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Luna, de José Cuneo.

El lado nítido de la luna

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“Tengo aún grabadas en la retina las impresiones que recibí al visitar su exposición. Su visión del color, nítida, tiene algo de piedra preciosa”. No es difícil coincidir, en 2017, con las palabras que Pedro Figari escribió en una carta pública a José Cuneo hace casi un siglo, en julio de 1918, luego de pasear por José Cuneo. La pintura y el más allá, retrospectiva que Raquel Pereda curó usando piezas del acervo del Museo Nacional de Artes Visuales (MNAV).

Cuneo fue, en su período planista, uno de los artistas más retínicos que tuvo Uruguay –el retinismo tan aborrecido por Marcel Duchamp– y fue también –casi superfluo es decirlo, mirando a su extensa carrera– uno de los más extraordinarios en términos de solidez y longevidad. Así, retomando la metáfora mineral de Figari, el cuadro que abre la exposición –un lago de Garda pintado en una de sus primeras estadías en Italia– es una especie de inmersión, todavía tímida, en un bosque de esmeraldas y un espejo de agua de lapislázulis, que anticipa futuras soluciones colorísticas desbordantes, pero de un desborde controlado y siempre sorpresivas. Felizmente, a su lado, Pereda acomodó el gran Retrato de la señora X, de 1918, que está entre las primeras salidas al planismo del artista y es posiblemente uno de los lienzos admirados por Figari: en él, a espaldas de las retratadas, Cuneo “colgó”, repintándolo, su propio Lago de Garda, pero definitivamente “planizado” como el resto del cuadro. Brillante auto mise-en-scène de un proceso de desarrollo artístico que lo llevó a instalar en el país la sistematización de algo así como una pintura de avance: arraigada en lo local (en meros términos de temas paisajísticos y tonos atmosféricos) y definitivamente lista para abandonar lo naturalístico y lo académico.

Claro que las piezas planistas que se preocupan por registrar el territorio nacional son, en general, excepcionales, y acá Cerro Largo (La Aguada), de 1918, lo demuestra ampliamente, con su estilo geometrizante pero orgullosamente independiente de cualquier eco del querido Paul Cézanne; empero, es en los retratos donde Cuneo se perfila no sólo como el primigenio exponente del planismo en Uruguay, sino también como el mejor. Tal vez no posee, por ejemplo, el sencillismo (no la sencillez) de Petrona Viera, ni el vértigo de la pura superficie de Guillermo Laborde, pero sí un sistema inexorable y elegantísimo de superposición de planos y modulaciones cromáticas, que logran dar a la (programática) chatura de la composición profundidades inesperadas. La complejidad de la postura y de los rasgos de los personajes es resplandeciente: resulta suficiente fijarse en las miradas, todas dirigidas a los costados (como en el cine, parece que tuvieran vedado mirarnos a los ojos) y creando así, con las invisibles trayectorias de sus ojeadas, más planos todavía (por ejemplo, en la pieza dedicada al crítico Eduardo Dieste, su amigo y exégeta), mientras la realidad en general se constituye en un tripudio de colores contenidos en formas severas que se rozan, con todos los bemoles de las gamas amplísimas utilizadas, de tonos fríos y cálidos (por ejemplo, en el porfiado juego de manchas que conforma la epidermis de Ciro Scoseria).

Fases y continuidades

La muestra sigue un sendero irreprochablemente cronológico, por lo que resulta por un lado una solución algo enyesada, pero por el otro permite visualizar, límpidamente, las diferentes fases de las siete décadas de trabajo de Cuneo (aunque casi omitiendo su primerísima época). Así, luego del paréntesis planista, la pared continúa presentándonos una serie muy nutrida de ranchos, caseríos y paisajes rurales, que va desde fines de los años 20 hasta los 50, de corte expresionista, donde a las rectas de antes se suman curvas deformantes en una especie de distorsión sistemática de la geografía nacional. Además de esta dureza de casas y carreteras dignas del Gabinete del doctor Caligari (Robert Wiene, 1920), y de la aplicación sistemática de un pincel/lente de gran angular para dramatizar cielo y tierra, Cuneo despliega un apagamiento general de la paleta, pero no en brillantez y siempre con posibilidad de fugas. Es a menudo el caso de los cielos, cuyas nubes se vuelven luminosísimos arabescos, casi hipnóticos –es ejemplar en este sentido Nubes (Barranca), una obra de comienzos de los años 30–.

Quedándonos en el firmamento, nos topamos con la siguiente etapa de la exposición, que cubre (y excede un poco) la pared de fondo de la sala, dedicada a las célebres lunas (cuyo abanico temporal recalca el del bloque anterior). Verlas todas juntas permite localizar patrones, desvíos y también ribetes conceptuales: el astro siempre y sólo ilumina el cielo, hierático, mientras abajo, en la penumbra (el impactante contraste entre la oscuridad de lo terrenal y la luminosidad de la luna y los nimbos parece anticipar el Imperio de las luces, de René Magritte, en los años 50), se mueve un mundo rural caracterizado por figuras pequeñas, a menudo atareadas y melancólicas. En este sentido, quizá más que de la luna evocada por Julio Herrera y Reissig (más bien socarrona y estrafalaria) que hace años Julio María Sanguinetti asoció con las de Cuneo, el pintor uruguayo, por la austeridad y altanería de sus representaciones de ese cuerpo celeste –inmortalizado en todas sus fases, casi para remarcar la inquietud intrínseca del satélite– queda más cerca de la de Giacomo Leopardi.

Cuneo fue un pintor enérgico –vale la pena destacar que un anónimo reseñista de una exposición parisina de 1930 definió su producción, muy acertadamente, como “paisajes atléticos”–, vitalista incluso, pero no hay duda de que la muerte como tema ocupa un rol importante en ciertas fases de su obra: sus numerosos dibujos campestres, así como muchos pasteles y acuarelas –en la exposición hay una docena– muestran carneadas y carcasas, aunque balanceadas por un gran despliegue de fauna autóctona viva, en una especie de concierto bucólico, alternando sobre todo ñandúes y pájaros libres con la domesticación del ganado. Todo dentro del marco de una naturaleza arrolladora y del intento de domarla.

Muy parca, para ir cerrando, es la representación en esta muestra de la última gran metamorfosis cuneana, vale decir la que arranca a mediados de los años 50 (aunque se hizo pública a partir de 1960), cuando el artista cambió el apellido con que firmaba, adoptando el Perinetti materno, y se tornó abstracto. En el MNAV hay solamente cinco cuadros de esa fase, que fue la menos popular de su carrera, y en la que sin embargo desarrolló libre y potentemente temas antiguos (no es difícil entrever la vieja luna y los viejos senderos en esas formas sinuosas, donde la espiral y el trazo volitivo, junto a colores controlados pero robustos, y un sabio uso de la materia, modulan un informalismo grave, refractario al decorativismo). De todos se destaca Mar, de 1963, edificado sobre el contraste entre una enorme y colérica mancha blancuzca y un fondo negro terroso, que conforman una vez más la misma visión nítida del color evocada por Figari.

Es obligatorio visitar esta muestra. Y, sin embargo, un artista de la talla de Cuneo merecía una mirada más amplia, no comprimida en 50 piezas: por lo menos el doble de obras –tomadas de otros acervos nacionales y de colecciones privadas– habrían permitido un sondeo mucho más satisfactorio de las muchas, pero significativas, variaciones dentro de cada una de sus series, sin contar las decenas de dibujos, croquis y bocetos, estos sí custodiados en el mismo museo, que habrían revelado el laboratorio del artista, algo fundamental cuando se está en presencia de un inquieto e incansable investigador como Cuneo.

José Cuneo. La pintura y el más allá. Curadora: Raquel Pereda. Museo Nacional de Artes Visuales (Tomás Giribaldi 2283). Hasta el 17 de setiembre.

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