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Maite Alberdi. Foto: Pablo Vignali

Derribando angelitos

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Entre la camada de nuevos cineastas latinoamericanos, la documentalista chilena Maite Alberdi es una de las figuras de mayor renombre. Dueña de un estilo particularísimo, en el que el cine observacional se funde como pocos con el lenguaje cinematográfico de la ficción, sus películas logran elevar a personas comunes y corrientes a la dimensión de auténticos personajes. En esta ocasión, en el marco del DocMontevideo, tuvimos la oportunidad de charlar con ella sobre Los niños (recién estrenada en Cinemateca), un documental que retrata la cotidianidad y las ansiedades de un grupo de estudiantes con síndrome de Down, en el complejo terreno bisagra entre la obtención de nuevos derechos y el reconocimiento de sus familiares.

–Tus documentales tienen la particularidad de parecer ficciones en el tratamiento. ¿Es algo que se da intuitivamente, o ya desde el vamos vas planificando la estructura con ese criterio?

–Creo que hoy en día se habla de que estos géneros se cruzan, pero son cruces totalmente distintos según el punto de partida. Son muy distintas las cosas que hace el documental cuando quiere parecer ficción, y las que hace la ficción cuando quiere parecer documental. Cuando hago un intento consciente de estilizar un documental hasta el punto de que parezca ficción, hasta que la gente no sepa si es algo real o si hay actuaciones, lo que me interesa es encontrar técnicas para procurar tener planos y contraplanos, como varias tomas de lo mismo sin repetirlo, y me pregunto cómo puedo llegar a lograr todo eso con una sola cámara. Cuando la ficción quiere parecer documental, hace algo realmente distinto, que es evitar el plano/contraplano y quedarse en un tiro. Me acuerdo, por ejemplo, de Entre los muros (2008), en la cual todo el mundo decía “ya, es súper verosímil”, pero lo que hacía [el director francés Laurent] Cantet era quedarse en una esquina del aula de clase y registrar todo como en un documental de batalla. Yo intento hacer todo lo contrario, moverme y tener la mayor cantidad de planos posibles. Entonces, sí, hay cruces, pero son limitaciones muy distintas desde cada uno de los formatos para parecerse al otro. Uno, en definitiva, trabaja con materias distintas y eso involucra oficios distintos. Son otras materias primas, son otras pericias; no sé si podría hacer una ficción tradicional, creo que no sabría hacerla, y me parece que es lo mismo desde el otro lado, hay técnicas para trabajar con la realidad que se van aprendiendo. Pienso, sí, que actualmente hay mucha libertad en el documental, que quizá antes no había. Ya no hay una sola forma de filmar la realidad de una persona, y uno tiene que explorar cómo ubicarse en ese terreno.

–¿Dirías, entonces, que es una cosa más que nada de lenguaje cinematográfico?

–Totalmente. O sea, es algo de lenguaje cinematográfico, y también pasa que ya no hay un lenguaje que se le pueda asignar exclusivamente a una forma. Antes había algo como mucho más de que “los documentales tienen entrevistas y narrador”, que hoy ya no existe. Aun así, si la gente ve que hay plano/contraplano, ya asume que hay una construcción. Me preguntan cómo pude filmar así en Los niños, que tiene muchísimo de este juego de planos y contraplanos. La verdad de la cuestión es que ellos son tan lentos, y repiten tantas veces lo mismo, que demoran tres horas para algo que otra persona haría en diez minutos; entonces, tenía tiempo de grabar la conversación como si dispusiera de diez tomas.

–En otra entrevista dijiste que tenés una noción del tiempo circular, una certeza de que las cosas que fuiste incorporando en la investigación se van a reproducir en el rodaje.

–Sí, es la certeza de que se va a repetir y de que podés prepararte para ese momento.

–Eso es muy interesante a nivel de las nociones habituales sobre el documental, porque cuando entrevistás a documentalistas suele aparecer eso de querer estar en el lugar y el momento de algo único que está sucediendo. Parece que vos tenés la tranquilidad adicional de no romantizar el acontecimiento.

–Es como la clásica desesperación del documentalista de “estoy en investigación, no traje la cámara y está pasando algo increíble”. Pero si uno eligió bien el lugar y el personaje, va a volver a pasar algo increíble ahí, quizá no igual a lo que hayas visto en la investigación, pero parecido. Aprendí eso con El salvavidas [2011]. Tenía a un personaje que decía que el mejor salvavidas es el que nunca se mete al agua, el que siempre aplica medidas preventivas. Pero la escena más importante, la que revelara al personaje, debía ser cuando estuviera rescatando a alguien. Y yo me decía “¿qué hago para poder rodar un rescate que va a pasar una vez en dos meses, con suerte?”, en una playa que era gigantesca. Es decir, si cuando eso pasara yo estaba grabando en el quiosco o a un niño, no iba a llegar al rescate. Y me desesperaba mucho sentir que no iba a tener lo excepcional. La gente dice que hay que sorprenderse, que hay que dejarse llevar con la cámara en el terreno, pero tenés que prepararte para que la cámara no llegue a eso excepcional; puede no llegar, por tantos estímulos que están en otro lado. En El salvavidas me fui a leer la estadística de los marinos, y la estadística decía que en esa playa, en los diez años anteriores, se había ahogado gente entre las cinco y las seis de la tarde. Nadie se había ahogado en otro horario. Entonces, aunque era evidente que yo no sabía qué iba a pasar, entre las cinco y las seis de la tarde tenía que estar en el punto de posible rescate. Hice eso, hasta que efectivamente la escena ocurrió a las cinco y media, en el lugar donde se había ahogado gente durante los diez años anteriores. Y es que, ¿por qué, justo ese año, iba a pasar algo en un horario distinto? Incluso lo excepcional se vincula con parámetros que podés estudiar, preparándote para estar ahí en el momento en que suceda algo, y sabiendo cómo es probable que suceda. Es clave, en el documental, considerar lo previsible, y prepararte para poder registrarlo.

–En relación con lo que me decías del tratamiento de ficción como un subproducto del lenguaje cinematográfico, recuerdo que en una edición anterior del DocMontevideo Niels Pagh Andersen [dinamarqués, editor del documental The Act of Killing –2012–] decía que esa mezcla de formatos la iba trabajando ya desde el guion.

–Sí, tampoco puedo entrar a grabar si no tengo claro el lenguaje. Es una decisión que se toma antes, porque no sólo tenés que pensar la estructura narrativa, sino también cuál es la mejor manera de representar a los personajes. Creo que no es algo que se descubra con la cámara, sino definitivamente con investigación. En Los niños la verdad es que no aparece nadie sin síndrome de Down en la película: esa decisión y el tipo de lentes que necesitás para desenfocar al resto son cosas que no podés definir por el camino, implican decisiones de producción.

–Me pareció interesante eso de que los demás no sólo quedan fuera de campo, sino que a veces quedan recortados. Está bueno, porque juega con el título y con la clásica representación de adultos en las películas de niños, como pasa con Charlie Brown [de la historieta Peanuts, de Charles Schulz]...

–Totalmente Charlie Brown. Termino siendo así porque yo soñé con una película en la que salieran a la calle y la gente que manejara los autos tuviera síndrome de Down, que fueran a la cafetería y ahí todos tuvieran síndrome de Down, pero eso ya sería propio de una ficción. Pensaba cómo podía construir un mundo cerrado con la gente que tiene síndrome de Down. La única manera era sacando a los otros, desenfocándolos, cortándolos, de alguna manera haciendo que salieran de encuadre. Y en general era fácil, porque ellos son bajitos y el resto es más grande; servía también cortar, pero es una representación totalmente clásica e infantil.

–Que hayas elegido el título “Los niños” toca la cuestión de que antes la esperanza de vida de la población con síndrome de Down rondaba 35 años, y ahora llegan hasta 60, de modo que la asociación con la idea de “niñez” empieza a cambiar.

–El título es súper irónico. Cambió esa idea de niñez, pero socialmente sigue muy arraigada la idea de que viven poquitos años. Como que siempre son niños. Los que filmé son de la primera generación que llegó a tener más de 50 años, cuyos padres nunca pensaron que iban a llegar a esa edad y los criaron de una manera muy dependiente. Se quedaron a medio camino: son adultos y tienen deseos de adultos, pero los criaron como niños y pensaron en una política pública y familiar basada en que fueran totalmente dependientes. Eso se contradice con lo que sienten hoy día, pero creo que es para esa generación y ese contexto. Si ves a la generación de los que tienen 30 años, son súper empoderados, súper independientes.

–Incluso hay un dilema moral en la película, relacionado con este tema de empoderarlos. Empoderarlos para qué, ya que después el mundo no les responde.

–Sí, es terrible. Sufrí esa frustración, y la psicóloga también. Ella empezó con el taller justo en el año en que estábamos filmando, y no había dimensionado cómo tenían que trabajar familiar y socialmente los contenidos, porque los empoderaba, después ellos llegaban a sus casas y los padres les decían: “No, no podés hacer eso”. Entonces, ¿cuál era el sentido de empoderarlos, si no había un plan de empoderamiento a nivel familiar o social? A fin de año terminaron mucho más frustrados que antes, porque eran conscientes de lo que no podían hacer. Entonces, al final no sabés qué es mejor: no saber y ser feliz, o ser consciente y frustrarse. Después de tres años han avanzado: Ricardo tiene un trabajo súper bueno, y la Anita logró conquistar territorios de pareja, pero en aquel momento no era así.

–Es un tema complejo, porque a veces se los quiere habilitar, pero se sabe que eso está jugando con un terreno hipotético de inclusión que es imposible desde el vamos.

–Es muy delicado. En Chile, todas las políticas nuevas de inclusión están tratando de que vayan a escuelas comunes. Hay, sobre todo, una idea de que se acaben las escuelas especiales. Pero en las escuelas especiales tienen un nivel de socialización que no sé si se daría en las comunes. En las especiales, por ejemplo, hay niños que pueden ser el presidente de curso y otros a los que les hacen bullying, a una le va bien y otra es más lenta, pero todos tienen un rol distinto. En la escuela común es más probable que sólo puedan ser los Down, que no puedan ser presidentes de curso, ni ponerse de novios con quienes les gustan; en la escuela especial, sí. Se ha tendido, en los nuevos modelos de inclusión, a tratar de normalizar todo, pero es súper complejo.

–También la película muestra cómo hay distintas maneras de tener síndrome de Down, no sólo en lo relacionado con el nivel de inclusión, sino también en el grado de discapacidad.

–Claro, dos personas pueden tener en común el síndrome de Down y ser distintas del cielo a la tierra. Ricardo no tiene nada que ver con la Rita: él quiere un trabajo, y ella, una Barbie. Las dos cosas son igual de válidas y los dos tienen personalidades encantadoras, pero no tienen nada en común. Solemos encasillar las discapacidades pensando en “los sordos” o “los Down”, pero no podés aplicar la misma vara para todos. En Chile, hablando de esto, estaba el tema de lo del matrimonio, que la gente decía “si se permite el matrimonio entre Downs, todos se van a querer casar” y era algo tan estúpido como cuando se discute el aborto y dicen “todas las mujeres van a ir a abortar”.

–También estuvo bueno mostrar pequeñas vilezas entre ellos, como derribando esa mitología condescendiente de la bondad inherente a los Down.

–Sí, el mito del angelito, de buena onda. Es infumable. Dicen: “Ay, son tan angelitos, son tan buenos, son bondadosos”. No vi ningún angelito, ningún bondadoso, no tienen nada de eso. También el típico mito de “son tan sexuales”. Yo vi un nivel total de ignorancia sexual a los 50 años y puros tipos vírgenes. No es eso de que están todo el día queriendo tener sexo, que es la típica que te dicen.

–Otro aspecto impactante de Los niños es que se trata también de una película política, porque en definitiva lo que siempre está de fondo es la poca plata que reciben por su trabajo.

–Es una película de denuncia, pero vuelvo al lenguaje. Las películas de denuncia tienen una forma y un lenguaje para hacer la denuncia. Acá fue una película de observación totalmente combativa y de denuncia, que a su vez trabajó una campaña social para cambiar eso. Hasta hace tres meses, la ley chilena decía que a las personas con discapacidad intelectual se les podía pagar menos del salario mínimo, aunque trabajaran la misma cantidad de horas que las demás. ¿Qué pasaba?: las empresas las contrataban y les pagaban unos diez dólares mensuales en plan “les estamos haciendo un favor”. Era un nivel de explotación aberrante. Estuvimos trabajando junto a 40 fundaciones con un plan para cambiar la ley, hace dos meses cambió. Ahora las empresas están obligadas a contratar una cuota de 1% y a pagar el salario mínimo. Hicimos un portal laboral con esas fundaciones para facilitar la contratación de personas con discapacidad, acompañando su inserción en las primeras semanas, y Ricardo encontró un trabajo en un supermercado, por el que le pagan unos 800 dólares; para él es increíble, de diez a 800. Ha estado bien, así que creo que efectivamente ha cambiado el contexto, y sí se pueden generar cambios a nivel comunicacional. Nadie sabía lo de la ley anterior, no se tenía idea: estaba todo muy escondido, y sólo lo sabían las personas que tenían familiares con discapacidad. La película y esta ley fueron un primer paso, pero todavía falta mucho más.

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