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Aprender a tocar la batería (y a escribir novelas)

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Editar

Lo primero que se me ocurre es esto: con la publicación del quinto volumen de Mi lucha, el impresionante ciclo autobiográfico de Karl Ove Knausgård, resulta inevitable mirar hacia atrás y repasar lo ya publicado (ver ladiaria.com.uy/UPN y ladiaria.com.uy/UPO); lo segundo que salta a la vista es que este quinto volumen, presentado como Tiene que llover (la edición de Anagrama repite los títulos otorgados a cada libro por el traductor al inglés: en noruego se llaman simplemente Mi lucha 1, Mi lucha 2, etcétera), de alguna manera requiere o demanda esa relectura o vuelta a examinar las entregas anteriores y, por tanto, empieza a esbozar algo que podrá sonar –lo sabremos cuando sea publicado el sexto volumen, o cuando la ansiedad y la adicción a Knausgård nos lleven a algunos a aprender noruego en un curso hiperintensivo– a una recapitulación o redondeo del proyecto. Y esto, esa apelación a algo que cabe llamar forma (ver la página 226 del libro 1), es interesante en sí mismo, porque parece matizar o incluso negar uno de los lugares comunes de la crítica en cuanto a Knausgård, es decir, su impulso de “escritura automática” o de “torrente de palabras crudo y sin censurar” (cito la contraportada de Tiene que llover; las palabras son de Siri Hustvedt y pertenecen a un ensayo que indaga acerca de la “escritura femenina” en Mi lucha y se pregunta, entre otras cosas, por qué no hay mujeres escritoras nombradas entre las influencias que proclama y comenta Knausgård en sus libros; la sorprendente respuesta es: “No son competencia”).

Quiero decir que, con Tiene que llover y su repaso de asuntos ya narrados (en especial en el tomo 1), Knausgård parece ahondar un poco (más) en la arquitectura narrativa de En busca del tiempo perdido, y ahí –además de algo que es precisamente lo contrario a una escritura que meramente “fluye”, y se revela más bien como una proliferación dentro de ciertos límites o pautas estructurales– aparece otro lugar común de la crítica: Knausgård como un Proust contemporáneo.

Es una idea interesante. Como lector, estoy más cerca del francés que del noruego, y si bien no soy ni por asomo proficient en francés ni podría zamparme una novela completa en esa lengua, sería bastante inadecuado pensar que no puedo abrirme camino –así sea con dificultades– en alguna página que otra. No así con el noruego, por cierto, de modo que habrá siempre –o hasta que me decida por el curso hiperintensivo– una cadencia, una música en la obra de Knausgård que permanecerá oculta o mutada por las opciones de los traductores al inglés, al español, al español desde el inglés (ejem) o a alguna otra lengua en la que me atreva a indagar Mi lucha si se da el caso y que, en ese sentido, me hará imposible decir cosas como “pero Proust es muchísimo mejor prosista que Knausgård”, lo que supongo que mucha gente estará más que dispuesta a creer, y que acaso en algún sentido (Proust, se sabe, es inconmensurable) es verdad.

En cualquier caso, poco podría importar una comparación o un par de vueltas más a un lugar común de la crítica, excepto por el hecho de que Tiene que llover parece sí decir algo en relación con la prosa, el estilo y la literatura, o, mejor, sobre esa conexión entre estilo y literaturidad que, para ejemplificarla con una bajada a nuestro territorio, podríamos pensar a partir del evidente, omnipresente y a la larga aburrido gesto de “esto es literatura” que construye Gustavo Espinosa desde su estilo. Hay un pasaje especialmente largo de Tiene que llover acerca de un Knausgård veinteañero en uno de los tantos trabajos en los que se inmiscuye para ganar unos pesos, y se trata de ayudar a cuidar pacientes en un psiquiátrico, pacientes internados de por vida con profundas deficiencias cognitivas. Después de un par de páginas de relato, parece clara una opción posible: un escritor más dado a lo consabido –a esa literaturidad obvia y de lugar común– aprovecharía para construir un clima “infernal”, un “descenso” a esa mazmorra de gruñidos, mordidas, cuerpos que se resisten a ser movidos, pacientes que se masturban compulsivamente, etcétera. Pero no: Knausgård registra los hechos fríamente, los relata, incluso cuando se trata de sus propias respuestas emocionales a las demandas del nuevo trabajo (“te vas a acostumbrar”, le dicen, y efectivamente eso es lo que pasa), los vuelve esquemas, los expone en su esqueleto. Donde muchos novelistas se deleitarían en la creación de climas consabidos, Knausgård trabaja en lo que esos mismos novelistas (o sus lectores) llamarían una “superficie”: los hechos presentados de una manera lo más descarnada y desleída posible, del mismo modo en que había operado el relato casi obsesivo de la vida cotidiana en el tomo 2.

Pero volviendo a la cosa arquitectónica o más interesada en la estructura a gran escala de Mi lucha, por ahora un esquema podría ser el que sigue: los tomos 3, 4 y 5 elaboran una secuencia ante todo lineal (hay algún flashback que otro, y alguna mínima digresión de corte ensayístico, pero no son la norma ni por asomo), con el 3 (La isla de la infancia) ocupándose de la infancia, el 4 (Bailando en la oscuridad) de la adolescencia y los primeros años de la juventud, y el 5, de la juventud o la primera madurez. Este último, entonces, es el más abarcador en términos de tiempo: comienza en 1988, con un Knausgård que está por cumplir 20 años, y termina en 2002. Es, entonces, el libro de la gestación del escritor: al comienzo leemos sobre el pasaje de Knausgård por una academia de escritores, sigue su tránsito por la licenciatura en letras, el relato de los primeros intentos (fallidos) de escribir novelas, el éxito parcial de algunos cuentos, la atención generada por su primera novela publicada (Ute av verden, 1998, traducida al inglés como Out of the World, “Fuera del mundo” o acaso “Fuera de este mundo”), el tiempo de bloqueo que siguió a esta y, finalmente, la escritura y publicación de su segundo libro (En tid for alt, 2004, traducida al inglés como A time for Everything, “Un tiempo para todo”, y un libro asombroso y extraño como pocos), pero también están sus múltiples trabajos o changas, los primeros toques de su banda, en la que Karl Ove se desempeña como baterista pese a que no tiene una verdadera idea de cómo tocar (nota obsesiva: las traductoras Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo convierten, en el quinto tomo, el nombre de esta banda en “Máquinas de Kafka”, mientras que en el primero lo habían dejado en noruego, Kafkatrakterne, que juega con Kaffetrakter –“cafetera”, o sea coffee machine–, y que Don Barlett, el traductor de Mi lucha al inglés, dejó como Kafka machine, sin duda inspirando por esta versión en español), su primera época de vida en pareja hasta la crisis y ruptura, y el camino que lo llevó a conocer, finalmente, a su segunda y actual esposa.

El tomo 2 (Un hombre enamorado) arranca precisamente en 2003, justo después de los últimos hechos narrados en Tiene que llover, y salta hacia 2008, cuando Knausgård ya ha comenzado a escribir Mi lucha. El 1 (La muerte del padre) alude a momentos que quedan expuestos en los tomos 3 y 5, pero es más difuso en su temporalidad, con más digresiones, flashbacks y flashforwards (o analepsis y prolepsis, para quien prefiera ese tipo de terminología); el gesto es ante todo –y volvemos a esto– proustiano: del mismo modo en que la sección “Combray” de Por el camino de Swann (el primer tomo de En busca del tiempo perdido) construía párrafos complejísimos en los que aparecían diferentes estratos cronológicos, del mismo modo en que el narrador parecía un niño de seis años en una oración y un preadolescente media página después, y en que, de alguna manera, todos los veranos de los que hablaba se fundían en un único estado de tiempo, el comienzo de Mi lucha es el menos lineal y de alguna manera el más sugerente, abundante en segmentos ensayísticos, como la memorable meditación sobre la muerte que abre la obra. Pero antes de acelerar en la recta de los tomos 3, 4 y 5, es también interesante que –ya no como Proust– Knausgård coloque el “final” de su novela, por llamarlo de alguna manera, justo antes de tomar ese camino, como si entre los tomos 1 y 2 quedasen delimitados no sólo el contorno de Mi lucha, sino también dos extremos en su tratamiento del tiempo: el difuso y arrojado a las idas y venidas de la memoria en La muerte del padre; y el preciso, lineal y de atención microscópica al detalle de Un hombre enamorado, que no en vano comienza con la anotación “29 de julio 2008”, como si quisiera jugar con la idea de un diario o, en última instancia, una crónica que se escribe al mismo tiempo que suceden los hechos a los que alude, sin el espesor de la memoria, sin la presión de los estratos más recientes sobre esas capas profundas en las que abundan fósiles y acaso también diamantes.

Una anotación final: como Tiene que llover trata, ante todo, de la gestación de un escritor, abunda en crónicas de lectura y referencias literarias, en particular de la escritura noruega más reciente.

La mayoría de los libros que menciona no han sido traducidos (algunos tampoco al inglés), pero Knausgård logra sembrar el deseo de leerlos; en esa línea, sorprende (lo cual es raro, aunque sepamos que el pacto del libro implica que todos los nombres y todos los personajes son “reales”) descubrir por ahí que el amigo petisito (para los estándares noruegos, se entiende) llamado Tore, que se pega a Karl Ove como una sombra, ha publicado efectivamente 12 libros. Knausgård, insisto, logra que queramos leer esos textos, del mismo modo que los de Kjartan Fløgstad, Ragnar Hovland, Jan Kjærstad y Tor Ulven. ¿Dónde dan, entonces, cursos hiperintensivos de noruego?

Tiene que llover, de Karl Ove Knausgård. Anagrama, 2017. 691 páginas.

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