Fumando al lado de una Suzuki 125. Así nos espera Juan Estévez, el ganador del Premio Nacional de Literatura del año pasado, que llegó en moto desde Villa Soriano para hacer la primera ronda de entrevistas. Nació en Mercedes en 1956, trabajó más de 20 años en el diario local Crónicas, editó una revista de humor (El Umbligo) y publicó dos libros, uno de relatos infantiles y otro en el que recopiló 40 reportajes dedicados a “gente de los oficios, con una impronta costumbrista y popular”. Unos años antes había trabajado en la construcción, en la represa de Palmar, en cultivos de remolacha (carpió, recarpió, arrancó, escoló y cargó camiones), en metalúrgica y en quintas, y por cinco años sostuvo una radio comunitaria, con programas que congregaban a gauchos y payadores de la zona. Hace unos días se editó Entusiasmo sublime, la novela con la que Estévez retoma un canto a la libertad, enmarcado en el Uruguay de 1975 y 1976: entre cuarteles y quilombos, prostitutas y milicos, y un afiche de Piotr Kropotkin que anima la lucha, Iván intenta sobrevivir. Apenas coquetea con el anarquismo, esquiva como puede el desamparo y se empeña en mantenerse al margen de la maquinaria de acoso y muerte, cuando todo se descompone, el país se hunde y la memoria comienza a grabarse en los cuerpos. Así, las calles de tierra, las paredes sin revocar y la cumbia de Los Wawancó conviven con Led Zeppelin, Emerson, Lake & Palmer, Joe Cocker y el recuerdo, en su memoria, del “sonido de las carcajadas de su madre en la pista de baile, la noche que el dueño se apareció con un disco nuevo en el que Los Olimareños cantaban ‘De cojinillo’”.
“–Nunca va a tener mala suerte, dijo el curandero y zumbó su tijera orbitando” alrededor del niño. “Desde el taburete vio a su madre, a la virgen, al tarro de las colaboraciones, a Sosa en trance entrenado y supo que iba a tener una vida difícil. Lo confirmó el porrazo de la salida”. Cuando puede, Iván se aventura por Mercedes, San José y Entre Ríos, registrando un relato que empezaba a ser tan eficiente y anónimo como cruel. Lejos del mito y de la historia, comienza a rodar por un camino sin retorno, trazando un vertiginoso recorrido a partir de un combate incesante, inacabado y personal. A eso se suman eventos imprevistos, como un atentado de Raúl Sendic en Mercedes, o el episodio en que un aviador de la Fuerza Aérea Uruguaya “robó –en agosto de 1974– un avión, lo llevó a Buenos Aires en señal de protesta, y allá quedó, exiliado”. La novela, que ya cuenta con el impulso de dos grandes referentes de la literatura uruguaya contemporánea, como Gustavo Espinosa y Henry Trujillo, se presenta el 14 de junio en Kalima.
“Si te comprás una Ninja andás a más de 200, pero a mí la velocidad no me gusta. Lo que me gusta es viajar. Siempre digo que con un auto vas en una burbuja, con aire acondicionado y música; pero en una moto viajás, sentís olores, calor, frío, comés tierra, estás en contacto con esa realidad. Mi zona de confort es el asiento de la moto. Porque, además, es el único momento en el que puedo meditar y contrarrestar mi nula motricidad: nunca pude tocar la batería o la guitarra, nunca pude dibujar, pero en la moto uso las manos y los pies, escucho música, miro, soy más entero”, admite este motoquero al que en el pueblo todos felicitan por el galardón. “Ta todo bien con el premio, pero tengo otras prioridades. Ni siquiera sé si voy a volver a publicar, pero escribir está dentro de mis gustos. Ahora estoy enfocado en terminar un parador sobre el río para que se convierta en un punto de reunión con el arte de la zona. Para mí la plata no es lo primero: saqué tres semanarios y a todos los fundí. Lo que cuenta es tener proyectos y poder llevarlos adelante”, dice, consciente de esta historia que lo persigue de cerca.
–Hace más de diez años que decidiste quedarte en Villa Soriano.
-Es donde empecé a encontrar la tranquilidad; antes vivía muy acelerado. Es un pueblo de sobrevivientes: fue capital departamental, le dio nombre al departamento; tenía todos los servicios y los fue perdiendo. En un departamento blanco, Villa Soriano era colorada, y después pasó a ser del Frente [Amplio]. Son tan sobrevivientes que si alguno no puede pagar la luz organiza la rifa de un par de zapatos o de una mochila, o se juega con la quiniela a diez pesos el número, y lo logra. Para vivir en Mercedes prefería un lugar neutro y no uno mediocre. Porque mediocre es aquel que tiene la posibilidad de superarse y no lo hace. Villa Soriano no ha tenido la posibilidad. Pero Mercedes sí. A no ser por iniciativas privadas, como el Jazz a la Calle, lo demás es un desastre. Ahí escribí para una murga, en 2001.
–Y ganaste un premio.
-Sí, pero la murga tampoco se ha superado, sigue haciendo lo mismo en el modo de encarar la letra, los chistes. En aquel entonces escribí dos cuplés; uno para que ellos se sintieran cómodos, y el otro era de Popeye y Olivia, se cruzaba con los desaparecidos, la dictadura. Pero el tema era que ellos cantaban y no se movían, y si se movían no cantaban.
–Vos naciste en Mercedes.
-Mi historia personal es medio complicada: conocí a mi viejo a los 19 años porque decidí buscarlo. Y no sabía ni el nombre. Porque mi vieja, estando embarazada, se fue. Y cuando me tuvo, me anotó con el apellido de él en la libreta. Después tuvo a mi hermano e hizo lo mismo, y pensábamos que éramos hermanos también de padre, pero no era así. Entonces, fue complicado. Me fui de muy chico. Después, estando en Fray Bentos, volví y le pedí a ella permiso para viajar por Uruguay y Brasil, porque era menor. A los 17 me fui a trabajar a Gualeguaychú. Allá fui ayudante de plomero, vendí yuyos por la calle e hice un reparto de vinos con el hijo del dueño de la pensión donde me quedaba. El tipo era playboy y yo tenía que bancarle la cabeza. A veces se dormía en los viajes y no repartía. En la pensión aprendí a jugar a los dados, vendí unas revistas y me puse a jugar. Me fue bien. Después anduve en muchas cosas.
–¿Cómo llegaste al periodismo?0
-En 1989 se hizo un concurso departamental de fotografía, y como era aficionado decidí presentarme. ¿Conociste las Petri? [le pregunta al fotógrafo]: después las absorbió Nikon, pero eran de muy alta calidad, y además yo tenía un tele[objetivo] 400. Participé y gané el concurso.
–¿Qué fotografiaste?
-Los angelitos de la rambla. Pero los saqué desde el muelle, así que estaban los angelitos con la plaza de deporte, y la llamé “Juegos de ángeles”. En seguida me llamaron del diario, me hicieron una nota y me preguntaron si quería sacar fotos para ellos. Al otro día fui y me dijeron si me animaba a hacer una nota sobre un vendaval que había pasado por el camping. Cuando llegué no había nadie, sólo una carpa, porque ya se habían ido todos. Como conocía al sereno, le pregunté quién estaba en la carpa, y me dijo que era el gordo Rodríguez, un milico. Al ratito lo llama, y veo que el gordo Rodríguez se tira en la chalana y sale. “Vení, gordo”, le grité, y ahí me dijo: “No, si estoy de licencia. Se llegan a enterar de que estoy acá y me llaman”. De repente me quedé sin la nota. Pero mi abuelo me había enseñado que nunca volviera con las manos vacías, y me fui a hablar con el director de Turismo para que contara qué había pasado. Y el tipo empezó a hablar, hablar y hablar. Habló 20 minutos, le metí dos o tres preguntitas, y le agradecí. Como no sabía escribir a máquina, desgrabé a lápiz, lo armé y mi señora me lo pasó a máquina. Así empecé. Después, en enero empecé a armar un reportaje, porque se dio algo rarísimo: secuestraron a un taxista y lo metieron en un baúl. Armé eso, y en febrero, cuando asumieron los legisladores, me vine a cubrirlo. Ese fue el comienzo.
–Y después decidiste ir por semanarios.
-En abril de 1990 fui cofundador de una revista cultural, Humbral, y ahí me tocó hacer diagramación, engrampar los avisos, poner los guiones de las viñetas, mil cosas. Al año estaba recontra cansado. Y como tenía mucha tendencia al humor, me terminé decidiendo por una revista de humor [Umbligo], que se mantuvo cinco años. Entre medio hice dos semanarios, con noticias y artículos de investigación.
–¿Y la historieta te acompañaba desde chico?
-Desde la infancia. Mi primer libro lo leí a los 12 años. De grande entré al cómic. Era asiduo cliente de la librería que está ahí, abajo del [Palacio] Salvo. Las 100 primeras de Fierro las tengo, y las 400 y pico de Humo®. También Guambia y El Dedo. En 1978, cuando salió Humo®, la compré en Tristán [Narvaja] unos meses después. Con esa revista lloré. Arriba venía con frases que siempre eran críticas veladas, con un humor muy mordaz y muy irónico, buscando la complicidad. Y ahí dije: “Pah, se puede”. También empecé a escribir guiones de historietas (publiqué dos en ¡¡Blung!!), y en Brecha salimos premiados [él y Ángel Juárez] en un concurso de tiras humorísticas que hicieron en 1992.
–Hasta que empezaste a pensar que era posible escribir una novela.
-Hace siete años empecé a pensarla. Y lo que hice, básicamente, fue recoger experiencias. Por eso mismo tuvo otros desarrollos, hasta que la tijereteé salado. Lo que quería era que la leyeran los jóvenes. Me parece que es una temática que ha sido abordada desde puntos de vista de izquierda o de derecha, y en el medio hubo muchísima gente. Se habla de la generación X y la generación milenio, y ha quedado un poco relegada la generación sándwich; aquellos que éramos muy jóvenes cuando llegó la dictadura, que casi no tuvimos participación política antes. Yo quería escribir sobre eso. A [Mario] Benedetti una vez le preguntaron por qué no escribía de los obreros, y él dijo que porque no conocía esa vida. Entonces, casi siempre escribió sobre la clase media. Yo vengo de la pobreza y sé lo que es el hambre. Al pasar hambre no sentís nada, salvo cuando comés. Y eso hay que experimentarlo, aunque no creo que siempre tenga que ser así. Desde el primer momento me planteé qué pasaba si se contaba una historia de la dictadura desde la pobreza y desde la rebeldía. Y fui por ahí. De alguna manera, el personaje tenía que manejar algunos datos, porque si no era un lumpen más. Y en esa relación con un grupo anarquista se instruye un poco. Porque en aquella época estabas desinformado, y muchos no entendían nada. No había la información que hay ahora. Yo tenía que hacer tres cuadras para mirar la televisión, porque tenía que ir a la casa de un vecino, en la que todos se sentaban en la vereda, en unos banquitos, frente al televisor. Era algo totalmente diferente. Hoy un púber no se puede imaginar lo que era vivir sin celular, y nosotros no teníamos televisión, no teníamos heladera. Usábamos una de madera a la que le poníamos diarios. Antes publiqué dos libros con relatos autobiográficos de la infancia, y nunca los encaré desde el resentimiento. Porque eso es lo que me tocó vivir. Y la verdad es que fui feliz, de acuerdo a lo que tenía. Así fue como me convertí en un resiliente. Mi vieja se mataba tejiendo acolchados de crochet, pero eran todos calados y me cagaba de frío. Es una contradicción esa, ¿no? Te pasaba el viento limpio.
–Iván lleva en el bolsillo un retrato de Kropotkin, alguien que consideraba central la ayuda mutua para vivir en sociedad. Y eso en la novela es constante. ¿Qué te interesaba trabajar en ese sentido?
-Mostrar esa otra época, en la que los valores eran otros, en la que la solidaridad ni siquiera se nombraba como tal. En todo caso, lo que se hacía era una gauchada. La idea era reivindicar algunas de las cosas que se daban entonces. Puede ser que haya un poco de amargura, pero también se trata de la realidad. Ahora no estamos exentos de convertirnos en herejes en cualquier momento. No todo el mundo es capaz de resignarse. En esa época, en los 70, se era más lírico, ahora somos más materialistas. Pero bueno, es el progreso...
–Es un retrato de la dictadura desde dentro de un cuartel, por alguien que, en definitiva, termina cumpliendo con la consigna de Kropotkin de no ser neutral. ¿Cómo se construye ese límite tan complejo?
-Es que nunca es neutral. Él siempre carga con ese sentimiento de libertad, y por eso termina recibiendo algunas cachadas. Trata de hacer un curso de auxiliar contable para irse, pero le sale mal la jugada. Sólo se queda para demostrarles que es mejor, y al final le termina dando una cachetada al general con su renuncia. Es su lucha. Y esa rebeldía lo lleva a no guarecerse en un colectivo. La idea era reivindicar que hubo otros héroes anónimos. Ahí también se cruza la historia del Perro Igenes, cuando se roba el avión [de la Fuerza Aérea]. Esa historia es cierta, y en octubre va a venir el Perro a la Feria del Libro. Nunca trascendió, y fue un hecho de rebeldía. Por eso me interesa que se conozca que a la dictadura también se la enfrentó desde otro ángulo, que era más indefenso pero también más activo. A los resistentes anónimos no se los reivindica en la historia.
–¿Cómo es eso del atentado de Sendic en Mercedes?
-Eso fue así. Hoy en día permanece la huella del balazo que el teniente le tiró a Sendic, en la casa de enfrente. Ahí está ficcionalizado, pero las consecuencias fueron esas. El tipo todavía vive. Es jubilado de coronel, vive en Colonia y se dedica al turismo. En aquel momento [abril de 1972] lo querían asustar porque sabían que era un torturador, pero el tipo reaccionó primero y tiró, y ellos terminaron respondiéndole a la panza, pero sobrevivió.
–Qué buena escena esa en la que Sendic se escapa en el cuadro de una bicicleta.
-Me costó llegar a eso, y llegar a involucrar a Iván en esa escena. Todos los personajes son reales, como Cascarilla, El Aboyau, Yirato. El Aboyau en dictadura se mamaba e iba gritando por la calle “yo soy frenteamplista, comunista, marxista”. Mamadazo. Los milicos ya lo conocían, ¿viste? Y le decían “andá, andá pa’ tu casa”. Como era loco... Yirato se murió a raíz de las torturas, y Cascarilla también se comió la cana. Ahora vive en una casilla, es un sobreviviente, como los hay muchos. La información del gallego Germán y Lito la tomé de [Samuel] Blixen, porque a ellos no los conocí. Bigotes está inspirado en un Bigotes que existió y era comunista. Vivía al lado del club Con los Mismos Colores, y ese barrio fue el epicentro del Partido Comunista Revolucionario en Uruguay. Eran los maoístas. La base no estaba en Montevideo, estaba en Mercedes. Y eran casi todos de ahí. Tengo un amigo que se hizo maoísta para llevarle la contra a las Selecciones del Reader’s Digest, porque dijo: “Si hablan mal de los chinos, deben ser buenos”. En la dictadura se instaló la mezquindad, porque todos desconfiaban de los demás. Y ese fue el germen de la lumpenización.
–¿Al escribir tuviste presente alguna referencia? Has hablado de Mario Delgado Aparaín, por ejemplo, y en La balada de Johnny Sosa hay un negro rockero en un pueblo del interior cooptado por militares.
-Y... soy consecuencia de mis lecturas, pero el padre de la atmósfera es La balada de Johnny Sosa. Mario Delgado Aparaín la va a presentar en octubre, en la Feria. A esa novela la leí varias veces. Me pasó lo mismo que había vivido con Sombras sobre la tierra [de Paco Espínola]. Cuando descubrí a Paco Espínola dije: “pah, ¡este viejo!”. Hay autores que me han impactado, como Alberto Mediza, que escribía teatro y poesía, y que era de Cardona pero desapareció en La Plata. O Carlos Brandy y su libro de poemas Rey humo [1948]. Son cosas que me marcaron. Escribiendo viví distintas etapas, pasé meses sin escribir y de repente estuve meses escribiendo. Haciendo esta novela aprendí a corregirme, aprendí el placer de releer. En mi vida he llegado tarde a todo. Empecé a trabajar en periodismo a los 33 años, escribí mi primera novela a los 60, empecé a viajar en moto a los 40. Pero hay algo bueno en esto, y es que la vejez también se debería demorar.
–En la novela sólo aparecen dos motos, la del afiche de Busco mi destino y una reformada en San José, pero quedan al margen.
-Siempre están, pero era complicado, sobre todo porque el personaje no tenía recursos, y en aquellos años tener una bicicleta ya era estatus, se le ponían antenitas, cintitas, luces. Imaginate. Ni soñando una moto. He escrito relatos. Por ejemplo, en “En la esquina del paraíso” hay uno sobre las bicicletas. Me acuerdo de que envidiaba a uno que era chiquitito y tenía una bicicleta enorme, negra; andaba con la pata adentro del cuadro porque no alcanzaba a dar todo el giro, y me sacaba la lengua. Yo lo odiaba... Es toda una historia. Y cómo le robábamos la bicicleta a un vecino para aprender a andar.
–En lo marginal y el mundo del rock te cruzás con Espinosa.
-Antes de escribir la novela no lo había leído, pero ahora sí. Lo primero que conocí fue Las arañas de Marte, y me sentí plenamente identificado. Él es un sabio, yo soy un improvisado. Él tiene una preparación, es músico, profesor. Por eso es un maestro.
–Y tu novela la va a presentar Henry Trujillo.
-A Henry lo conocía de Mercedes, cuando ya era escritor. Ojos de caballo es Mercedes... Casi que como dato anecdótico, a esto se sumó que para avisarme del premio me llamaron un 7 de diciembre, y yo no atendí. Al otro día volvieron a llamar, me dijeron que era por el concurso del MEC, y les pregunté si era por alguna mencioncita, pero al final era el primer premio. Y era Hugo Fontana el que me llamó. O sea que la noticia me la dio un escritor, y un escritor que yo había leído. Impresionante, porque ligué hasta en eso.
–¿Creés que el dolor ya no nos rompe, como plantea el epígrafe?
-A mí, por lo menos, no me rompió; tal vez tenga que ver con la resiliencia. Pero me chicoteó, y sentí el golpe. Hasta ahí. Creo que la vez que pasé peor fue cuando se murió mi mujer: me quedé solo con tres gurises, uno de un año, otro de tres y otro de cinco, y estuve un mes sin dormir, o durmiendo muy mal. Si salí de eso, salgo de cualquier cosa. Pero creo que la gente está más débil: por algo vive Pilar Sordo.