza alucinante. El relato también es peculiar, entre otras cosas porque se trata de un largometraje en el que no se dice una sola palabra. Un náufrago llega a una isla desierta donde, en vez de colonizar el lugar a la manera de Robinson Crusoe, vivirá como un animal. En forma mágica, inexplicable, una tortuga gigante se transformará en mujer y será su compañera de por vida, incluso tendrán un hijo. Hay un par de episodios de peligro y acción, que tienen que ver con la caída de un peñasco y un tsunami, pero esencialmente el ritmo es contemplativo, cotidiano, y el final es triste, triste, triste.

Transparencia

En mi recorrido particular, fueron pocas las películas que no hacían pensar en películas y parecían conectar en forma inmediata con el universo de sus personajes y su entorno. Sambá (República Dominicana), de Laura Amelia Guzmán e Israel Cárdenas, transcurre en el ambiente sórdido del boxeo no estelar de un país tercermundista. Un ex preso deportado de Miami, que aprendió a pelear en la cárcel estadounidense, es adoptado por un ex boxeador italiano cuya carrera se estropeó cuando un piñazo le destruyó un ojo. Coimas, matones que acosan por la devolución de plata prestada, un hijo delincuente y la esperanza de salir adelante son algunos de los ingredientes en juego. El montaje es sumamente ágil, las actuaciones son muy buenas (en especial la de Ettore D’Alessandro) y la insólita banda musical entrevera rap, merengue y Wagner.

Fala comigo (Brasil), la ópera prima de Felipe Sholl, es una historia de crecimiento, hecha con dos pesos, un par de apartamentos y cinco actores. Un adolescente de 17 años, que cultiva una bizarra forma de sexo telefónico, termina entablando una relación amorosa bastante en serio con una mujer de 43 años, que es una de las pacientes de la madre psicoanalista del muchacho. Hay mucha fineza psicológica en los personajes, una corajuda intimidad en la abundancia de emotivos primeros planos, y una forma particularmente alegre, tierna y liberal de manejar un vínculo no convencional. La actitud frente al psicoanálisis es ambigua: por un lado, la película rinde tributo a la teoría, a los símbolos y a esa vía de compenetración con el comportamiento humano. Por otro lado, se expone, en el personaje de la psicoanalista, lo insuficiente que puede ser el más refinado de los conocimientos cuando uno se enfrenta en la propia vida con los prejuicios y los celos del vínculo edípico.

El francés Stéphane Brizé fue uno de los cineastas homenajeados en la sección Trayectorias. Es quizá el más notable representante de la tendencia realista del cine actual de su país (llamando realismo a algo emparentado con los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne). En su nueva realización, Une vie, se aleja de su ámbito habitual de personajes proletarios actuales para adaptar una novela de Guy de Maupassant, sobre una familia de la baja aristocracia en decadencia en la primera mitad del siglo XIX. Es curioso ver la cámara en mano y los jump cuts, asociados con el realismo y el modernismo cinematográficos, aplicados a vestidos largos, carruajes y castillos, paisajes que hacen pensar en cuadros de Caspar David Friedrich e interiores a la luz de velas. No creo que nadie haya pintado como aquí ciertos detalles de la vida en los castillos de la Europa de siglos pasados: el frío, la humedad, la oscuridad y la soledad. La película es muy triste, y con ello colabora la conmovedora actuación de Judith Chemla. Pero la carga de sentimiento personal está templada por el tratamiento seco y percusivo del montaje, con enigmáticos fuera de campo, intrigantes elipsis narrativas, transiciones abruptas de la quietud a la violencia y, sobre todo, un juego con flashbacks que no siempre sabemos de cuándo son, y que funcionan como lapsos de memoria.

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