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Sueños de un grande

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Durante muchos años se lo ubicó dentro de esa extraña categoría de “secreto mejor guardado”, y algo de eso aún se mantenía el miércoles, cuando Denis Johnson falleció a los 67 años. Pero la noticia recién comenzó a circular dos días después: hasta los últimos tiempos se había mantenido alejado de los medios y vivía recluido en su casa del pueblo Gualala, en California. Y si bien nació por casualidad en Múnich, donde su padre trabajaba como funcionario de la cancillería estadounidense, creció en Tokio, Manila y Washington.

El año pasado, el argentino Rodrigo Fresán lo recordaba como alguien con una gran potencia narrativa y un “idioma propio y sublime”, y señalaba que Johnson era “uno de esos pocos autores en actividad y en inglés cuyo sello se identifica de inmediato”, alguien para quien cada palabra contaba, cada adjetivo sumaba, y las historias se construían como si empezaran y terminaran en todas y cada una de sus líneas. O sea, “un estilista”. Tuvo como maestro nada menos que a Raymond Carver, que fue su profesor en el taller literario de la universidad de Iowa y que lo elogió más de una vez.

Desde hace décadas se lo consideraba un escritor estadounidense de culto e incluso vanguardista, con libros que rompieron los parámetros del canon, como fue el caso de su novela Árbol de humo (2007, ganadora del National Book Award), magistral libro de 600 páginas sobre la guerra de Vietnam, en el que trabajó a lo largo de 30 años y que se convirtió en una rareza dentro de su propia obra. Johnson construyó una novela realista y climática, protagonizada por tipos perdidos y terriblemente tristes, a partir de descripciones mínimas y de un lenguaje parco y poético, con escenas memorables, epifanías y conversaciones a lo Ernest Hemingway que nos conducen por el terror de los bosques y de los campos de guerra: “Caminó con cautela, pensando en serpientes y tratando de no hacer ruido, porque si había jabalíes quería oírlos antes de que ellos fueran hacia él. Era consciente de estar magníficamente tenso. Por todos lados lo rodeaban los diez mil sonidos de la selva, así como los chillidos de las gaviotas y de la espuma lejana, y si se quedaba quieto del todo y escuchaba un momento, también podía oír la risita sofocada del pulso en el calor de su carne y el crujido del sudor en sus oídos”.

Después de una importante obra poética editada entre fines de los años 60 y los 80 –colecciones que llegaron a cotizarse en 2.000 dólares en las librerías de usados–, en 1983 Johnson debutó en narrativa con Ángeles derrotados (traducida al español por Anagrama tres años después), en el que contó la historia de un ex preso que conocía a una madre soltera y alcohólica; un libro que celebraron personalidades como John Le Carré, Richard Ford y Philip Roth, que lo consideró “una pequeña obra maestra”.

Pero el trabajo que lo convirtió en una celebridad fue Hijo de Jesús (1992), una colección de 11 relatos vinculados entre sí que la crítica ubicó entre los diez mejores libros del año en que fue editada, se transformó en una de las publicaciones clave de la literatura estadounidense de fines del siglo XX y fue adaptada al cine por Alison Maclean en 1999. Con un lirismo posbeatnik próximo al mítico Almuerzo desnudo (1959), de William S Burroughs, el libro recorre los márgenes de la adicción y la violencia; de hecho, el título fue tomado de una frase de la canción “Heroin”, de Lou Reed (“And I feel just like Jesus' son”). Al autor siempre se lo vinculó con el mundo de los excesos -sobre todo en aquellos años-, y eso mismo recordaba el escritor catalán Carlos Zanón al reseñar ese libro: “Johnson se metió todo lo que fuera inyectable, esnifable y bebible. Todo eso fue destilado literariamente en los relatos del más que recomendable Hijo de Jesús. El libro fue vendido a su editor por la misma cantidad que nuestro hombre debía en impuestos. De hecho, podríamos hablar de Johnson como de [Charles] Bukowski, [Hunter S] Thompson o Johnny Cash”. Sólo que después se convirtió en un ex yonqui, alejado de la farándula y los medios.

También publicó siete obras de teatro, una decena de novelas (entre ellas una negra y truculenta sobre un jugador compulsivo que debe dinero a las personas equivocadas –Que nadie se mueva, de 2012-) y crónicas como corresponsal de guerra en Afganistán y el Golfo, recopiladas en Seek (2001). Uno de sus últimos trabajos traducidos al español fue Sueños de trenes, publicado originalmente en la revista The Paris Review, en 2002, que recién nueve años después se convirtió en un libro y fue finalista del premio Pulitzer junto con El rey pálido, de David Foster Wallace, y Tierra de caimanes, de Karen Russell (pero, increíblemente, ese año el premio se declaró desierto). Esta grandiosa novela de 144 páginas sigue la vida del leñador Robert Grainier, sus eternas jornadas en grandes bosques y aserraderos, sus changas construyendo vías de trenes o levantando puentes, y lo que rodea a un terrible suceso familiar que lo quiebra para siempre. Mediante una narración despojada se registran paisajes, el miedo por la aparición de una niña lobo, e incluso la sorpresa del protagonista cuando se cruzó con Elvis Presley en un vagón de tren. Así es como se va trazando una novela perfecta sobre un hombre solo de quien se dice que tuvo una “única amante –su mujer, Gladys–, fue propietario de media hectárea de tierra, dos yeguas y un carromato. Jamás se emborrachó. Jamás adquirió un arma de fuego ni habló por teléfono. Viajó habitualmente en tren, muchas veces en automóvil y una vez en avioneta. Durante la última década de su vida vio la televisión siempre que iba por el pueblo. Jamás averiguó quiénes eran sus padres y no dejó ningún heredero”. Sueño de trenes comienza ubicando la historia en “el verano de 1917”, cuando Grainier “participó en el intento de matar a un jornalero chino al que habían pillado robando, o al menos lo acusaban de haber robado, en los almacenes de la compañía ferroviaria Spokane International, en el corredor septentrional de Idaho”. Y termina como sólo puede concluir su vida: “Y de pronto todo se volvió negro. Y aquella época desapareció para siempre”.

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