Para muchos, Ray Loriga fue la joyita de los años 90, parte de una movida desencantada con el avance del neoliberalismo. Un escritor que apostó por una impronta revulsiva y rockera, y que, pese a haber estudiado en un colegio inglés, se apropió de autores estadounidenses como Jack Kerouac y William S Burroughs, y con sólo 25 años publicó su debut, Lo peor de todo (1992), con el que invirtió modelos narrativos clásicos. Su segunda novela, Héroes (1993), en la que homenajeó al álbum homónimo de David Bowie e incluyó referencias a Bob Dylan, Iggy Pop y Lou Reed, vendió más de 20.000 ejemplares en tres meses. Su recorrido es largo e intenso: guionó El séptimo día, de Carlos Saura (2004), y coguionó Carne trémula (1997) con Pedro Almodóvar; trabajó con el magnífico fotógrafo de la movida madrileña Alberto García Alix, se dedicó al periodismo y entrevistó a consagrados escritores, entre otros a Ray Bradbury. Este año se quedó con el premio Alfaguara de novela por una obra en la que traza un hipnótico y ocurrente recorrido. Rendición plantea qué sucede cuando nos despojan de todo lo aprendido y nos obligan a ser felices, atontados y subyugados. En una ciudad transparente, en la que no existe ningún descontento, el protagonista, como si se hubiera apropiado de los versos de Alejandra Pizarnik (“Me dicen / tienes la vida por delante / pero yo miro / y no veo nada”), se convierte en un estorbo para el progreso.
“Nuestro optimismo no está justificado, no hay señales que nos animen a pensar que algo puede mejorar. Crece solo, nuestro optimismo, como la mala hierba, después de un beso, de una charla, de un buen vino, aunque de eso ya casi no nos queda”. Con esta fuerza y desgarro comienza Rendición, la novela que, según definió un jurado presidido por la mexicana Elena Poniatowska, se convierte en una historia sobre “la autoridad y la manipulación colectiva, una parábola de nuestras sociedades expuestas a la mirada y al juicio de todos”.
–Seguramente, cuando la Brujita Juan Sebastián Verón dejaba las canchas, no sospechaba que un escritor español elegiría su nombre como seudónimo. ¿Seguís siendo algo así como un psicópata del fútbol?
–No creo. Puse Juan Sebastián Verón porque, como me encanta el fútbol, en casi todos mis libros siempre he tenido el fetiche de poner algo de ese deporte, pero en este no entraba de ningún modo. Entonces decidí utilizar el seudónimo, ya que es obligatorio mandar el original con uno. Él era un jugador que me gustaba mucho, y luego también está su peripecia, ahora que pasó de jugador a presidente [del club Estudiantes de La Plata]. Es un veterano de mil batallas que me trajo suerte; un jugador muy bueno y muy particular, que tiene un juego que no se parece a casi ninguno. Bueno, aquí en Uruguay también hay jugadores magníficos.
–Pero vos sos hincha de Real Madrid.
–Sí, pero sé muy bien quién es Luis Suárez, y a veces lo sé dolorosamente, porque me toca sufrirlo. Claro que admiro a otros jugadores, es sólo que cuando jugamos quiero que les ganemos.
–Hay una anécdota muy conocida de cuando Gabriel García Márquez llegó a México en 1961, y lo esperaba su amigo Álvaro Mutis. Cuando él le preguntó qué obras mexicanas tenía que leer, Mutis le llevó Pedro Páramo y El llano en llamas y le dijo: “Leáse esta vaina para que aprenda cómo se escribe”. En tu recorrido, en el que se han cruzado los beatniks y escritores tan distintos como JG Ballard, Camilo José Cela y tantos más, ¿qué lugar ocupó Rulfo?
–Un poco el que decía Álvaro Mutis: es uno de los escritores que tienen un talento único. Hay una mezcla en mis lecturas, porque me crié en un colegio inglés, he vivido en Estados Unidos, y a la literatura la puedo leer en inglés y en castellano. Pero a la hora de escribir, mis referentes más claros siempre son escritores en mi lengua. Este es mi idioma y esa es la escritura que me ha formado. Digamos que uno recibe influjos de muchos escritores, japoneses –Kobo Abe, [Yukio] Mishima o [Haruki] Murakami–, rusos, italianos, chinos, árabes. Pero al final la herramienta siempre vuelve a ser tu lengua, por lo que es muy importante tener referentes muy claros. Y cuando digo “mi lengua” incluyo a toda la literatura hispanoamericana. Toda la literatura en mi lengua me ayuda. Ya sea [Julio]Cortázar o [Juan Carlos] Onetti, que son de los escritores que están en mi código genético.
–En tu obra los dueños del agua se impusieron a los de la tierra, pero siguen perpetuando la misma lógica.
–Sí, los dueños del agua son una representación de todas las relaciones de poder y sumisión. De alguna manera ellos, que pertenecen a la tierra, precisan el agua para todas sus funciones. Ellos son los que controlan el agua, y los demás tienen que pagar por ella, pues son los que están por encima de la pirámide del poder.
–En ese trayecto, ¿cómo es que el escritor se asemeja al espía?
–Incluso creo que los escritores somos hienas, más que espías. Todo nos sirve. Hasta lo de los muertos nos lo comemos. Es un poco raro cuando uno es escritor, porque vive la mitad de lo que sucede y la otra mitad no, dado que siempre está en una posición de observador, y el que observa nunca participa del todo. En ese sentido, los escritores somos poco fiables como amigos, como parejas, como cónyuges, porque de todo intentamos una utilización literaria. El oficio también incluye el espionaje puro y duro, que no es otra cosa que escuchar a los demás. Pienso que para escribir es esencial tener mucho oído, y el oído pasa por registrar a los demás. Cómo hablan, cómo se mueven, cómo se comportan. Y tener siempre esa posición entre espía y carroñero, que no dice nada bueno de nosotros humanamente, pero es esencial para la escritura.
–En ese sentido, cuando te editaron en Estados Unidos dijeron que no parecías un escritor español. ¿Tenía que ver con que no respondés a lo folclórico?
–Sí, hubo una serie de escritores de toda Latinoamérica...
–¿McOndo?
–McOndo, que iba desde el crack mexicano hasta la onda chilena; fue un concepto que organizaron entre Alberto Fuguet y Sergio Gómez. Ellos encontraron una serie de escritores que teníamos ciertas afinidades –como la que tengo con Rodrigo Fresán en Argentina, por ejemplo–. Y había esta misma sensación, que el otro día comentamos con Santiago Rocangliolo –que fue premio Alfaguara y estaba en este jurado–: de pronto, tuvimos la posibilidad, o casi la necesidad, de salirnos del folclore nacional. Sin tener ningún desprecio en absoluto a la literatura del boom, que es muy variada. Porque eso mismo podría decirse de Cortázar, que de alguna manera es un escritor casi afrancesado, muy europeizado. A lo mejor [Gabriel] García Márquez tiene más raíz de lo popular en su obra. Y de pronto [Jorge Luis] Borges también es una rara avis muy particular, como acá Felisberto Hernández, a quien no se suele asociar al boom, pero que es un escritor del mismo período y es también un autor que me encanta. Es un escritor de otro planeta; lo que sucede en su cabeza casi no sucede en el mundo. Pero volviendo al tema que comentaba con Roncagliolo, tenía que ver con esto de hablar de lo general, porque realmente no era tan distinto a otros escritores ingleses, alemanes o chilenos del mismo período. Cuando publiqué las dos primeras novelas en Estados Unidos, que eran una road movie [Caídos del cielo, 1995], y una novela más de ciencia ficción [Tokio ya no nos quiere, 1999], comentaban, hablando bien de esos libros –que tuvieron muy buenas críticas, por ejemplo, en The New York Times, que es un poco la cúspide de este negocio–, que no tenían rasgos de españolidad. A mí eso me parecía curioso, porque se referían a que, quizá, no tenían el elemento folclórico. No había toreros, flamenco, ni paellas, ni nada de los tópicos. Tampoco hablaban de la Guerra Civil Española, ni de los temas más usuales dentro de la poca literatura hispanoamericana que se traduce en el mundo anglosajón.
–Un folclorismo también condicionado por la mirada del norte.
–También. Y a esto se suma el caso de [Roberto] Bolaño, que alcanzó un éxito tremendo en el mundo entero, y que por su propia peripecia vital hacía un tipo de literatura cosmopolita, más allá de las referencias a México, pero también a París. Tiene que ver con mucha literatura centroeuropea, con [Witold] Gombrowicz y también con [Ricardo] Piglia. Digamos que se salía de algo que también es injusto con el boom, y que es relacionarlo todo con el realismo mágico. De esos autores que hemos citado, el único que cultiva ese género es Gabo, porque ni Cortázar, ni Borges, ni Onetti tienen algo de realismo mágico.
–Eso también respondió a una construcción de la industria de cómo leer Latinoamérica.
–Sí, y eso suele pasar con todos los fenómenos. Como ahora, que se puso de moda la literatura de misterio escandinava. He ido a Finlandia a presentar un libro y me han dicho: “Pero mira que hay escritores que no escribimos novelas de misterios o asesinatos, y parece que no existimos”. He visto a gente en la feria del libro o en una librería que, después de leer a Stieg Larsson, dice: “¿Tiene de esas escandinavas de crímenes?”, como si se tratara de un género en sí mismo.
–Yendo a la novela, ¿cómo fue el tránsito de Victoria a Rendición?
–Había que mandar la novela con un título que no fuese el real, algo que se hace sobre todo para que las novelas no premiadas no carguen con un fallo adverso. Y me gustaría pensar que el título Victoria también hubiese podido encajar, si no fuese porque Joseph Conrad escribió una novela maravillosa con ese nombre, de modo que no tenía mucho sentido repetirlo. Pero creo que toda la novela, a pesar de las rendiciones constantes de este personaje-voz narradora que cuenta la experiencia, de todas esas rendiciones que va asumiendo, de los cambios brutales de circunstancias y de todo lo que el hombre va soportando por el camino, al final camina hacia una epifanía. Aunque sea personal, íntima e intransferible, creo que camina hacia un acto de lucidez personal. Y esa sería, de alguna manera, su pírrica victoria.
–Cuando uno imagina que la historia irá por el camino de La carretera, de Cormac McCarthy, en esa lógica desesperada de la supervivencia, se da el quiebre con la ciudad transparente y la alienación total.
–Sí, era muy consciente de esa novela de McCarthy, sobre todo a la hora de poner a un padre y a un hijo. A ese núcleo familiar en el que también está la mujer. Pero, al mismo tiempo, sabía que me llevaba en otra dirección, porque es todo lo contrario: ellos se van quedando solos, el uno con el otro, hasta el final desolador. Aquí su drama es tener que convivir con una sociedad enorme, transparente y alegre, y ahí está su conflicto. Todo lo contrario a La carretera. Pero sí fui consciente, y, por otro lado, me encanta McCarthy como escritor.
–Acá el protagonista parece ser el único que rompe con ese mundo, y lo hace rescatando una resistencia que se alimenta del pasado, de su vínculo con el campo, con el trabajo...
–Es que cuando este hombre accede a esa otra sociedad –que podría llamarse el progreso, porque es casi la democracia perfecta–, pierde su mundo.
–La pesadilla del bienestar y la felicidad.
–Sí, y el consenso perfecto. No hay un malo, no hay un totalitarismo. Si acaso, el totalitarismo es el consenso de los demás. Sería una democracia idónea. Pero el hombre no encaja, no se adapta, y eso en gran medida se debe a que las herramientas vitales con las que contaba se vuelven obsoletas, inútiles, en ese mundo. Todo lo que era su validación, lo que les aportaba dignidad a sus mínimos pero esenciales logros, su apreciación y autoestima, de pronto, en ese otro mundo, no sirve para nada. Mientras que ella tiene capacidades de adaptación que la ayudan a moverse en esa sociedad, e incluso a tener un trabajo que la hace sentir bien. Digamos que ella, en la escala de Darwin, está mucho más preparada que él para la supervivencia. Él se da cuenta de que, despojado de sus herramientas y de sus armas –metafóricamente hablando– es casi un estorbo. Prácticamente vive de la caridad de los demás, y eso determina un quiebre fundamental en su autoestima.
–A fin de cuentas, ¿es la memoria lo que redime?
–Lo que lo redime es inmiscuirse en el proceso de pensarlo, y de asumir. Va asumiendo su posición sin una ira desatada hacia los demás, porque entiende que en la causa de los muchos no cuenta la opinión de los pocos. Que la opinión de uno es insignificante.
–¿Y eso es lo que lo excluye del bien común?
–Sí, es lo que lo convierte en un paria y en automarginado, por su incapacidad de abrazar la causa común. No es casual que comience con esa cita de Thomas Bernhard que dice: “A los otros hombres los encontré en la dirección opuesta”.
–Yendo al periodismo, has trabajado para El País, El Mundo y otros medios, pero empezaste en Diario16, y una de tus primeras entrevistas fue a Ray Bradbury.
–Sí, fue la segunda entrevista. La primera fue a un escritor inglés de misterio muy bueno, y muy mayor –cuando lo entrevisté tenía 90 años–, contemporáneo de Agatha Christie, aunque no tan conocido. Y la de Ray Bradbury fue la segunda. La entrevista fue estupenda y él me pareció un tipo formidable. Un entusiasta que todavía mantenía la mirada de niño, así como una pasión absoluta por las historias y por contarlas. Me contó historias preciosas de su infancia. En aquella época yo era muy joven, tenía 19 años, pero ya lo había leído mucho. Estaba estudiando periodismo, y había escrito algunas cosas en una revista que se llamaba El canto de la tripulación.
–Con Alberto García-Alix.
–Sí, es un íntimo amigo. Hemos estado juntos en distintas cosas a lo largo de la vida. Empecé escribiendo allí, alguien lo leyó y le gustó, y me llamaron para las páginas de cultura de Diario16, en las que hacía reseñas y entrevistas. A estas entrevistas accedía, sobre todo, porque era verano y la redacción estaba medio vacía, y porque era de los pocos que hablaban inglés.
–¿Qué implicó trabajar al lado de García-Alix, y esa mirada del gran fotógrafo y ensayista de la movida madrileña?
–Antes, durante y después de la movida, García-Alix fue, entre los artistas que hubo –de los cuales muchos desaparecieron–, uno de los más originales, con una personalidad arrolladora y una peripecia vital fascinante. Aparte de que es un hombre muy culto, muy inteligente, muy sensible. Lo conocí a los 18 años.
–¿Cómo se conocieron?
–En el proceso del primer número de aquella revista, que era autofinanciada y en la que ninguno cobraba. Era una especie de factory loca que se hacía en su propia casa, entre las motos y su estudio de fotografía. Lo maquetábamos y lo distribuíamos nosotros. El poco dinero que ganábamos con la venta nos lo gastábamos en fiestas, y volvíamos a empezar. Nadie cobraba un céntimo. Era un trabajo por amor al arte, y para mí, que era un joven aspirante a escritor, era una maravilla. Me acuerdo de que uno de los cuentos que publiqué era parte de mi primera novela, Lo peor de todo, y ahí aproveché a testearla un poco con segmentos. Después hicimos más revistas, como El Europeo. Poco antes de salir para México, justo estuve hablando con él por un proyecto que queremos hacer juntos.
–¿O sea que desde chico ya te habías acercado a la escritura?
–Supongo que fue desde la pasión por la lectura. Mi casa era una casa de lectores [su padre era ilustrador de prensa, y su madre, actriz]. Luego, en el programa escolar, cuando la mayoría de mis compañeros despreciaban a El Quijote, El arcipreste de Hita y El Lazarillo, a Santa Teresa de Jesús y a San Juan de la Cruz, a mí me apasionaban. Incluso El Cantar del Mío Cid me parecía muy divertido, y mis compañeros me miraban como si estuviera loco. ¿Cómo di el salto a la escritura? Pues también en el colegio: cuando proponían aquello de la redacción libre, o redacción con un tema, y la gente metía tres o cuatro cosas aburridas, yo me lo tomaba como si fuese un encargo de un periódico, muy entusiasmado. Y, de hecho, de niño dirigí un periódico del barrio, en el que incluíamos, además de algunas noticias locales, breves noticias internacionales, páginas de información nacional, deporte, cultura. Yo era el director y el maquetador, además de hacer algunos dibujos, y luego tenía un equipo de amigos del barrio, a los que les gustaba sumarse. Lo vendíamos por el barrio como unos niños tontos, y después comprábamos caramelos o refrescos. Siempre tuve esa gran inquietud.
–Después seguiste apostando a la escritura para vivir: leí que escribiste una novela de fantasmas porque necesitabas dinero.
–Era una novela juvenil que me propusieron, y me divirtió muchísimo hacerla. La escribí con la misma dedicación con que escribo cualquier otra cosa. Era una especie de broma irónica contra la propia literatura juvenil, pero intenté que fuera del género y a la gente le gustó. Una de las razones que me impulsaron a hacerlo fue que me pagaban bien, pero parece que soy el único escritor que lo dice. Afortunadamente, he vivido de la escritura, tanto del guion de cine como de los libros. Pero siempre he vivido de la escritura como oficio; no me da vergüenza decir que cuando escribo una novela también intento que me den el mejor anticipo posible. Para eso tengo un agente, como casi todos los escritores profesionales. Lo que pasa es que hay algunos que creen que si lo mencionan ya no son angelicales. Y este es un trabajo.
–Incluso a Enrique Vila-Matas le gustó.
–Sí, Enrique me llamó para decirme que le había gustado mucho. Y a mí ya con eso me sobró.
–Ya que hablaste de guiones de cine: tu primera adaptación de una novela coincide con el guion de Carne trémula.
–Sí, los hice muy pegados. Primero hice el guion con Pedro, que me sirvió mucho, porque trabajar con él fue un máster en escritura de guiones. Sobre todo por haber trabajado codo a codo unos cuantos meses. Él tenía un guion que no le satisfacía del todo, había leído mis libros, y le apeteció que colaborara con él. Luego sí he escrito guiones solo, para Carlos Saura y otros directores. Y justo al acabar Carne trémula me ofrecieron llevar al cine Caídos del cielo [1995], y entonces la adapté yo mismo.
–Antes te referiste a Tokio ya no nos quiere, en la que había una droga que suprimía lo que no querías recordar. En Za Za, ya “no se trata sólo de curar la angustia, sino de enfermar la alegría”, y la felicidad es una obligación que seda.
–Es algo que se ha forjado a mi alrededor. Sobre todo lo llamado “la vida sin aristas”: el hacernos cada vez más pusilánimes con los asuntos más picudos de la existencia, ya sean la pérdida, el anhelo, la frustración, el dolor físico o emocional. ¿A dónde nos lleva todo esto? Hay un efecto que a veces no se considera en estas situaciones, y es que este tipo de sustancias, como los ansiolíticos, o hipnóticos, son muy inmisericordes. Matan moscas a cañonazos. Vale que te quitan la angustia y la pena, pero también te quitan el filo de la inteligencia, de la curiosidad, de la sensibilidad. Me parece que las sociedades del bienestar caminan hacia esa especie de tábula rasa, calma chicha emocional, sin vientos ni mareas, sin que el agua se mueva mucho. Que se vuelve menos sufriente, pero también menos pasional.
–¿Eso también se convierte en una excusa para hablar de lo delirante que se ha vuelto la realidad?
–Sí, sobre todo con la búsqueda del bienestar, las filosofías orientales y esa especie de “nada me toca, nada me implica, nada me molesta, nada me emociona. Tampoco dudo de nada”. El pensamiento crítico sufre mucho con estas actividades. Entre el mero entretenimiento –y no me refiero a la pasión por el cine–, el bienestar más laxo, y la compensación de todas nuestras emociones por objetos de consumo. Eso, como sistema vital, me parece un poco precario. Y también se produce una serie de frustraciones inevitables, si aspiras a tener todo más o menos controladito. Digamos que si la meta es el bienestar, al final el bienestar es estar bien. Tampoco es que sea el colmo de las emociones.