El domingo de noche falleció en Los Ángeles Martin Landau, que era una leyenda sobreviviente del cine y la televisión de los años 60. En su juventud se desempeñó como dibujante y caricaturista para The New York Daily News y, según destacan varias de sus biografías, la admiración por Charles Chaplin lo decidió a formarse en el emblemático Actors Studio, donde coincidió en la misma clase con Steve McQueen. Después volvió como docente, y fueron alumnos suyos Jack Nicholson y Anjelica Huston. Debutó en Broadway en 1955, y en el cine tres años después: integró los elencos del clásico Intriga internacional (1959), de Alfred Hitchock, y de la superproducción Cleopatra (1963), dirigida por Joseph Mankiewicz, con Elizabeth Taylor y Richard Burton).
En 1966 rechazó el papel del extraterrestre Spock en la serie de televisión Viaje a las estrellas, que hizo famoso a Leonard Nimoy, pero ese mismo año aceptó interpretar en otra serie –que se volvió enormemente exitosa– a Rollin Hand, un maestro del disfraz que casi siempre integraba el equipo seleccionado, primero por Dan Briggs (Steven Hill) y luego por Jim Phelps (Peter Graves), al inicio de cada capítulo de Misión imposible. Casualmente, cuando Landau dejó la serie, Viaje a las estrellas había sido cancelada y su reemplazante fue Nimoy.
Si bien el papel de Hand fue el más popular de los que encarnó, en el cine logró trabajar bajo las órdenes de grandes directores como Francis Ford Coppola: lo hizo en la estupenda Tucker, un hombre y su sueño (1988), en la que interpretó al amigo del joven ingeniero estadounidense del título (Jeff Bridges), creador de un auto revolucionario y de bajo costo, y así obtuvo su segundo Globo de Oro (el primero fue por Misión imposible) y su primera candidatura al Oscar como actor secundario.
La segunda le llegó al ser dirigido por Woody Allen en una de sus películas más celebradas, Crímenes y pecados (1989), certero retrato de la vida cotidiana. La tercera y vencida fue con Tim Burton, en Ed Wood (1994), un memorable film sobre el “peor director de la historia del cine”, por su logradísima interpretación de un decadente Bela Lugosi.
En la entrega del Oscar, que no fue el único premio que recibió por ese papel, Landau se molestó cuando la orquesta intentó interrumpir su discurso, golpeó el atril y gritó “¡No!”. Después explicó que lo había frustrado no tener tiempo para dedicarle el premio al húngaro Lugosi, quien antes de que su carrera naufragara por la adicción a la morfina (que comenzó a consumir para aliviar una muy dolorosa neuritis), había sido el conde Drácula emblemático de Hollywood desde los años 30. Lo que sí pudo decir Landau fue que ese había sido el papel de su vida.