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Dulzuras americanas

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Esta reseña podría comenzar con una de esas expresiones tan propias de Joan Didion –por ejemplo, “algunas cosas importantes han sucedido últimamente”, “esta es una historia sobre el amor y la muerte en una tierra dorada” o “es fácil ver los principios de las cosas, y difícil ver sus finales”–, de las que pueden leerse en Los que sueñan el sueño dorado (2012), el libro que reunió por primera vez en español una serie de sus ensayos y artículos, en los que recorre los años 60 y 70 en Estados Unidos, fenómenos de la cultura pop, la política exterior estadounidense, John Wayne y su mundo de sentidos, la contracultura, la inmigración, el exilio y la pasión. Esos trabajos la convirtieron en el lado femenino del movimiento llamado Nuevo Periodismo, siempre vinculado a Truman Capote, Tom Wolfe y Hunter S Thompson. Durante décadas fue una de las voces más potentes del periodismo literario, y a sus 80 años se ha vuelto una leyenda del mundo intelectual estadounidense. Nació en 1934 en California, en una familia aristocrática. Estudió literatura inglesa en Berkeley y comenzó a trabajar en la revista Vogue, donde conoció a su marido, John Dunne, también escritor y guionista, con el que escribió cinco películas y corrigió decenas de guiones. En paralelo, publicó su primera novela, Run, River (1963), y comenzó a colaborar con medios reconocidos, como Life, Esquire, The New York Times o The New Yorker. Cuando se casó con Dunne se instalaron en Los Ángeles y se convirtieron en una pareja de autores chic que asistían a los eventos de Hollywood, publicaban en prensa y se corregían mutuamente las novelas. Al poco tiempo adoptaron a su hija Quintana, que se dedicó a la fotografía, se casó y murió a los 39, apenas dos años después que su padre, hundiendo a Didion en un período terrible, que la convirtió en la referente de la literatura de duelo: en 2005 publicó el celebradísimo El año del pensamiento mágico, sobre lo que vino después de la súbita muerte de su marido. “Hoy, mientras empiezo a escribir esto, es la tarde del 4 de octubre de 2004. Hace nueve meses y cinco días, aproximadamente a las nueve de la noche del 30 de diciembre de 2003, mi esposo, John Gregory Dunne, sufrió, frente a la mesa donde nos acabábamos de sentar para cenar en nuestro apartamento en Nueva York, un evento coronario masivo que causó su muerte. Nuestra hija única, Quintana, llevaba cinco noches inconsciente en una estación de cuidados intensivos... Este es mi intento por comprender el período que siguió”, se lee en las primeras páginas. Y la continuación fue Noches azules (2011), un susurro ahogado que intenta desentrañar el desconcierto y el tormento por la muerte de su hija: “Cuando empecé el libro, mi mente se volcaba más y más a la enfermedad, el final de la promesa y de los días... la muerte de la luz”, escribe Didion, firme en aquella sentencia que iniciaba su ensayo “El álbum blanco”: “Nos contamos historias a nosotros mismos para poder vivir”, aunque hasta ahora la escritura no la haya “ayudado a entender qué quiere decir nada de todo aquello”.

El juego propio

La buena noticia que rodea a Joan Didion y a su prosa depurada y punzante es la reedición de Según venga el juego, la magnífica novela que publicó en 1970 y que se convirtió en uno de sus clásicos. Se trata del recorrido de Maria Wyeth, una actriz que sólo trabajó en dos películas de su marido, Carter, que en el presente de la obra prefiere filmar en el desierto a vivir con ella. Nació en un pueblo de Nevada, decidió apostar por la gran ciudad y viajar a Nueva York, se convirtió en una modelo de poca monta, se casó y se instaló en Beverly Hills. Pero la aventura estaba destinada al fracaso: al tiempo se separó, tuvo una hija a la que apenas ve, se decidió por un aborto clandestino, y ahora recuerda algunos de estos episodios desde un hospital psiquiátrico, a fines de los 60. Casi al pasar, la narración va trazando las referencias, las decepciones y las ambiciones de su generación, y más que nada el agobio de ser mujer en un mundo en el que sus opiniones y sus acciones se reducen al sinsentido o a un simple eco de presunta histeria. Didion convierte eso en una exquisita apuesta, apenas sugiriéndolo entre conversaciones al borde de la piscina, silencios o discusiones triviales en una fiesta. El discurso interior que guía la historia se deja ganar, paulatinamente, por el desencanto y el hastío, al advertir cómo todos se vuelven cómplices de conductas conectadas con las realidades más patéticas de una contracara oscura del sueño americano. Mediante los actos de María y el régimen de apariencia que la rodea, se van desmontando con notable ironía las trampas que tejen las posibles pertenencias. En un momento descubrimos que ya ha dejado de cuestionarse (“Soy lo que soy. Buscar ‘razones’ ya no tiene sentido”), aunque algunos insistan y otros siempre intenten comprender.

En medio del tedio y la indiferencia, adivina que “había llegado la hora en que en todas las casas de alrededor las mujeres hermosas se ponían perfume y pulseras esmaltadas y daban besos de buenas noches a niños hermosos, la hora de la gracia aparente y la música prometida”. Y cada día, para evitar delatarse, Maria siempre hacía las compras para una familia: se decidía por bidones de jugo de uva, litros de salsa de chile verde, lentejas secas y fideos de letras, macarrones y boniatos en conserva, paquetes de nueve kilos de jabón para la ropa, porque “conocía todos los indicios de la solitaria ociosa”. Y por eso “nunca compraba tubos pequeños de pasta dentífrica, nunca echaba una revista al carrito de la compra. La casa de Beverly Hills rebosaba de azúcar, preparado para magdalenas, asados congelados y cebollas. Maria comía ricota”.

Perdidos en la noche

Nunca se llega a la ilusión del sueño hollywoodense, sino más bien a la pesadilla asfixiante de ser mujer en esa dictadura de las formas. El gran logro de Didion es bautizar este rompecabezas con una suerte de realismo sucio muy próximo al cine estadounidense de los 70, que tan bien supo fusionar la celebración del sueño americano y su parodia, logrando su versión más disfuncional al explorar no el rechazo, sino más bien la asimilación mediante la mentira y el cinismo, como única estrategia posible de supervivencia social. Como admite en un momento la protagonista: “Intento no vivir en Silver Wells ni en Nueva York ni con Carter. Intento vivir en el ahora y fijar la vista en el colibrí. No veo a nadie de los que conocía, pero tampoco es que me vuelva loca mucha gente. Es decir, puede que tuviera todos los ases, pero ¿a qué jugaba?”.

No hay dudas de que esta treintañera no comprende la amistad, la conversación, el trato social de Beverly Hills, aunque para su marido la explicación de eso sea simplemente que “a Maria le cuesta hablar con gente con la que no se acuesta”. Mientras a ella se le caen las lágrimas, los allegados desvían la mirada, incómodos. Pero no se trata de un personaje depresivo y afectado, sino de uno magistralmente excéntrico: el éxito de sus días depende de estar a las 10.00 en la autopista para un recorrido improvisado. En la segunda película que filmó con Carter, Angel Beach, Maria es violada por una banda de motoqueros. Y si bien ella la vio dos veces, en ningún momento tuvo la impresión de ser la chica de la pantalla. La primera de esas películas, que jamás se distribuyó, se llamaba Maria, y en ella Carter simplemente la había seguido por Nueva York: ella aparecía en una sesión de fotos de moda, en una fiesta, hablando por teléfono, desmorrugando marihuana, llorando en el subte. Al final, su imagen pasaba a negativo y parecía muerta. A Maria no le gustaba verla.

Aunque nunca se pregunte por qué todo ha salido mal, la novela cruza drama, tragedia e incluso cierto suspenso. Desde la primera página se sabe que Maria está en el hospital –pero no por qué está ahí– y que se la acusa de haber matado a alguien, siempre sin que se den a conocer las circunstancias. Y es que si bien nunca dejan de sucederse escenas muy diversas, lo que cuenta no es lo que dice Maria, sino más bien lo que oculta detrás de esos actos insignificantes. Ella duerme en una reposera, toma alcohol y pastillas, siempre sobrepasa el límite de velocidad, se escapa a moteles de la ruta, discute con Carter desde teléfonos públicos, y vuelve una y otra vez a su casa de Beverly Hills para pensar en su hija y en su madre, y para soñar con que está lejos, con que ya no se siente oprimida y paralizada por ese mundo. La frialdad de las conversaciones y ese rápido paneo de los personajes van reforzando el ambiente terrible e impostor del que Maria, al final, parece independizarse, aunque con ello asista a su caída libre.

En 2006, el editor de The New York Times Book Review, John Leonard, había admitido: “Desde siempre he intentando descubrir por qué sus frases son mejores que las mías o las vuestras... hay algo en su cadencia. Vienen hacia ti, si no en emboscada, como unos haikus enanos, como un picahielos láser o con la fuerza de las olas”. Y si Martin Amis prefirió definirla como la “poeta del gran vacío californiano”, la respuesta no está lejos de la propia Didion, que en 1978 aclaraba: “Quiero que entiendan que tienen enfrente a una mujer que desde hace tiempo se siente radicalmente separada de la mayoría de las ideas que parecen interesarle al resto de la gente. Una mujer que en algún momento perdió toda fe en el contrato social, en la idea de que todo va a mejorar... En los años pasados me he sentido a menudo como una sonámbula... alerta sólo a pesadillas, los niños quemándose en el coche en el estacionamiento del supermercado... el francotirador de la autopista que se siente muy mal por elegir a la familia de cinco, los estafadores, los locos...”. Así es la escritura de Didion, seca, cortante, vertiginosa. Sus personajes devastan todo a su paso, y ni así logran comprender el mundo en el que viven; mucho menos, comunicarse.

En Según venga el juego hay drogas, intercambios de parejas, sexo, intentos de suicidio. Hay reproches y odios. Y también está la nada, siempre aguardando a Maria. “Una cosa en mi defensa, aunque no importa: yo sé algo que Carter nunca ha sabido, ni Helene, ni tal vez tú. Sé lo que significa ‘nada’, y sigo jugando”. Por qué no, se pregunta esta vez, bajo la luz agonizante de las últimas estrellas.

Según venga el juego

De Joan Didion. Buenos Aires, Penguin Random House, 2017. 190 páginas.

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