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Andrea Testa. Foto: Pablo Vignali

Hablamos con Andrea Testa, directora de “La larga noche de Francisco Sanctis”

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Tras el premio principal del Bafici (Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente) y la selección para el Festival de Cannes, La larga noche de Francisco Sanctis, primera película de Francisco Márquez y Andrea Testa, llegó a la sala B del Auditorio Nelly Goitiño: esta adaptación de la novela homónima de Horacio Costantini –publicada en 1984, un año después de instalada la democracia– indaga en la “mayoría silenciosa” de la última dictadura militar argentina, y apuesta por un montaje opresivo y claustrofóbico, en el que el silencio se vuelve el eje central. Sanctis es un oficinista de clase media que otea de lejos la maquinaria infernal del terrorismo de Estado. Es 1977, y mientras se apronta para despuntar un día cualquiera, se entera de que dos personas van a ser secuestradas esa misma noche. Ese dato resquebraja su vida indiferente, y signa una aventura marcada por la asfixia y por el inquietante mutismo de una ciudad que oculta sus fantasmas.

Márquez y Testa estudiaron juntos en la escuela de cine independiente del Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (INCAA), y si bien este es su primer trabajo en conjunto, siempre compartieron una mirada sobre el cine.

–¿En qué coinciden?

–Armamos la productora Pensar con las Manos, que sigue la idea de poder construir un cine político; un cine que pueda intervenir en la realidad, que pueda salir de las salas de cine, que pueda generar algo en el público, que invite a una reflexión activa. No sólo por el tema político específico, sino también para poder desarrollar herramientas a fin de que el vínculo entre el espectador y la película se vuelva algo consciente. La larga noche de Francisco Sanctis tiene una storyline bastante narrativa y clásica, porque se trata de un conflicto clásico. Sin embargo, la propuesta de la película es poder extender eso y lograr un cine más sensorial, acercándonos a la vivencia del personaje desde el lenguaje audiovisual. Cuando vayan a verla se van a encontrar con una experiencia física muy fuerte. Nuestra premisa era no contar la dictadura. Siempre nos preguntan por qué hicimos una película más sobre la dictadura, y para nosotros esos años todavía son una memoria activa, es un pasado que está en presente. Más allá de todos los discursos que están surgiendo de la mano del gobierno. Todavía la búsqueda de los nietos apropiados es algo muy presente. Por eso, si bien no vivimos la época, sentimos que nos atraviesa, y todavía tenemos preguntas. Pensamos que la película habla del hoy, en el sentido de que hay un conflicto interno de este personaje, que se plantea la pregunta del qué hacer: “¿Qué hago? ¿Pongo en riesgo mi vida por salvar a otros?”. Pudimos mostrar la película en muchos otros lugares del mundo, y hemos tenido mucha devolución de la gente que se acercó a verla, y que la vinculó con su propia historia. Teníamos mucho miedo en ese sentido, porque justamente toda la dictadura está fuera de campo: no se ve; no está la imagen estereotipada de la dictadura. Intentamos que se respirara, que se vivenciara esa atmósfera opresiva. Y creo que esto permitió que se universalizara, porque en ese fuera de campo cada uno puede incluir su historia o su presente.

–Transcurre durante la dictadura, pero no aparecen militares ni requisas, y apenas se cruza un militante. Pero ese peso claustrofóbico y ese terror no decaen en ningún momento, sin que sea necesario explicitar lo obvio. ¿Cómo trabajaron esas referencias y ese imaginario?

–Para nosotros esa siempre fue la premisa. Creíamos que se tenía que posicionar desde otro lado. Ya había muchas películas sobre la época, contábamos con todo ese imaginario y esos conflictos recorridos por el cine: apostamos por un personaje que se creía por fuera de la historia, por fuera de su contexto. Que no veía lo que pasaba o no quería verlo.

–La escena de la parada concentra esa premisa, y comienza a desatar un duelo entre el oficinista y el estudiante que apostaba por un futuro distinto.

–Exacto. Y desde ese punto de vista es que se construye la película. Un punto de vista subjetivizado por él, por cómo ve. La película comienza con elementos más comunes: podés ver planos y contraplanos, pero después de que él recibe la información sobre esas dos personas que van a desaparecer, todo su mundo, su alrededor y su percepción cambian. Y ahí es que comienza a ver lo que no veía o evitaba ver.

–¿Cómo fue el proceso de adaptación de la novela?

–Cuando recién habíamos egresado, estábamos buscando algo para leer por el Parque Centenario [donde hay una feria de libros usados], y dimos con la novela. Nos sorprendió muchísimo el punto de vista del protagonista. La novela fue editada en 1984, ahí nomás, y con más razón nos pareció que se trataba de una obra riesgosa y, a la vez, virtuosa en ese riesgo. Lo primero que hicimos fue comenzar a prestarla para que se leyera, porque era inconseguible.

–Estaba esa edición de Bruguera, y ahora la reeditó Tren en Movimiento.

–Se reeditó a partir de la película. Pudimos contactar a una editorial independiente, y la verdad es que ese fue el mayor premio.

–¿Lo que más les interesó fue esa concentración del relato en lo que después se llamó la “mayoría silenciosa”?

–Exactamente. Francisco siempre cuenta que todo el trabajo que hicimos en la adaptación consistía en encontrar qué película íbamos a hacer con esa obra. Un docente nos dijo: “Ustedes se tienen que apropiar de ella”. Las primeras versiones del guion casi eran una copia fiel, con una voz en off, por el deseo de querer mantener lo que nos había movilizado. En ese recorrido de reescritura y reescritura, encontramos que a Francisco Sanctis lo movía más bien un destino personal; las cosas le iban sucediendo y él iba actuando sobre eso que lo impulsaba. Y nos dimos cuenta de que, más que ese destino, lo que nos interesaba era hablar de la acción, de su voluntad de tomar una decisión. O de ese momento crítico: porque duda, porque lo vive como algo muy complejo. También trabajamos mucho el hoy en la construcción de esos personajes. En la novela por ahí están más estereotipados, debido al momento histórico; son más buenos o malos. Nosotros no queríamos juzgar a esa mayoría silenciosa, sino poder complejizarla y ponerla en escena, y junto a ella hacernos las mismas preguntas sobre cómo se vivía bajo la dictadura, y qué se hacía con lo que se sabía. Por eso esa impronta errática del protagonista, que no construye a un héroe unidireccional sino a alguien que teme, a alguien que duda, y que no sabe qué hacer.

–Algo que los ayudó a pensar la época fue la obra Yo no sabía, del artista plástico León Ferrari, con recortes de diarios de la época. ¿Tiene que ver con repensar aquella mayoría?

–Nos ayudaron esa obra y una serie de fotos de Marcos Zimmermann, que se llama Buenos Aires en dictadura, en la que sacó seis o siete de manera clandestina, mientras caminaba por la calle, y captó un estado de la gente que camina por una calle cualquiera. Eso lo trabajamos mucho con los actores: esos rostros apagados, grises. Y la obra de Ferrari estaba ahí. También investigamos, leímos diarios, accedimos a estudios sobre hechos sociológicos a partir de la clase media en dictadura, o sobre esa mayoría silenciosa. Era algo evidente: en los diarios aparece que hubo secuestros de “subversivos”, incautación de “material marxista” o pedidos de hábeas corpus. Se respiraba. Y nos pasó algo muy interesante al entrevistar a gente que vivió la época y que sabíamos que no había militado. Les preguntábamos cómo vivían, qué les pasaba, y les costaba mucho hablarnos de aquellos años. Te hablaban del antes y el después. Y cuando eras más incisivo, surgían el silencio, la incomodidad de las historias que han callado. Siempre cuento que mi mamá decía que ella vivía en una burbuja, y después de muchas charlas me enteré de que su compañera de banco en la facultad fue desaparecida. Por ahí estaba el límite de cómo veías eso que pasaba, o lo que te decían, como el famoso “algo habrán hecho” o el “no te metás”. Queríamos interpelarnos con el “no te metás”. Por eso, la película se vuelve sobre la voluntad de poner en escena ese involucrarte o no. Podías decidir. Con riesgos, obviamente. Y sentíamos que la película podía invitarnos a pensar eso.

–Además, apuestan por una cadencia muy precisa: el silencio y el sonido ambiente se transforman en una ambientación musical, pero ustedes han dicho que querían problematizar el silencio. ¿A qué apuntaban?

–El silencio es un elemento fuerte. Y además es expresivo: trabajamos el callar a partir de un contenido, ya que si el protagonista habla, se arriesga. Entonces, siempre hay algo contenido. Con Diego Velázquez, el actor [también premiado en el Bafici], fuimos trabajando juntos y terminamos descubriendo que el personaje no podía respirar. No podía alojar su respiración. Por eso, todo el tiempo actúa desde una respiración contenida. Él aflojaba cuando nosotros hacíamos el corte. Algo de esa contención física fue impregnando la materialidad de los planos y los tiempos de montaje, y la montajista encontró esa musicalidad de la que hablás. Y es una respiración final, porque para nosotros el final era un corte a negro, abrupto, y fuimos a ese fundido que se volvió impactante, porque terminó descubriendo cómo el personaje finalmente se iba desintegrando. El silencio tiene que ver con eso, con decir que es enfrentar un riesgo. Y, como te comenté, no queríamos hacer una película que explicitara, sino más bien algo que pudieras vivenciar junto al personaje. Además de que también responde al silencio social: la mayoría silenciosa cumple un rol. Podemos discutir cuán cómplice o cuán no, pero hoy en día no vivimos en una dictadura y, sin embargo, la política económica está arrasando sistemáticamente con todos los derechos adquiridos en los años anteriores. La clase media lo sufre, y los sectores populares, más. Durante el kirchnerismo también se dio, de hecho Pibe Chorro [su documental de 2016] se filmó durante el kirchnerismo y también retrata una sociedad del espanto, como dice el poema de Vicente Zito Lema. Espacios donde no se puede respirar, no se puede vivir. La muerte está muy cerca para los jóvenes. Si eso pasa en este mundo, ¿qué hacemos? Atravesar estas películas nos hace poner en cuestión el lugar del cine –o del arte– frente a todo esto. ¿Sirve o no sirve? ¿En qué medida? ¿Son espacios de resistencia, espacios de pausa para pensar?

–O sea que pensaron la construcción del personaje desde la respiración contenida, y con la referencia fotográfica de Marcos Zimmermann.

–También trabajamos una lectura minuciosa del guion. Era una mesa abierta de trabajo en la que los actores nos podían decir: “No, chicos, esto está de más”. Eso también implicó mucha frustración, de tachar, de trabajar siempre con el subtexto. Y confiar en eso. En que el espectador, aunque no acceda al 100%, sí pueda participar en esa tensión. Creo que estamos muy cerca del personaje. Incluso Diego nos decía: “Yo no necesito trabajar con la memoria emotiva, no necesito construir en profundidad la psicología; lo hago a partir del material concreto que tenemos”. Obviamente, estaba presente la discusión política de qué película estábamos haciendo y cuál era el punto de vista, pero aprendimos juntos que el cuerpo del actor también es parte de la imagen. Él nos dijo que no tenía inconvenientes con las indicaciones concretas que quisiéramos hacerle, y eso fue una puerta abierta increíble para poder moldear al personaje. Claro que discutimos mucho qué le pasaba en cada una de las escenas, y entonces podíamos decirle: “Mirá para abajo”, por ejemplo, porque él ya había cargado a ese cuerpo de vida. Hay algo interesante que está escrito en el capítulo final de la novela, en donde él dice: “Haga lo que haga, mi vida no será la misma”. Y fue muy importante que retomáramos eso, porque se trata de un conflicto trágico, que determina el destino del personaje.

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